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3.05.20

Tolkien para los más pequeños

Tolkien y Gimli. Obra de los hermanos Hildebrandt (Greg, 1939 -, Tim, 1939-2006).

  

   

«Una vez te relacionas con los magos y sus colegas, ya no sabes lo que pasará después».

J.R.R. Tolkien. Roverandom

 

 

No cabe duda de que J.R.R. Tolkien es uno de los autores más celebrados y populares del pasado siglo, y que su popularidad y éxito siguen gozando de una buena y robusta salud. La causa de ello es, obviamente, su magna obra El Señor de los anillos y su fiel acompañante, El hobbit. Pero los buenos aficionados a Tolkien saben que su labor literaria no se acaba ahí y que aguardan al curioso lector otros trabajos estimables por descubrir; narrativa menor, sí, pero obra de Tolkien, y a eso siempre vale la pena acercarse.

Para los más pequeños (gracias a su dedicación como padre atento y amoroso), Tolkien dejó títulos como El señor BlissRoverandom y Egidio el granjero de Ham, y ello a pesar de que creía firmemente que no existe tal cosa como escribir “para niños”, y que pensar lo contrario era un claro error, cometido normalmente por aquellos que «por cualquier razón privada (como la falta de hijos), tienden a pensar en los niños como un tipo especial de criatura, casi una raza diferente, en lugar de normales, si bien inmaduros, miembros de una familia en particular y de la familia humana en general» (Sobre los cuentos de hadas, 1947). Sin embargo, él mismo se saltó esa “regla” en algunas ocasiones, cuando era más joven y sus hijos eran pequeños, para delicia de estos y de los hijos de otros.

 

ROVERANDOM

                     Portadas de la edición española de Minotauro y de una edición inglesa.

Recientemente, en la entrada titulada El encanto de los peluches, les hablé de un cuento (El conejo de terciopelo, de Margery Williams), en el que el protagonista era un conejito de peluche que quería ser real. Roverandom va de todo lo contrario. En 1925, mientras la familia Tolkien disfrutaba de unas vacaciones en la costa, uno de los hijos, Michael, perdió en la playa su querido perrito de juguete. Para consolarlo Tolkien inventó una historia sobre un perro real convertido en juguete por un mago y sus aventuras bajo el mar y en la luna. A pesar de que el destinatario original del relato era Michael, fue John, el hermano mayor, quien quedó particularmente impresionado con la historia. 

El cuento trata de Rover (más tarde rebautizado como Roverandom), un perro transformado en un juguete por un mago, y que luego es regalado a un niño (el «niño Dos», en referencia a Michael, por ser el segundo hijo varón), quien luego lo extravía en una playa. El niño nunca olvida al perro y al final de la historia, ambos vuelven a reunirse. Entre tanto, el perro corre numerosas aventuras con un terrible dragón, una vieja y sabia ballena, varios magos y el Hombre de la Luna. 

En 1936, Tolkien terminó de dar forma escrita la historia y la presentó, junto con sus ilustraciones, a los editores, pero no se publicó hasta 1998 a título póstumo.

        Ilustraciones, Paisaje lunar y Jardines del Palacio de Merkig, obras de Tolkien.

Durante mucho tiempo el relato fue duramente criticado: que si se trataba de una mera «historia de aventuras juveniles… notable solo por su autoría», que si estaba aquejada de una «trama incoherente e inconexa». Sin embargo, algunos vieron en él algo más que un cuento bien escrito y divertido. La crítica literaria Karleen Bradford, por ejemplo, escribe que Roverandom «no sería un cuento de Tolkien si no hubiera mucho más sucediendo bajo la superficie de lo que es aparente». De hecho, hay mucho bajo la superficie de Roverandom, tanto que recientemente la crítica y el público casi se han pasado hasta el extremo, encontrando en él referencias a las mitologías inglesas, griegas, nórdicas, romanas y galesas; a Shakespeare, a Los cuentos de las 1001 Noches y a la Biblia, así como ecos de literatura infantil clásica: como Cinco niños y Eso de E. Nesbit, las historias de Alicia de Lewis Carroll, el Pinocho de Colodi, el Peter Pan de Barrie, El viento en los sauces de Grahame y Precisamente así de Kipling, entre otros.

Quizá no sea ni tanto ni tan poco. 

En realidad, es un relato entretenido y que guarda muchas similitudes con los mundos imaginarios que su autor crearía posteriormente. Al pobre Roverandom le pasa de todo: es castigado por el mago Artajerjes a ser un juguete, es regalado al niño Dos, quien lo extravía en la playa, luego es encontrado por el mago Psamathos que lo envía a la Luna volando sobre una gaviota. Allí se encuentra con el Hombre de la Luna y su perro de la luna volador, y es perseguido por el Gran Dragón Blanco. Más tarde, regresa a la Tierra y se transforma, sumergido en Mar Azul Profundo, en un perro de las olas. Explora la profundidad de los mares acompañado por un perro de mar y por la gran ballena Uin, y, en un momento de travesura, despierta a la vieja Serpiente de Mar. Pero a pesar de que el pequeño perro parece siempre sujeto a los avatares de un destino ciego, mantiene el poder de tomar las decisiones que en última instancia le sirven para determinar su suerte. De esta manera, Tolkien sugiere a los niños que ellos también tienen acceso a tal poder, el poder del libre albedrío. No importa cuán débil se sea físicamente, no importa de cuán poco poder político o económico se disponga, los hombres, y con ellos los niños, tienen la capacidad de determinar su vida moral, de optar por el bien frente al mal.

El final de Roverandom es, como diría el propio Tolkien, una eucatástrofe, un final feliz repentino e inesperado. El perrito es restaurado a su naturaleza animal y a su tamaño normal por el mago Artajerjes, vuelve a su familia y se reencuentra con el niño Dos en una especie de sueño inesperadamente hecho realidad para ambos. En el camino, como buen peregrino, crece «para ser muy sabio» y finalmente disfruta en su hogar de «una reputación local inmensa», como lo hace Sam después de volver a casa en la Comarca. 

Se ha dicho que el cuento responde al esquema típico de los Immram de la Irlanda medieval, los relatos de viajes de héroes a través del mar, con su periplo de purificación y redención. Sea o no sea así, se trata de un relato entretenido y muy bien escrito que gustará sus hijos, tal y como gustó a los de Tolkien y a los míos.

 

EL SEÑOR BLISS

                                        Portada del libro, editado por Minotauro.

El señor Bliss, al igual que Roverandom, se inspiró en parte en los juguetes infantiles de los pequeños Tolkien. Y como en el caso de Roverandom, Tolkien escribió e ilustró esta historia para deleite y entretenimiento de sus hijos. El relato ha sido publicado exactamente como nuestro autor lo creó: escrito a mano y con sus propias y divertidas ilustraciones y con transcripciones de su caligrafía en páginas opuestas. 

El señor Bliss es un excéntrico conocido por sus sombreros de copa excepcionalmente altos y por mantener a un «jirafanejo», extraña criatura con cuerpo de conejo y cuello de jirafa, en el patio trasero de su casa. Es un tipo adorable que se asemeja a Bilbo Baggins, y como él, es un soltero acomodado que vive en la cima de una colina, apartado del resto de sus vecinos. Un día el señor Bliss toma la caprichosa decisión de comprar un coche. Pero cuando se dispone a estrenar su nueva adquisición los desastres se suceden uno tras otro. Choca con todo lo imaginable en una serie de accidentes cómicos que involucran, entre otras cosas, coles, plátanos, un burro, un trío de osos y un policía. Sin embargo, lo que parecía ser una colosal catástrofe se arregla finalmente e incluso el coche amarillo de ruedas rojas (al que el señor Bliss, como es comprensible, había tomado gran antipatía) tiene una cierta función benéfica. 

