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26.07.21

Volver a la poesía

            «El sermón de la montaña». Obra de Carl Heinrich Bloch (1834-1890).

   

 

 


«La primera cosa que debe hacerse con un poema o canción es simplemente aprenderlo de memoria».

Denis Quinn

 


«El verso siempre recuerda que fue un arte oral antes de ser un arte escrito, recuerda que fue un canto».
Jorge Luis Borges

 

  

  

   

Vuelvo a la poesía. Y no me cansaré de volver, se lo advierto a ustedes. Si escribo sobre ello una y otra vez es para tratar de transmitirles la importancia que tiene una visión poética del mundo, la relevancia de su ausencia e, igualmente, la fatalidad de su abandono. Un abandono que hoy sufrimos y que quizá sea uno de los factores de nuestra desorientación y desamparo. Si fuera poeta, si estuviera bendecido por las musas, les escribiría incesantemente versos instándoles a que los recitaran en voz alta. Pero he de conformarme con lo que me ha sido dado.

Hoy podrá resultar un hecho algo curioso y hasta chocante pero la primera forma de contar historias fue la poesía y no el relato. Con ella el hombre tenía a su disposición un instrumento inigualable para tratar de acercarse a la realidad tal y como es en su misterio oculto.

Porque el oído estaba en el principio, pues la Palabra no fue escrita sino dicha. La recitación, apoyada en la memoria, era el medio primigenio de transmisión del conocimiento. A esto se refieren las palabras de C. S. Lewis cuando dice que «toda la poesía es oral, pronunciada por la voz, no leída, y, por lo que se nos dice, tampoco escrita. Y toda la poesía es musical». A ello se refiere Borges en la frase de inicio, porque lo que los poemas nos recuerdan, una y otra vez, es que inicialmente fueron un canto.

Pero llegó un día en que el hombre gutembergiano cambió el oído por la vista y entonces todo comenzó a cambiar. Platón y Sócrates lo habían advertido mucho tiempo antes (Fedro, 370 a. C.), en una profecía que hoy resuena muy actual:

«Esto, en efecto, producirá en el alma de los que lo aprendan el olvido por el descuido de la memoria, ya que, fiándose a la escritura, recordarán valiéndose de caracteres ajenos, no desde su propio interior y de por sí. (…). Es la apariencia de la sabiduría, no su verdad, lo que procuras a tus alumnos».

C. S. Lewis también nos ilustró sobre esta cuestión en dos de sus libros, La alegoría del amor (1936) y Un prefacio al Paraíso Perdido (1942). En estas obras, y desde su posición de erudito, explica que la poesía alegórica y épica fueron desde un principio las formas dominantes de contar historias en Occidente, y traza su desarrollo a través del tiempo, de los griegos a los renacentistas, comenzando con La Ilíada de Homero y terminando con El Paraíso Perdido de Milton y El Progreso del Peregrino de Bunyan. Las obras citadas de Milton y Bunyan, publicadas en 1667 y 1678, respectivamente, fueron según Lewis las dos últimas epopeyas alegóricas escritas en inglés. Con la publicación de estos dos grandes poemas la cultura occidental inició el abandono de su ancestral manera de contar historias. Las formas antiguas fueron muriendo poco a poco, pero la sed del hombre por las historias no cesó. El teatro de Shakespeare y la prosa de Cervantes remplazaron a la poesía alegórica y épica, y en este primer momento pareció que nada se había perdido. Pero fue un espejismo como vemos hoy. Borges lo enuncia así en el prólogo a su libro de versos, La rosa profunda (1975):

«La literatura parte del verso y puede tardar siglos en discernir la posibilidad de la prosa. Al cabo de cuatrocientos años, los anglosajones dejaron una poesía no pocas veces admirable y una prosa apenas explícita. La palabra habría sido en el principio un símbolo mágico, que la usura del tiempo desgastaría. La misión del poeta sería restituir a la palabra, siquiera de un modo parcial, su primitiva y ahora oculta virtud. Dos deberes tendría todo verso: comunicar un hecho preciso y tocarnos físicamente, como la cercanía del mar».