                                     Dos ilustraciones del cuento, obra de Tolkien.

El señor Bliss es probablemente la primera historia para niños de Tolkien, anterior al Hobbit y a Roverandom (no tomo en consideración Las cartas de Papá Noel, 1920-1943). A diferencia de El Hobbit y RoverandomEl señor Bliss se acerca a la tipología del álbum infantil, donde el texto y las ilustraciones están integradas, en la tradición de Beatrix Potter y con toques de Edward Lear. Los comentarios irónicos del Tolkien narrador sobre sus ilustraciones a lo largo del libro («El auto está aquí (y los ponis y el burro), pero estoy cansado de dibujarlo»), también recuerdan a Precisamente así de Rudyard Kipling. Se trata de una historia para ser leída en vos alta a los niños (seguramente como se concibió).

En una carta publicada en el Sunday Times el 10 de octubre 1992, una de las nueras de Tolkien, Joan, esposa de su hijo Michael, nos revela algunos secretos de la historia; por ejemplo, que fue escrita alrededor de 1928, que los tres osos se basaron en los osos de peluche de los tres hijos de Tolkien, o que el coche conducido por el señor Bliss se inspiró en un automóvil de juguete de Christopher, el tercero de sus hijos varones. No obstante, Humphrey Carpenter informa en su biografía sobre Tolkien que las propias desventuras del escritor con su primer automóvil fueron la fuente de inspiración para algunos de los desastrosos paseos motorizados del señor Bliss. Tolkien era conocido por acelerar a través de los cruces concurridos gritando «¡Carguemos y se dispersarán!» y al parecer una vez, en un pequeño descuido, derribó un muro de piedra con el automóvil.

Un libro curioso y divertido que gustará a sus hijos. De 4 o 5 años en adelante.


EGIDIO, EL GRANJERO DE HAM

          Dos ediciones en castellano de la obra, por Círculo de lectores y por Minotauro.

Egidio, el granjero de Ham también se originó en las historias que Tolkien inventaba para divertir a sus hijos, pero en su forma final es un relato más maduro, aunque  mantiene su tono humorístico y su fácil lectura. La Universidad de Marquette (Estados Unidos de América) posee varias versiones sucesivas. Primero, está el esqueleto desnudo del cuento que Tolkien contó a sus hijos a finales de los años 20 cuando fueron atrapados en una tormenta después de un picnic. Años después, tras la publicación de El Hobbit, el escritor volvió a revisarlo para darle su forma final.

Como Bilbo y Frodo, Egidio es un héroe renuente. De hecho, no tiene el aspecto de un héroe, ni tampoco su espíritu. Es gordo y de barba roja, tranquilo, despreocupado y algo egoísta. Un día, un gigante bastante sordo y corto de vista entra por error en sus tierras y él, con más suerte que habilidad, logra asustarlo y hacerlo huir. De la noche a la mañana, Egidio se ve convertido en un héroe. Tanto es así, que cuando un genuino dragón, Crisófilax, invade el reino, la gente clama por su presencia y el rey envía a buscarlo para que se enfrente al monstruo. De esta manera, con la ayuda de una espada mágica que le regala el rey y de su valiente (y sabia) yegua gris, Egidio doma al astuto (pero no lo suficientemente astuto) dragón y en consecuencia obtiene una gran fama. Los aldeanos se liberan del codicioso rey y su decadente corte, y pasan a ser regidos y gobernados por nuestro heroico granjero en su nuevo Pequeño reino.

Según Joseph Pearce, la historia «tiene cierta afinidad con la “fantasía chestertoniana”, quizá más que cualquier otro de sus libros. Mientras que en otras obras Tolkien exhibe el sentido de maravilla de Chesterton, el «superviviente», e incluye imágenes del hombre cotidiano y del «hombre eterno», en “Egidio, el granjero de Ham” muestra el sentido chestertoniano de la diversión. Se trata de un juego ligero y bullicioso en la tradición de “La posada volante” y “El Napoleón de Notting Hill”».

Hay otras dos lecturas de la historia, en absoluto incompatibles entre sí. Una de ellas, señala que con el mal y el maligno no debe convenirse ni negociarse nada; solo vale su sometimiento y su derrota. Es una enseñanza vieja como el mundo, que está escrita en nuestros corazones y ha sido expresada de muchas y distintas formas, algunas literarias, como en el Fausto de Goethe o, en nuestra literatura, en Los Milagros de Nuestra Señora de Berceo (en la historia El milagro de Teófilo) y en El mágico prodigioso de Calderón. En este cuento Tolkien nos dice lo mismo. Los caballeros del rey han negado la realidad de los dragones y, como resultado, la mayoría termina siendo devorada por lo que no creían que existiera. Cuando olvidamos que el mal es real, nos encontramos sin preparación para defendernos de sus manifestaciones en el mundo. Y no solo los caballeros son funestamente sorprendidos, los pastores de almas, ingenuos y buenistas, corren la misma suerte: el párroco del pueblo vecino de Quercetum es un tipo bien intencionado pero estúpido, intenta convertir al dragón y termina convirtiéndose en comida de dragón.

Pero ante la inoperancia y superficialidad de los caballeros y del primer párroco, Tolkien nos muestra que puede haber hombres que trabajen en pos de la verdad y combatiendo el mal. Egidio no es un dechado de virtudes, es muy humano, egoísta y reticente a sacrificarse por el bien común enfrentándose con el dragón. Dejado a su propia naturaleza, no se movería hasta que fuera demasiado tarde para sus vecinos, para el reino, y en última instancia, para él mismo. Pero el sabio sacerdote de Ham le insta a ser más que un granjero y ver más allá de su bienestar material. El párroco modera el materialismo rústico y la practicidad política de Egidio con sabiduría espiritual y con la capacidad de vislumbrar el bien superior. Le mueve a actuar con prudencia, pero diligentemente, y ello conduce al final feliz del cuento. 

La segunda lectura nos trae otra de las moralejas de la historia. El relato es, por un lado, un canto a la rusticidad y a los valores tradicionales del campo frente al degeneración de lo urbano, representado por una corte real corrupta y disipada (una especie de Beatus ille), y por otro, una exaltación de la humildad (los últimos serán los primeros y el humilde será ensalzado), pues es un campesino quien vence al dragón y llega finalmente a ser rey. Pero esta crítica es sosegada y realista: Egidio es un hombre con defectos y faltas y esa comunidad agraria a la que devuelve a sus vecinos está también llena de fallas. Pero, aún así, se trata de un mundo mejor y más auténtico.

      Ilustraciones de Pauline Baynes (1922-2008) para Egidio, el granjero de Ham.

Tolkien no creo ninguna ilustración para el granjero Egidio, así que su editor se las encargó a Pauline Baynes, cuyas maravillosas viñetas medievales, en palabras del escritor redujeron su texto a un comentario sobre los dibujos. De inmediato, Baynes se convirtió en su ilustradora favorita y participó en varios de sus libros como El herrero de Wootton MayorLas aventuras de Tom Bombadil, y La última canción de Bilbo, así como las Crónicas de Narnia de su amigo C. S. Lewis. 

Hemos visto cómo la familia puede ser una fuente de inspiración. Para Tolkien lo fue, especialmente durante el período en que la imaginación de sus hijos giraba en torno a sus juguetes y a las historias que su padre les contaba. Deseo que sus hijos las disfruten también.

 

24.04.20

La imaginación moral y los buenos y grandes libros

                    La tierra del encantamiento. Obra de Norman Rockwell (1894-1978).

  

   

«Contar una historia es una forma de decir algo que no se puede decir de otra manera».

Flannery O’Connor

 

«A veces, los cuentos de hadas pueden decir mejor aquello que se debe decir».

C. S. Lewis

   

  

Tras leer los artículos de mi blog y saber de la intención que abriga el mismo, algunos de ustedes podrían, legítimamente, plantearse la siguiente pregunta: ¿de qué manera la lectura de los buenos y grandes libros podrá ayudar a nuestros hijos ––y a nosotros con ellos–– a encaminarse hacia la virtud? Una respuesta acude presta a nuestra mente: por medio de la instrucción. Y ciertamente esa es una de las maneras, pero no la más eficaz, sobre todo con los niños y los jóvenes. La mejor manera de empezar a cultivar el carácter moral de los más jóvenes es sumergirles en las grandes historias donde las virtudes se hacen vida, no de una manera empalagosa y dulce o a base de rígidos sermones, sino de una forma que capte y alimente su imaginación. En palabras del benedictino P. Francis Bethel, uno de los discípulos destacados de John Senior, se trata de «forjar un camino intermedio entre el adoctrinamiento y el completo caos del relativismo». Y este medio tiene un nombre y su nombre es «imaginación moral». El padre dominico Aidan Nichols (Lost in Wonder. Essays on Liturgy and the Arts, 2011) nos dice al respecto: «Las artes son o deberían ser una educación en el uso de la imaginación moral. (…) Por su esplendor, las artes pueden hacernos este servicio más eficazmente que el didactismo moral».

Bien, ¿pero, qué es eso de la imaginación moral? Al parecer, el término fue acuñado por Edmund Burke en sus famosas Reflexiones sobre la Revolución francesa (1790). Russell Kirk es quizá quien más y mejor ha desarrollado este concepto ––meramente esbozado por Burke–– presentándonos la imaginación moral como ese poder de percepción ética que va más allá de las barreras de la experiencia privada y de los acontecimientos del momento, y especialmente, como la forma superior de este poder, ejercido a través de la poesía y el arte.

 Ilustraciones de Charles E. Chambers (1883-1941) y de Joseph F. Kernan (1878-1958).

De esta manera, la imaginación moral nos permitiría ir más allá de nuestra limitada experiencia personal; nos ayudaría a percibir lo que se tiene en común con los demás y ver las cosas desde otras perspectivas, enriqueciendo nuestro conocimiento. Esto es, exactamente, lo que quiere decirnos Flannery O’Connor con su frase «nuestra respuesta a la vida es diferente si nos han enseñado solo una definición de vida o si hemos temblado con Abraham mientras sostenía un cuchillo sobre Isaac».

Pero la imaginación moral, desenvuelta a través de la lectura de los buenos y grandes libros, forma parte de algo más amplio, de una de las formas de conocimiento más importantes y más olvidadas. Una forma natural y espontánea de conocer la realidad y de experimentarla directa o indirectamente a través de la memoria y la imaginación, dramatizada por Homero y considerada esencial por Sócrates, Platón y Aristóteles. El propio Santo Tomás la denominó scientia poetica («conocimiento poético»), englobándola entre los modos de conocimiento esenciales, junto a la metafísica, la dialéctica y la retórica; quizá el menos confiable de todos ellos en términos de conocimiento empírico y mensurable, pero el más importante para poder recibir las impresiones sensoriales y emocionales de la cosa misma. Como nos dice uno de los discípulos de Senior, el Dr. James Taylor, en su obra titulada precisamente, El conocimiento poético (1998), este no es «sino una experiencia poética de la realidad». Se trata, según el autor, de un encuentro con la realidad despojado de todo análisis y especulación científica, percibiéndose aquella como bella, sobrecogedora, espontánea y misteriosa… Taylor, al definir el conocimiento poético, nos dice también que «es lo opuesto al conocimiento científico». 

Stratfor Caldecott en su libro Beauty for Truth’s Sake (2017), hablando de este tipo de conocimiento, lo describe como: «Emocional, sensorial, empático», y que involucra a toda la persona en el acto de conocer. «La intuición poética es el conocimiento por “connaturalidad” o participación, que encuentra dentro de uno algo que corresponde al objeto, y que permite saltar la barrera entre este y uno mismo. Así que una persona que mira las estrellas, aunque no pueda medirlas de la manera que exige el conocimiento científico, puede ser conducida a una parte de sí misma en la que se siente que esas grandes distancias y esos fuegos sagrados existen y poseen un significado».

Esta visión y percepción poética del mundo (enseñada por Senior y sus colegas) es profundamente cristiana, pues nace de la admiración, del asombro y del amor, a diferencia de la ciencia materialista, que ve el conocimiento como poder sobre la naturaleza y sobre el hombre mismo. 

                                       Ilustración de Margaret Tarrant (1888-1959).

El monje griego Porfirio de Kavsokalivia (proclamado santo por la Iglesia Ortodoxa) nos recuerda la importancia de esta forma poética de experimentar el mundo al decirnos que «para que una persona se convierta en cristiana debe tener un alma poética. Debe convertirse en poeta. Cristo no desea almas insensibles en su compañía. Un cristiano, aunque solo cuando realmente ama, es poeta y vive en medio de la poesía. Los corazones poéticos abrazan el amor y lo sienten profundamente». (Herido por el amor).

«Los conceptos crean ídolos, solo la admiración nos revela algo», escribió, con ese corazón de poeta, san Gregorio Nacianceno. Y en su ensayo sobre la Poética de Aristóteles (1829), el santo cardenal Newman ratifica esta idea: 

«Con los cristianos, una visión poética de las cosas es un deber; se nos pide que coloreemos todas las cosas con los tonos de la fe, para ver un significado divino en cada evento (…). Se puede agregar que las virtudes peculiarmente cristianas son especialmente poéticas: humildad, gentileza, compasión, contento, modestia, sin mencionar las virtudes devocionales, mientras que los sentimientos más groseros y ordinarios son los instrumentos de la retórica más justamente que de la poesía: ira, indignación, emulación, espíritu marcial y tono de suficiencia».

Dentro de este conocimiento poético del mundo, donde destaca como modo principal la percepción de la naturaleza creada, se encuentra también el conocimiento de la acción artística del hombre, de la subcreación a la que hacía referencia Tolkien, en la que la imaginación moral se desenvuelve. George MacDonald se refiere a ello cuando en su ensayo La imaginación: sus funciones y su cultura (1893), dice:

«Sin embargo, cuando esta asociación con la naturaleza es posible solo ocasionalmente, debe recurrirse a la literatura. En los libros, no solo tenemos almacenadas todas las obras de la imaginación, sino que, como si de su taller se tratara, podemos contemplarla encarnándose ante nuestros propios ojos en la música del habla, en la maravilla de las palabras, hasta que su trabajo, como un plato de oro engastado con brillantes joyas y adornado por las manos de astutos trabajadores, se alza ante nosotros».

            Obras de Edward B. Quigley (1895-1986) y Jessie Wilcox Smith (1863-1935).