De esta forma, el hombre comenzó a abandonar la poesía y a abrazar la retórica, la narrativa histórica, los hechos y los datos. Dejó el mito sin darse cuenta de que se abalanzaba sobre la fría información. Y de la palabra hablada pasó a la escrita, y del signo gramático se deslizó hacia el numérico. La palabra, incluso la escrita, fue arrinconada, siendo sustituida, casi imperceptiblemente pero de manera incesante, por el dato. La novela y el relato escrito iniciaron su era, aunque en vez de servir pasaron a reinar, y la voz y la memoria se fueron apagando. Y la forma se apartó del fondo, y comenzó a diluirse en un extenso mar de confusión, y la verdadera sabiduría se fue extinguiendo, lenta e inexorablemente, como la luz de una vela.

Sin embargo, la forma natural de comunicar de todo hombre es y ha sido siempre la palabra oral. En todas la culturas han existido personas que se han ocupado de llevar a cabo esta transmisión combinando el verbo y la memoria: rapsodas griegos, bardos celtas, poetas árabes, guslares rusos, ritmadores touaregs, juglares medievales y meturgemanes hebreos, entre los cuales, según Castellani, se encontraba nuestro Señor.

¿No se han preguntado nunca porque Él, el Logos, La Palabra, no dejó escrito para nosotros ningún libro? Sin embargo, nos dijo: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». Optó por la poesía, por la oralidad musical de la parábola y del aforismo, en un lenguaje ardiente, imaginativo y poderoso. Resulta imposible no sentir lo poético de sus palabras, y ello, a pesar de que hayan sido traducidas, transcritas y forzadas a permanecer encorsetadas en una retórica narrativa, perdiendo así parte de su vivacidad poética. Unas palabras que, como dice el escritor norteamericano Joseph Sobran, «tienen un poder único que las diferencia de todas las demás palabras, meramente humanas. Incluso alejadas de su idioma original, todavía nos penetran y gobiernan nuestras conciencias. Han cambiado el mundo profundamente. Él no sólo hizo milagros, sino que habló milagros. Las palabras que leemos de su boca son milagros. Tienen un efecto sobrenatural».

Quizá fue así, debido a esta incapacidad nuestra para vivir permanentemente en lo poético, que solo podemos recibir como a pequeños sorbos, a través de un mero reflejo (per speculum…), mediante la transformación del poema en narración, o por medio del impacto de lo extraordinario y lo insólito de la naturaleza creada. Sabedor de ello, Cristo instauró y dio ejemplo de una vida sacramental y de una enseñanza verbal y conductual. Es en esa combinación de actos, gestos y palabras, unida a la facultad de la memoria y la imaginación, donde Cristo depositó su Evangelio, y no en el relato secuencial de hechos escrita en libros. En escolio de Gómez Dávila podría decirse que «Cristo al morir no dejó documentos, sino discípulos».

A este respecto, vuelvo a Sobran, quien escribe: «La vida de la Iglesia, tal como la prescribió Cristo, era sacramental. Nunca les dijo a los Apóstoles que escribieran libros; les dijo que bautizaran, que predicaran el Evangelio, que perdonaran los pecados y que conmemoraran el momento culminante de su ministerio antes de la Pasión, la Última Cena. Les delegó su propia autoridad y dejó mucho a su discreción, bajo la guía del Espíritu Santo». Por eso la imaginación cristiana está pegada a la palabra vibrante y discurre entre lo simbólico y lo sacramental.

Ocurre que, si descuidamos esta limitada capacidad para captar lo poético del mundo la iremos perdiendo sin remedio. Y no debemos dejar que esto ocurra. C. S. Lewis nos habla de su relevancia:

«La poesía tiene como objetivo producir algo más parecido a la visión que a la acción. Pero la visión, en este sentido, incluye las pasiones. Ciertas cosas, si no son vistas como encantadoras o detestables, no son vistas en absoluto. (…). En la retórica, la imaginación está presente por el bien de la pasión, mientras que en la poesía, la pasión está presente en aras de la imaginación, y por lo tanto, a largo plazo, en aras de la sabiduría, la salud espiritual, la rectitud y la riqueza de la plena respuesta del hombre al mundo».

El sonido y el ritmo, esa música propia de la poesía, cobra vida cuando se recita y declama en voz alta, de memoria. Borges nos dice: «Un verso bueno no permite que se lo lea en voz baja, o en silencio. Si podemos hacerlo, no es un verso válido: el verso exige la pronunciación». Una pronunciación que nos ofrece una melodía, que nos envuelve en una canción.