Dennis Quinn, el colega de John Senior, en uno de sus ensayos, nos dice cómo llegar a este tipo de saber, por medio de lo que él llama (como título de su trabajo) una Educación a través de las Musas: 

«Es una educación total que incluye el corazón —la memoria, las pasiones y la imaginación— lo mismo que el cuerpo y la inteligencia. En primer lugar, las canciones de cuna y los cuentos de hadas enfrentan por vez primera al niño con el fenómeno de la naturaleza. “Brilla, brilla, estrellita” es una introducción Musical (con “M” mayúscula) a la astronomía que incluye algunas de las observaciones primarias de los fenómenos astrales y moviliza la emoción humana apropiada al caso: el asombro (…) Pero no nos engañemos: el asombro no es un sentimentalismo azucarado sino, por el contrario, una poderosa pasión, una especie de temor, una confrontación feroz con el misterio de las cosas. A través de las musas, el abismo temeroso de la realidad convoca por primera vez a ese otro abismo que es el corazón humano; y el asombro de su respuesta es, como han dicho los filósofos, el comienzo de la filosofía —no solo el primer paso—; sino el “arche”, el principio, del mismo modo en que el uno es el comienzo de la aritmética y el temor de Dios es el comienzo de la Sabiduría. Por lo tanto, el asombro da inicio a la educación y la sostiene en el tiempo».

Así que debemos tratar de que los chicos sientan y perciban el mundo poéticamente, y la lectura y la imaginación moral en que esta se desenvuelve, ayudarán a ello. Porque el arte no oculta, sino que revela, como bien dice George MacDonald en su novela Phantastes (1858):

«¿No será que el arte rescata a la naturaleza de nuestros sentidos fatigados y hartos? Abandonando la injusticia de nuestra vida diaria, apela a la imaginación, que revela a la naturaleza en su verdadera dimensión. Allí la naturaleza se presenta a sí misma como ante los ojos de un niño que, sin temores ni ambiciones, encuentra el mundo de la vida diaria a su alrededor colmado de maravillas y las disfruta sin cuestionamiento alguno». 

J. R. R. Tolkien, en su ensayo, Sobre los cuentos de hadas (1947), recoge esta idea:

«Necesitamos limpiar los cristales de nuestras ventanas para que las cosas que alcanzamos a ver queden libres de la monotonía del empañado cotidiano o familiar, y de nuestro afán de posesión. (…) Esta cotidianeidad es el castigo por la «apropiación»: los objetos cotidianos o familiares (en el peor de los sentidos) son aquellos de los que nos hemos apropiado, legal o mentalmente. Decimos que los conocemos. Son como aquellas cosas que una vez llamaron nuestra atención por su brillo, su color o sus formas y que, ya en nuestras manos, encerramos con llave en el arca, las hacemos nuestras y, una vez poseídas, dejamos de prestarles atención».

Tolkien continúa diciendo que la de forma «limpiar los cristales de nuestras ventanas», o al menos, una de ellas, es «volver a ganar la visión prístina», algo que puede alcanzarse por medio de la lectura y el ejercicio de la imaginación que a esta acompaña. 

Un caballo en el cielo, de A. Zadorine (1960-) y El barco de ensueño, de Nina Brisley (1898-1978).

Pero debemos ser conscientes de que la imaginación moral no fructifica en cualquier campo. Ha de ser plantada en tierra fértil, y, además, ha de ser regada y cultivada. Esa tierra fértil es nuestra alma, pero como bien sabemos, la tierra ha de ser previamente preparada para recibir la semilla. Así, y solo así, podrá crecer en ella un corazón poético que dé fruto. John Senior nos llama la atención sobre ello en su Muerte de la cultura cristiana (1978):

«Las ideas seminales de Platón, Aristóteles, San Agustín y Santo Tomás germinan únicamente en un suelo saturado con imaginativas fábulas, cuentos de hadas, historias, rimas y aventuras: los cientos de libros de Grimm, Andersen, Stevenson, Dickens, Scott, Dumas y el resto. (…)  Una razón más importante para leer los buenos libros que figuran aquí, y para leerlos preferentemente cuando se es joven, es preparar la imaginación y el intelecto para las ideas más elevadas de los grandes libros. No es un comentario frívolo decir que una persona que haya tomado contacto en su infancia con las rimas y los ritmos de las rimas y pareados infantiles también ha cultivado los sentidos y la mente para la lectura de Shakespeare».

Como contraejemplo de la sciencia poetica, Charles Dickens nos da una muestra de la educación “científica”, puramente material y utilitaria, por medio del personaje del maestro Thomas Gradgrind, un personaje de Tiempos difíciles (1854), epítome del científico materialista, quién ya al principio de la novela esboza su filosofía de forma clara:

«––En esta vida, no queremos nada salvo los hechos, señor; nada salvo los hechos».    

Este tipo de enseñanza conduce, según nos muestra Dickens, a un paisaje humano devastado y estéril: 

«Ninguno de los pequeños Gradgrinds había visto jamás dibujada una cara en la luna; aun antes de saber hablar con claridad, ya estaban al tanto de lo que era la luna. Ninguno de los pequeños Gradgrinds tuvo jamás ocasión de aprender aquellos idiotas versillos: “Brilla, brilla, estrellita, me pregunto quién serás”. Ninguno de los Gradgrinds sintió jamás dudas acerca del firmamento, porque cualquiera de ellos había hecho antes de los cinco años la disección de la Osa, igual que un profesor Owen, y se había montado en el Carro lo mismo que un maquinista de tren en su máquina. Ninguno de los pequeños Gradgrinds tuvo jamás la ocurrencia de comparar una vaca pastando en el campo con aquella otra vaca famosa del cuerno retorcido que dio un topetazo al perro que había molestado al gato que había matado al ratón que había limpiado el plato; ni con aquella otra aún más famosa que se tragó a Pulgarcito. Ninguno de los pequeños Gradgrinds había oído hablar jamás de todos estos personajes célebres, y únicamente se les había hecho la presentación de la vaca como un rumiante, cuadrúpedo, herbívoro, dotado de varios estómagos».

En el otro extremo, como muestra de la educación poética de que les hablo, en la novela David Copperfield (1850), el protagonista, David, nos habla de su verdadera formación, que le permite mantener viva su fantasía y su esperanza «de algo más allá de ese lugar y tiempo» y le ayuda a llegar finalmente a buen puerto:

«Mi padre había dejado una selecta colección de libros en una pequeña habitación de la planta alta a la que yo tenía acceso (porque estaba junto a la mía) y de la que nadie más en nuestra casa se preocupaba. De esa bendita habitación salieron Roderick RandomPeregrine Pickle, Humphrey Clinker [los tres, protagonistas de novelas de Tobias Smollett], Tom Jones [Henry Fielding, 1749], El vicario de Wakefield [Oliver Goldsmith, 1766], Don Quijote, Gil Blas [Alain-René Lesage, 1715] y Robinson Crusoe [Daniel Defoe, 1719], gloriosos anfitriones para hacerme compañía. Mantuvieron viva mi fantasía y mi esperanza en algo más allá de ese lugar y tiempo».

Porque aunque nos cueste creerlo y aunque podamos tardar tiempo en comprobarlo, el poder educativo de la buena literatura puede llegar a ser inmenso, ya que «moviliza la emoción humana apropiada al caso: el asombro». Y esto se pone de manifiesto con el cultivo de lo que se conoce por imaginación moral. Los animo a ponerse a ello. 

19.04.20

El encanto de los peluches

                         Peinando a Teddy. Obra de Sarah McGregor (1869-1919).

    

  

 

«Pensé en el joven con el oso de peluche paseando por debajo de los castaños en flor.»

Evelyn Waugh. Retorno a Brideshead

    

  

 

Cuenta Ulrich L. Lehner, el teólogo autor, entre otros, del libro Dios no mola (2017, Homo Legens), que el filósofo Odo Marquard encontraba ridículo cómo la gente moderna trata de huir de las grandes cuestiones de la vida creando espacios seguros en su mente. A estos espacios (que hoy se están transfigurando ya en espacios físicos), los llamaba el filósofo alemán “osos de peluche mentales”, como haciendo referencia a la idea de una vida terrenal perfecta sin dolor ni sufrimiento. Pero no voy a referirme a esos “ositos de peluche”, si no a los otros, a los auténticos, los peluches de siempre, aquellos que transitan por la niñez y que se suelen quedar en ella (hay excepciones, claro, como el joven de la cita de Waugh, Sebastian Flyte).

Del mundo literario de los muñecos de felpa infantiles ya he hablado cuando traté al peluche literario por antonomasia, el origen de todos los demás, el osito Winnie de Pooh, con sus maravillosas historias sobre un niño cuyos animales de peluche cobran vida y sus diversas personalidades y temperamentos, todo ello bajo un fino y sencillo humor.  

Pero hoy voy a tratar de algunos otros, herederos de Winnie, y como él, muy recomendables para frecuentar acompañados de los niños. 

Según los expertos en psicología y pedagogía infantil, cuando hablamos del clásico peluche de la infancia en realidad estamos ante un intermediario emocional entre el niño y la realidad. Al parecer, cuando el bebé se da cuenta de que él y su madre no son uno y toma conciencia de su individualidad, en los momentos cada vez más frecuentes de ausencia de la madre, se ve necesitado de un apoyo, de un sustituto para empezar a caminar por entre el mundo. Y este relevo es, en la mayoría de los casos, su peluche, lo que en lenguaje psicológico se denomina «objeto transicional». Sobre él, el niño proyectaría la experiencia íntima de sus primeros pasos llenándola de sentido, lo que constituiría, en gradilocuentes palabras de un conocido psiquiatra, «la expresión más temprana del impulso creativo del hombre». Por cierto, una historia, dulce y conmovedora, sobre otro típico objeto transicional ––una mantita––, es el álbum La manta de Jane, del dramaturgo Arthur Miller.

Puede que sea así; no lo sé. Pero de lo que no cabe duda es de que estos juguetes, sea lo que sea aquello que significan, son algo importante en la vida de muchos niños y adquieren para ellos un significado muy especial. No es por tanto nada extraño que hayan sido objeto de atención por parte de los literatos.  

En los peluches como protagonistas de obras de literatura infantil se aúnan las condiciones de los animales y los juguetes como objetos típicos de fabulación, dando lugar a un tipo nuevo que reúne características de unos y otros. Ejemplos de este subgénero son El Conejo de Terciopelo (1922) de Margery Williams, Corduroy (1968), de Don Freeman, y Peluche (1977) de Shirley Hughes. 

  

El conejo de terciopelo (1922), de Margery Williams

 

                                  Edición original del libro, y dos ediciones en español. 

La autora nos cuenta la historia, tierna y atemporal, de un conejo de peluche y sus ansias por convertirse en un ser real… y quizá también algo más. Este álbum clásico, además de relatar de una forma dulce y certera la relación afectiva entre un niño y su peluche, puede ser también objeto de una lectura trascendente. Y es que la posibilidad de que alguien pueda llegar a alcanzar una existencia real, y que el camino para lograrlo ––un camino duro y sufriente–– sea amar y ser amado tiene un eco cristiano difícil de silenciar.  

––“Lo real no es como estás hecho”, dijo el Caballo de cuero. ––“Es algo que te pasa a ti. Cuando un niño te ama por mucho, mucho tiempo, no sólo para jugar, sino que realmente te ama, entonces te vuelves real”. 

––“¿Duele?” preguntó el Conejo. 

––“A veces”, dijo el Caballo de cuero, porque siempre era sincero. ––Pero cuando eres real ya no te importa que te hagan daño. 

–– “¿Te sucede de pronto, como cuando te dan cuerda, o poco a poco?”, preguntó. 

 –– “Eso no te ocurre repentinamente”, ––dijo el Caballo de cuero. “Te vas haciendo poco a poco y tarda mucho tiempo. Por eso no le suele ocurrir a los que se quiebran con facilidad, o a los que tienen bordes afilados, o a los que se guardan cuidadosamente. Generalmente, cuando te haces real, casi todo tu pelo se ha desgastado, tus ojos se han salido, tus articulaciones están sueltas y te sientes muy maltrecho. Pero estas cosas no importan ya, porque una vez que eres real ya no puedes ser feo, excepto para la gente que no entiende”».

El filósofo católico alemán Robert Spaemann nos lo dice con otras palabras:

«Cuando algo –o alguien– se nos hace real en cuanto ello mismo, ¿cómo llamamos a eso? Ahí hablamos de amor. El amor es el hacerse real del otro para mí. Educación para la realidad es, por tanto, otra forma de decir educación para el amor».  

Como nos dice san Pablo «… despojaos del hombre viejo y (…) revestíos del hombre nuevo», (…) «y por encima de todo, revestíos del amor que es el vínculo de la perfección».

Encantará a sus hijos tal y como les sucedió a los míos. De 5 a 8 años.

 

Corduroy (1968), de Don Freeman

 

                La portada del álbum y algunas de sus ilustraciones a cargo del autor.

El álbum nos cuenta, iluminado con unos deliciosos dibujos del autor, la historia de Corduroy, un pequeño oso de peluche, que, desgastado y viejo por estar expuesto largo tiempo en los estantes de unos grandes almacenes, ha perdido la esperanza de que algún niño se le lleve a casa. Sin embargo, un día una pequeña llamada Lisa se fija en él, y desde ese momento sabe que es el oso que siempre ha querido. Aunque su madre no es de la misma opinión; se trata, según ella, de un peluche viejo y desgastado al que incluso le falta un botón. Esa noche Corduroy intenta encontrar el botón que le falta recorriendo los grandes almacenes: ¡desea tanto ser el osito de Lisa! Finalmente, tras una serie de aventuras, Corduroy y Lisa conseguirán estar juntos. 

«Corduroy se basa en una recurrente fantasía infantil», dice Anita Silvey, experta en libros infantiles y autora de ‘Los 100 mejores libros para niños’. «Los niños saben que cuando salen de la habitación sus juguetes tienen todo tipo de aventuras; es el tipo de fantasía que subyace en ‘Toy Story’ y en ‘Corduroy’». Y continúa: «El encanto de la historia se extiende a los dibujos de Don Freeman. Es un libro conmovedor y es recordado por los niños por su sutil mensaje de que el interior, más que el exterior, es lo que realmente importa».

Efectivamente, la historia enseña a los niños que ni la belleza exterior ni las cualidades aparentes y más valoradas por el mundo tienen nada que ver con el verdadero amor, y que todo esfuerzo sincero por ser amado conduce irremediablemente a él. Chesterton nos lo señaló en su Ortodoxia (1908): «Dicho sin rodeos, la caridad ciertamente significa una de dos cosas: perdonar actos imperdonables o amar a personas no amables».

Para niños entre 5 y 8 años.

 

Peluche (1977), de Shirley Hughes

 

                               Portada del libro y algunas de sus ilustraciones.

Este pequeño cuento, escrito y magníficamente ilustrado por Shirley Hughes, relata otra historia intemporal: a los niños siempre les encantarán los juguetes de peluche y los niños también los perderán siempre. El libro cuenta cómo David se siente triste y desolado por haber extraviado su perrito de peluche del que es inseparable, pero también relata como una serie de felices circunstancias llevan a su hermana mayor Blanca ––quien lleva a cabo el gesto más valioso de toda la historia­­––, a arreglar las cosas.