El filósofo católico Peter Kreeft, hablando de la belleza ínsita en una obra como El Señor de los Anillos (1954/55), escribe al respecto lo siguiente:

«El Señor de los Anillos está lleno de música, lleno de música. En uno sus índices, al final del libro, se enumeran canciones o poemas. Nombres propios, claro. Lugares, por supuesto que sí. Pero, ¿canciones o poemas? Sin embargo, hay tantos, tantos, que necesita un índice. Los hobbits cantan himnos a El-Beret, y canciones para caminar y para el baño. Al igual que Tolkien, Bombadil es un escritor de prosa que está lleno de poesía y música. Peter Beagle, en la introducción a “A Tolkien Reader", lo llama “un escritor cuya propia prosa está en sí misma rebosante de plena poesía". Creo que la música es una parte esencial del encanto élfico. Cuando la Comunidad entra en Lothlorien, Sam dice: “Siento como si estuviera dentro de una canción, si entiende lo que quiero decir". Y así es como nos sentimos cuando entramos de lleno en este libro».

A eso es a lo que me refiero. Así es como quiero que se sientan mis hijas, como si estuvieran dentro de una canción. ¿Ustedes no?

Pero hoy día, ni en casa ni en la escuela, ni siquiera en nuestras iglesias, se educa la sensibilidad poética, y mucho menos en la televisión, el cine o las redes sociales. Recitar en voz alta y aprender viejos poemas y canciones es algo que ya no se estila. Se nos pide, mejor dicho, exige, que olvidemos la memoria y la recitación y que renunciemos a su belleza, total ¿para qué sirve? La tosquedad con la que se lleva acabo esta deserción es pareja a la barbarie con la que trata de cubrirse el vacío resultante. Esas recitaciones, esos esfuerzos memorísticos de cantos y rimas, son quizá uno de los últimos enlaces que nos quedan con el mundo de la tradición oral. Un puente por el que podríamos transitar hacia nuestra propia identidad, que la fuerza de la imprenta no pudo romper, pero que la seducción de la imagen está quebrando ya.

Quizá deba ser así. Es posible que, como dijo Gómez Dávila, la literatura ha de pasar por tres edades, «primero sueño, después inventario, en fin confesión», y que hoy estemos en «el inventario». Pero me resisto a ello. «El sueño» de la etapa primera no debe perderse. Todavía hay esperanza, todavía podemos traer la poesía a nuestras vidas y a las de nuestros hijos.

El profesor Anthony Esolen lo dice mucho mejor:

«“Quien quiera salvar su vida debe perderla", dice el Señor, y eso es una ley del propio ser. Es la ley de la peligrosa vida de la belleza y el amor. Las artes pueden atraernos a esa vida y ayudarnos a salir del moderno mecanicismo del trabajo por el trabajo. No podemos hacer ninguna apuesta segura sobre a dónde nos llevará la lectura del “Paraíso Perdido”. Si se lee con espíritu de fiesta, recibiéndolo como un regalo al que no se tiene derecho, su belleza, siempre gratuita y desbordante más allá del estrecho mundo de la utilidad, puede cambiarnos para siempre. Si entramos en ese templo, podemos aprender a quitarnos los zapatos de los pies, a liberarnos de la brida de la espalda. Puede que veamos cosas que nuestros amos no desean porque entonces ya no serían nuestros amos. Podemos inclinar el oído y el corazón a una música que ellos han tratado de ahogar. Podemos incluso captar la insinuación fugaz, como una voz leve y queda en la cima de una montaña, del Amor que mueve el sol y las estrellas».

Sin embargo, no esperen recibir mucha ayuda en lo que será un regreso ingrato y duro. Así y todo: ¡volvamos a la poesía! ¡Recobrémosla! ¡Hagamos que recupere su voz! Y como decía el filósofo ruso Pavel Florensky, no dejemos nunca de leer en voz alta hermosos poemas.

 
 

10.07.21

De por qué los buenos y los grandes libros son hoy tan necesarios

            Retrato de Lucrezia Panciatichi (detalle). Obra de Bronzino (1503-1572).

    

   

    

«Las virtudes también andan desencadenadas; y vagan con mayor desorden y causan todavía mayores daños. Pudiéramos decir que el mundo moderno está lleno de viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas. Y se han vuelto locas, porque fueron aisladas unas de otras y vagan por el mundo solitarias».