Shirley Hughes recoge brillantemente en este álbum el drama que puede desencadenarse cuando un niño pierde su peluche preferido, así como la generosidad y el sacrificio que el amor fraternal puede llegar a despertar aún en las más tiernas edades, ilustrando la idea cristiana del amor al prójimo y de que lo mejor que se puede hacer con las buenas cosas de la vida es regalarlas a quien las necesite.

«Ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros por su pobreza os enriquezcáis». 

(2 Co, 8, 9).

Acompañan a la historia, iluminándola, las brillantes ilustraciones de la autora, sumamente expresivas, con páginas de un grafismo secuencial que guarda gran similitud con el comic o la historieta, pero sin perder el tono del álbum ilustrado clásico. 

Como puede verse, el libro tiene de todo; maravillosa ilustración, conflicto y resolución, un final conmovedor que encantará a los niños desde los 4 o 5 años.

14.04.20

El juego y los buenos libros (¡hay que ser más serios con el juego!)

                              El corro de las rosas, obra de Frederick Morgan (1847-1927).

 

   

«El verdadero objetivo de toda vida humana es jugar».

 

G. K. Chesterton

 

«No dejamos de jugar porque envejecemos; envejecemos porque dejamos de jugar». 

 

George Bernard Shaw

   

  

De un tiempo a esta parte, el utilitarismo viene subvirtiendo el ideal clásico, expresado por Aristóteles, de que para el hombre, el juego y la maravilla son el principio de la sabiduría. El verso de Stevenson, «tan lleno el mundo está de cosas miles, que debemos cual reyes ser felices», puesto en labios de un niño que canta alegremente, recoge este espíritu. Es verdad, el mundo esta lleno de cosas bellas, cosas que se conmueven («hay lágrimas de las cosas» nos dice Virgilio), y cosas que nos conmueven («allí vive la más querida frescura, en lo más profundo de las cosas», como canta Manley Hopkins). Pero es preciso reparar en ellas, ser conscientes de que existen. Y el juego fue siempre un modo de adentrase, entre seguro y temeroso, en los tesoros de lo creado. 

Que el juego, el verdadero juego, es algo propiamente humano, nunca ha sido puesto en duda. ¿No era Schiller quien decía que «solo juega el hombre cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y solo es plenamente hombre cuando juega»? Y hace no mucho, el historiador John Huizinga, en su ya clásica obra Homo ludens, vuelve a recordárnoslo cuando nos cuenta que el juego nace con el hombre, que existió antes de toda cultura y que toda cultura surge en forma de juego. Es más, es algo natural en los niños. Como nos recuerda san Agustín de su infancia en sus Confesiones«Me gustaba jugar». 

Pero esta idea clásica de juego ha sido prostituida por la modernidad. Ya no es un lance pedagógico, un ritual iniciático que sirve de salvoconducto para internarse en la realidad del mundo creado. Ha sido reconducido ––y en el proceso, deformado–– hacia las entrañas de un artefacto. Y en este trance de progreso, el hombre es aislado de su interior y guarnecido de su exterior. Se le priva de meditación y de contemplación y, a cambio, se le proporciona una ración de tensión mecánica e irreflexiva sumida en la inmovilidad. Este es el escenario lúdico del mal llamado juego virtual. 

 

                               Mañana de Navidad. Óleo de Carl Larsson (1853-1919).

Pero el juego no es esto. Los niños lo saben… o lo sabían hasta hace poco. 

Hay una parábola de Nuestro Señor (Mt. 11, 16-19), cuya enseñanza, si bien no apunta a lo que voy a decir a continuación, puede servir para ilustrarlo. Nos cuenta el Señor: hay unos niños en la plaza; tratan de jugar a un juego en el que unos imitan una fiesta de bodas y un entierro, y otros, en principio, observan con el propósito de participar como público. Pero, pronto, los actores se aperciben de que algo no va bien con sus espectadores. Parece que los niños que hacen de “público” no quieren jugar, porque no responden a ninguna incitación, ni a la música alegre de la flauta ni a los cantos fúnebres, pues ni ríen, ni danzan, ni lloran. No se mueven. No reaccionan, no responden debidamente. En una palabra: no juegan. ¿Es pasividad? ¿es indiferencia? ¿es evasión de la realidad? Hay desidia, tristeza, desinterés… hay mediocridad, y esto es así porque no hay juego. 

 

                             La gallina ciega. Óleo de Edmond Castan (1817-1892). 

Y hoy tampoco lo hay. Esto no ha pasado desapercibido a las instancias científicas. En un reciente informe sobre el juego infantil (2007), la Academia Americana de Pediatría (AAP) esbozó una serie de beneficios asociados al juego libre que, según allí se cuenta, se están perdiendo a causa de su dramático abandono. Y aunque no son ninguna novedad, pues tales provechos han sido desde siempre conocidos, no estará de más recordarlos:

  • El juego permite a los niños usar su creatividad y desarrollar su imaginación, destreza e inventiva.
  • Les anima a interactuar con el mundo que les rodea.
  • Les ayuda a conquistar sus miedos y construir su confianza.
  • Les enseña a trabajar en grupos, a que aprendan a compartir y resolver conflictos.

Sin embargo, estas conductas lúdicas se van haciendo más y más raras y de manera progresiva se van concentrando en grupos de cada vez menor edad. La infancia se reduce. Del juego libre en el parque se pasa a la discoteca light y poco después al botellón, y todo ello a una velocidad de vértigo. Según explican los expertos, a los pequeños se les da acceso a conductas libres de control sin el correlato de la responsabilidad que habría de acompañarlas, y la diferencia entre madurez biológica y social se dilata a cada paso.  

 

 

                                 El pequeño Nimrod. Óleo de James Tissot (1836-1902).

Bien, pero… ¿qué relación tiene el juego con los grandes y buenos libros? Porque, a priori, cuando se lee no se juega. Semejan ser dos actos incompatibles. Sin embargo, la vinculación existe, aunque no es evidente. La imposibilidad de practicar a un tiempo dos actividades no es razón para entender que no dependan una de la otra o de que ambas no estén interrelacionadas. Así ocurre con el juego de verdad y la lectura, que desde siempre mantienen una mutua y muy sana correspondencia. 

Acabo de calificar al juego como «verdadero», pero ¿a qué me refiero con este epíteto? Pues a la ocupación humana que consiste en construir o idear algo sin finalidad práctica alguna. Ese algo, que se modela a través de la imaginación, es un nuevo mundo, simbólico, autosuficiente y personal; un pequeño universo ideal en cuyo interior se desarrolla una actividad (una vida) que se da a sí misma sus leyes, sus premios y sus sanciones. Ese mundo tiene que ver, desde luego, con el de la vida real, con la existencia cotidiana, a la que imita y refleja, pero a la que también altera y modifica a modo de ensayo. 

Si esto es así, ¿hay realmente diferencias entre crear libremente un juego y jugar a él, y jugar a un juego dado? Las hay. Tanto como que uno es verdadero juego y el otro, en muchas ocasiones, no lo es. Hoy en día nuestros hijos juegan cada vez más sobre la base de sofisticadas estructuras lúdicas creadas a sus espaldas. Son meros ejecutores e incluso en muchos casos, no pasan de ser más que observadores de los efectos y reacciones de las que no son autores y de las que nada saben. Antes no era así. El juego bien jugado exigía mucho más de los chicos. De entrada, se veían en la tesitura de inventar ellos mismos juegos, con sus reglas, variaciones o estrategias. Con muy pocos elementos levantaban grandes juegos (a los que todavía llegamos a jugar nosotros, los que hoy somos padres, contribuyendo en ocasiones con nuestro granito de arena creativa). Estos juegos de siempre nacieron de una libertad de acción y pensamiento que tenía su motor en la necesidad. Ello permitía a los niños crear algo por sí mismos, algo que ansiaban en su propio corazón. Cuantos más juegos creaban, más variedad de personajes y objetos de utilería tenían que imaginar, y más complejo se volvía el juego. Algunos incluso requerían el desarrollo de personajes que interactuaban unos con otros utilizando objetos imaginarios y siguiendo un determinado guion. Todo esto exigía un gran esfuerzo de creatividad y, sobre todo, de imaginación. Y es aquí, en la imaginación, donde está el lugar de encuentro entre el juego y los libros.