G. K. Chesterton. Ortodoxia.

   

    

   

No sé si ustedes se habrán apercibido, pero últimamente se ha hecho muy común un grave vicio del intelecto: muchas personas, incluido en ocasiones yo mismo, hacemos poco uso de la reflexión, y además, en las cada vez más escasas ocasiones en que nos ponemos a pensar, esta operación con frecuencia no responde a un proceso racional. Gran cantidad de gente se lanza hoy a actuar movida por impulsos y sentimientos, bajo el dominio de sus apetitos, que son quienes se han adueñado de su voluntad. Así vemos, día sí día también, socavarse impunemente los más básicos principios de la lógica.

Probablemente muchos de ustedes habrán experimentado la imposibilidad de entenderse con personas con las que, teóricamente, comparten creencias y principios, como la prevalencia del bien sobre el mal y la defensa de la vida, personas de buenas intenciones y sin aparente mala fe con las cuales, por razón de esas convicciones comunes, debería haber un cierto entendimiento. Sin embargo, sorprendentemente no suele haber acuerdo, elevándose ante nosotros un muro que parece inexpugnable a cualquier razonamiento basado en la naturaleza y propósito de las cosas. Todo aquello que choque con los deseos y las apetencias, por mucho que suene contradictorio o absurdo, suele ser apartado de la criba de la razón.

Este pensamiento corrompido trae como consecuencia un actuar en contra del orden natural de las cosas y un alejamiento de la realidad última de las mismas, lo que nos sitúa en un mundo donde, como predijo Chesterton, las virtudes se han vuelto locas y, aisladas unas de otras vagan solitarias causando daño.

Aunque no se trata de ninguna novedad, pues los diagnósticos de sus causas pueden rastrearse ya desde antiguo, mucho más allá de Chesterton. Unos análisis, por cierto, de una actualidad verdaderamente sorprendente.

Por ejemplo, vemos advertencias en Platón y su obra La República, con su premonitoria descripción del hombre democrático. Allí el filósofo griego nos dice que para este tipo de sujeto el menor vestigio de moderación es sentido como algo intolerable. «En su determinación de no tener amo» y de consagrarse al ejercicio de una libertad incondicional, termina ignorando «todas las leyes, escritas o no», y sosteniendo «que todos los placeres son de la misma naturaleza y merecen ser satisfechos por igual».

De esta forma, la mera idea de un orden natural de las cosas que determine que algunos deseos son desordenados y deben ser rechazados por la razón, se vuelve odiosa e intolerable para él. Como consecuencia de ello, la poesía, la arquitectura, la música y el arte en general, carentes de control, guía o propósito, terminan pervirtiéndose por «la falta de gracia, de ritmo y de armonía», y desembocan en una cultura que glorifica «la maldad, la intemperancia, la vileza o la fealdad». Tal estado de cosas causa en los ciudadanos (especialmente los niños y jóvenes) un grave daño, al acumular en sus almas, «poco a poco y sin que se den cuenta, una enorme masa de maldad y vicio», que corrompe las sensibilidades morales y la capacidad de argumentación racional.

Ese es, según el filósofo, el destino irónico de las sociedades que, como hoy la nuestra, valoran la libertad y la igualdad por encima de la virtud.

Más adelante, en la Edad Media, santo Tomás nos habla de cómo la lujuria (entendida como deseo sexual desordenado) abunda en este peligro. Según el de Aquino, el sexo se vuelve vicioso cuando se satisface de forma que frustra sus fines naturales o de manera inadecuada.

Para el Aquinate, la generalización de ese desorden no solo es peligrosa en sí misma, sino que también lo es por sus efectos colaterales, ya que tiende a traer consigo otras dolencias morales, las que él denomina «las ocho hijas de la lujuria», cuatro de las cuales se refieren al intelecto y cuatro a la voluntad. Aquí me centraré únicamente en lo que él llama «ceguera de la mente», mediante la cual el «simple [acto de] comprensión, que aprehende algún fin como bueno (…) es obstaculizado por la lujuria». Se trata, además, de un vicio es especialmente intenso, porque como dice el mismo Aquino es «el mayor de los placeres; que absorbe la mente más que cualquier otro», y por ello afecta de manera especial a la virtud cardinal de la prudencia.

Es decir, que según santo Tomás el vicio sexual arraigado le vuelve a uno estúpido en todos los órdenes, al traer consigo un tipo de corrupción cognitiva, la «ceguera de la mente», que «casi totalmente empece el conocimiento de los bienes espirituales», impidiendo al hombre apreciar qué es lo bueno y verdadero.