 

 

                                Jugando a la pídola. Óleo de Raffaello Sorbi (1844-1931).

La palabra, oral o escrita, ha tenido desde siempre una relación estrecha con el juego. Esta relación se pone de manifiesto en el uso recreativo y placentero del lenguaje: el doble sentido de las palabras, las charadas, los retruécanos, las adivinanzas, los trabalenguas, o simplemente el placer de recitar de memoria retahílas, refranes o dichos, sea por presunción, sea por el placer de sentir el dominio sobre la lengua, sea por el goce de escuchar su musicalidad o su armonía. 

Pero hay una segunda razón de ser para ese juego literario, para esa actividad lúdica que constituye la lectura de los grandes y buenos libros. Su trato frecuente alimentará el ingenio, la creatividad y la facultad de percepción. Y esto dará lugar a un sano desarrollo de la imaginación. Con la transformación de esa riqueza de fantasía y asombro en nuevas ilusiones y ficciones, estas serán objeto de juegos, que a su vez, facilitarán la inmersión de los niños en la maravilla del mundo. Un mundo imaginado que será una segunda fuente de alimento espiritual y poético. Porque, como sabemos, de los dos caminos que conducen a la contemplación, uno está pavimentado con palabras y otro se extiende ante nosotros como un misterioso sendero bajo un cielo estrellado.

 

 

                     La vuelta al mundo, óleo de André Henri Dargelas (1828 - 1906).

Y así, como dice el profesor Anthony Esolen, ante la sorpresa al contemplar la inmensidad y belleza del mundo, fuente natural del temor y majestad de lo creado, los niños soñarán y «la inmensidad del cielo llevará naturalmente su mente a contemplar los infinitos, en una visión apta para asociar ese cielo sin fin con la expansión del espíritu, con alegría, libertad y santidad». No en vano, el lema del conocido Programa de Humanidades Integradas (PHI) de la Universidad de Kansas, del profesor John Senior y sus colegas Nelick y Quinn ––donde se combinaban sabiamente estos dos caminos––, rezaba, expresivamente, «Nascantur in admiratione» («que nazcan en el asombro»), como una clara declaración de los principios a los que me acabo de referir. 

De esta manera, los chicos pasarán a percibir doblemente, a través del asombro de las letras y a través de la maravilla de lo creado, dando lugar a un circulo virtuoso de juego y lectura, de lectura y juego, en el que el hilo conductor será la imaginación. 

Por eso, deleitarse con los buenos libros y contemplar con asombro la naturaleza les enriquecerá y hará que atesoren en sus corazones las provisiones necesarias para alimentar esa imaginación tan necesaria como escasa en nuestro mundo de hoy.

Y termino con la cita completa de Chesterton con la que he dado comienzo a este escrito: 

«No solo se puede decir mucho en alabanza del juego, sino que es posible decir las cosas más altas en elogio del mismo. Podría mantenerse razonablemente que el verdadero objetivo de toda la vida humana es jugar. La Tierra es un jardín de tareas; El Cielo un patio de recreo».

 

8.04.20

El mejor de los libros para leer y escuchar

                      Leyendo la Biblia. Óleo de Hermann Kaulbach (1846-1909).

  

    

«Escudriñad las Escrituras, ya que en ellas creéis tener la vida eterna: son ellas las que dan testimonio de Mí»

(Juan 5,39)

      

 

El Dr. Samuel Johnson era un creyente cristiano, pero negó la posibilidad de una literatura espiritual: «El bien y el mal eternos son demasiado pesados para las alas del ingenio. La mente se hunde bajo ellos, contenta con una creencia de tranquila y humilde adoración». Sin duda, Johnson se refería al ingenio puramente humano, dejado a su suerte y ventura, sin auxilios, ni guías, ni inspiraciones.

Pero, ¿y sí no estamos hablando de hombres?, ¿y si el literato es, en último término, la Divinidad? ¿Y si hablamos de la Biblia?

La Biblia es, nosotros los cristianos lo sabemos, la palabra de Dios, aquello que Dios ha querido mostrarnos de sí mismo, y también aquello que Dios ha querido mostramos de nosotros mismos. Como dejó dicho Soren Kierkegaard, «cuando lees la Palabra de Dios, debes estar constantemente diciéndote a ti mismo: ´me está hablando a mí, y sobre mí´». Pero no es solo esto (aunque lo es preferentemente), sino que también es, como no podía ser de otra manera viniendo de Dios, belleza, belleza en forma de palabra. Dios no solo ama lo bello y se expresa a su través, sino que Él mismo es la Belleza. Por eso, dado que Él inspiró a los escritores que compusieron el Libro («los hombres hablaron de parte de Dios, impulsados por el Espíritu Santo», 2 Pedro 1, 21), la forma literaria de la Biblia es expresión de esa Belleza, y por ello su lectura, contemplación y disfrute (independientemente, y, además, de aquello que nos transmite), es otra vía para acercarnos a Él que no puede olvidarse.

Podemos decir, pues, que en las Sagradas Escrituras está la belleza en toda su amplitud: es el mismo amor de Dios hecho palabras. Es la belleza del exceso del amor, de la caridad que impulsa al Dios inmortal a hacerse hombre y morir por nosotros los hombres a fin de darnos la condición de hijos suyos. El bonicellus de los medievales, donde lo bello es lo bueno y a un tiempo humilde.

Es extraordinario el efecto que esta belleza, profunda, solemne, sencilla y tremenda ha producido en las almas de muchos de los hombres, incluso no creyentes, que se han aproximado a la Biblia. Un inmenso y sobrenatural poder de seducción, fascinación y encanto es irradiado desde sus páginas.

 

 

                          Evangelio de San Juan. Evangelios de Grimbald (1010-1023).

Un solo párrafo del polígrafo Holbrook Jackson podría bastar para ilustrar el poderoso influjo de las Escrituras. Dice, en su curiosa y fascinante Anatomía de la bibliomanía (1930):

«El Dr. Johnson visitaba al poeta William Collins en su pobre alojamiento en Islington y este lo recibió con un Nuevo Testamento en su mano: “Tengo solamente un libro”, dijo él, “pero es el mejor”. Cuando a Santo Tomás de Aquino se le preguntó de qué manera un hombre podría aprender, respondió: “leyendo un libro, esto es, la Biblia”; Cuando Sir Walter Scott estaba cerca de su final, le pidió a su amigo Lockhart que lo llevara a la biblioteca de Abbotsford y lo colocara cerca de la ventana para que pudiera mirar una vez más el campo; despues, pidió a su amigo que le leyera y cuando este le preguntó qué libro, dijo: “¿Necesitas preguntar? Sólo hay uno”, refiriéndose a las Sagradas Escrituras. Al mismo libro se refería el cardenal Newman cuando dijo: “Es nuestro deber vivir entre los libros, sobre todo para vivir de un libro, y muy antiguo”. Hyperius sostiene que por medio de esta obra la mente es erigida de todas las cuitas y preocupaciones mundanas, y con mucha quietud y tranquilidad, porque, como dice san Agustín, es “scientia scientiarum, omni melle dulcior, omni pane suavitud, omni vino hilarior” (es la ciencia de las ciencias, más dulce que cualquier miel, más tierna que cualquier pan, más reconfortante que cualquier vino). Porque, como bien dijo san Juan Crisóstomo, “las ramas y las hojas de los árboles se inclinan para que los ganados queden cubiertos y a salvo del caluroso día de verano, y los refrescan con su aceptable sombra; cuanto más la lectura de las Escrituras ampara y consuela a un alma angustiada de dolor y aflicción”. Ninguna canción, para Milton, “es comparable a las canciones de Sion; ninguna oración igual a la de los Profetas”. Y para Coleridge, “Homero y Virgilio son repugnantemente mansos y Milton apenas tolerable después de Isaías o la epístola de San Pablo a los hebreos”». (The anatomy of Bibliomania. Holbrook Jackson, 1930).