Y lo cierto es que en la actualidad ese deseo sexual viciado campa por sus respetos entre nosotros, con la generalización de la contracepción, del aborto, de la homosexualidad y de la pornografía. Una sexualidad desordenada que está en todas partes y que desde todas ellas acosa a nuestros hijos.

Pero las advertencias no nos llegan solo de un lado, aunque sea el correcto. En la modernidad, entre los grandes ateos, podemos encontrar una admonición similar en un filósofo como Friedrich Nietzsche.

El pensador alemán sostuvo que Dios había muerto, pero en absoluto pensaba que eso supondría el inmediato advenimiento de un paraíso. Por el contrario, previó que pronto las sombras envolverían Europa, y que sobre ella caería una «lógica monstruosa del terror… Un eclipse de sol como probablemente nunca ha acaecido todavía en la tierra».

Pero, si Nietzsche decía esto era porque estaba convencido de que una civilización no podía sobrevivir sin un fundamento moral, como en el caso proporcionaba el cristianismo, y aunque él lo despreciaba y abogaba por su destrucción, sabía que el camino hacia un nuevo orden estaba inexplorado y lleno de incógnitas, y que habría un precio que pagar. Parte de ese precio se tradujo en una merma en la racionalidad del pensamiento. Para Nietzsche la muerte de Dios privaría de todo fundamento a uno de los principios clave de la modernidad: la igualdad. Muerto Dios, ya no habría razón para creer en la igualdad moral básica de todos los seres humanos.

«Rompiendo un concepto principal del cristianismo, la fe en Dios, uno rompe el esquema: nada necesario se mantiene en las manos de uno».

Sin embargo, el filósofo advirtió que, sorprendentemente, esa falla no era percibida por la mayoría de los hombres modernos. Así, escribió:

«El utilitarismo (socialismo, democracia) critica el origen de las valoraciones morales, pero cree en ellas tanto como el cristianismo. (¡Qué ingenuidad, como si la moral pudiera sobrevivir cuando falta el Dios que la sanciona!)».

Todas estas advertencias parecen hoy más actuales que nunca. La destrucción de ese realismo en el pensamiento que, con metódica cadencia, se viene produciendo desde los nominalistas de finales del medievo, está en plena efervescencia. Con ello un nuevo tipo de hombre se abre paso, uno que se asemeja mucho a los endemoniados de Dostoyevski, a las tarántulas de Nietzsche, al ciego de mente de santo Tomás o al hombre democrático de Platón; un hombre que, como he dicho, no hace ya uso de la razón y se guía preferentemente por apetitos y pasiones.

Ello nos sitúa ante la necesidad de educar a nuestros hijos en un sistema de pensamiento que les ayude a separar el trigo de la paja, para anticiparse así al golpe epistemológico que está perpetrando la modernidad. Una educación que les permita evitar ese «daño acumulativo» para el alma del que advertía Platón y esa «ceguera de la mente» de la que hablaba santo Tomás.

Creo que una de esas posibles fórmulas educativas puede encontrarse en la literatura, en la buena y gran literatura. En las páginas de esos grandes y buenos libros se encierra todavía un esquema del mundo conforme a su naturaleza y propósito, a modo de ovillo de Ariadna que quizá pueda ayudarnos a transitar por entre el laberinto de la modernidad.

Además, estos buenos libros son hoy una de las pocas maneras de conectar a los chicos con la realidad, a fin de que crezcan en la conformidad con la naturaleza y no contra ella. Nuestros hijos viven inmersos en un mundo cotidiano pleno de irrealidad. La música, el cine, la televisión, los videojuegos, y lo que es más grave, la propia acción social y política y su traducción legal, están impregnados de una filosofía contra natura que trata de hacer pasar por cierto aquello que es ficticio, y que les impulsa, de forma suicida, a contravenir el curso natural de las cosas. Pero los buenos libros pueden ayudarlos a escapar de esa red de irrealidad, ya que en su interior todavía se guarda un mundo en el que prima lo real, y por ello son de un enorme valor.

Por supuesto, habrá que realizar una elección y una criba (de algo así trata modestamente este blog), pues no toda literatura responde a ese esquema tradicional del orden de las cosas al que me refiero.

Así que apliquémonos a la tarea, porque nuestra obligación es evitar que este nuevo y desordenado orden subvierta en nuestros hijos sus rasgos más propiamente humanos, a saber, su entendimiento y su voluntad.