Pero este maravilloso efecto no solo está reservado a los grandes hombres. Como cristianos, sabemos de la preferencia de Nuestro Señor por los más pequeños. Este párrafo, perteneciente al magnífico libro del Dr. Anthony Esolen, 10 maneras de destruir la imaginación de tu hijo (2010, Homo Legens), donde el autor habla de su infancia, puede también ilustrarnos:

«Uno de mis primeros recuerdos es el de un libro. No tenía aún cuatro años cuando empecé a leerlo; nadie sabe decirme cómo sucedió. Teníamos solo un puñado de libros en casa. (…) Pero había un libro que nunca podré olvidar

(…)

El libro tenía una fragancia especial, no como papel de fábrica, sino algo así como pergamino perfumado. Eso también lo hacía sagrado. (…) En la parte interior de la portada había una ilustración de un hombre con barba, con rayos como cuernos que salían o penetraban en su frente. El hombre descendía de una montaña. Llevaba grandes tablas de piedra que tenían escrito: “Yo soy el Señor tu Dios, no tendrás dioses extranjeros en lugar de mí”. Yo tenía, incluso entonces, una intuición de lo que aquello significaba: una potente, aunque difusa, certeza infantil del Ser más allá de los seres, del Dios que lo hizo todo y lo gobierna todo. (…) En el interior de la contraportada había una ilustración similar de Jesús (no recuerdo tiempo alguno en el que no reconociera una imagen de Jesús) de pie en una ladera, predicando a la gente que estaba abajo. Esta vez, el pie de la imagen comenzaba: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. Todavía le doy vueltas a eso.

(…)

Así que empecé por la primera página y leí estas palabras: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra, y la tierra estaba vacía y las tinieblas estaban sobre la superficie del abismo, y el espíritu de Dios se movía sobre las aguas”. (…) Pero las palabras que produjeron estupor en mi mente fueron las tres primeras: “En el principio”.

Ahí había un tiempo anterior a todo lo que yo pudiera recordar; algo más viejo que mi perro o mi casa, o incluso mi madre y mi padre. (…) Esto agitó mi mente en sus oscuras e insondables profundidades. Podía preguntarle a mi padre, “¿cómo era cuando eras un niño?” y “¿cuéntame cómo solías subirte a los vagones del tren?” y “¿cómo podías ver algo cuando estabas en las minas?”, pero nunca podría preguntarle: “¿cómo era todo en el principio?” Una pregunta así estaba infinitamente lejos de mi pequeño mundo, pero he aquí que ahora me enseñaban que lo que fue en el principio ayuda a explicar cómo es el aquí y ahora. Eso también era un misterio. Sabía que había nacido, y ahora sentía un golpecito en el hombro, como de un extraño que me susurrara al oído: “Y no solo has nacido”. 

Luego vinieron las palabras que inundaron mi mente, palabras extrañas que ningún narrador de historias que yo hubiera conocido concebiría: “Entonces Dios dijo: ‘Que se haga la luz’, y la luz se hizo”.

(…)

Después de eso dejé de leer en orden, y fui dando saltos alrededor del libro, especialmente en el Antiguo Testamento (…). Pero no piensen que mi imaginación fue despertada principalmente por la emoción de estas historias. (…) No eran simples naderías para niños. Eran historias arraigadas en el corazón de nuestro ser humano. (…) En otras palabras, no podías leer una sola línea sin ser consciente de esas primeras palabras, “En el principio”, porque todas aquellas historias trataban finalmente sobre las obras de ese Padre misterioso que lo hizo todo».

 

             Lectura de la biblia familiar. Herman Frederik Carel ten Kate (1822-1891). 

Todos estos ejemplos ponen de manifiesto la importancia de acercarse a la lectura de las Sagradas Escrituras, seamos niños o seamos hombres. Y la belleza y armonía de sus formas es, además de un bien en sí mismo, una manera de atraernos a ella y dejar que nos inspire por ella. 

La mayoría de la belleza que transita las obras de la denominada cultura occidental bebe, consciente o inconscientemente, de este manantial original. La multiplicidad de géneros literarios que podemos encontramos si nos adentramos en la lectura de la Biblia es asombrosa; por cierto, todos ellos originados o sublimados en sus páginas: salmos y crónicas, canciones y parábolas, epigramas y consejos, epístolas y apocalipsis. Pero no es solo esto. La sencillez del estilo es pareja a su profundidad. Sobre esta cuestión de la profundidad, Peter Kreeft comenta que es «como si hubiese sido escrito en el Cielo», y continúa:

«Sus palabras son como grandes columnas hundidas, una por una, en la tierra. Sus palabras son palabras verticales; juntan el Cielo con la tierra».

Esta profunda sencillez es resaltada por el famoso crítico literario Northrop Frye, quien dice al respecto: «La simplicidad de la Biblia es la simplicidad de la majestad… su simplicidad expresa la voz de la autoridad».

No es un secreto que para llegar al corazón de los hombres es muy conveniente hacer gala de un impulso dramático. Los seres humanos amamos los dramas, las historias, aquello que se nos muestra a través del relato de la vida de otros. Y Quien nos creó hace uso de ello como nadie podría hacerlo. El poeta inglés Samuel Taylor Coleridge lo expresó así: «¿Conociste algún libro que te llegara al corazón tan a menudo y tan profundamente?». «El estilo bíblico», escribe el literato Henry Seidel Canby, «es elocuente e inigualable en expresividad emocional». Cierto, combina la gravitas clásica con la urgencia moderna, y la fascinación con la trascendencia. No podía ser de otra manera tratándose de la Verdad. El ensayista inglés William Hazlitt pone de manifiesto esta maravilla: «En todas las partes de la Escritura hay originalidad, vastedad de concepción, profundidad y ternura de sentimientos y una simplicidad conmovedora».

Pero, si esto es así, ¿que ocurre hoy? ¿Alguien lee la Biblia? Y, sobre todo, ¿algún niño, algún joven, lee hoy la Biblia? Viendo estos testimonios tan elogiosos y admirativos, provenientes de creyentes y no creyentes, tendríamos que pensar que sí, que por supuesto que sí. Pero me temo que estaríamos equivocados. Ni eruditos ni sabios, ni prudentes ni necios, así como tampoco niños o jóvenes; casi nadie la lee ya.  

En lo que respecta a los católicos, reconozcámoslo, hay una especie de recelo a leer las Sagradas Escrituras, un miedo a protestantizarse (que curiosamente no existe en muchos otros ámbitos como en la liturgia, donde ese peligro es ya una realidad). Pero este temor es infundado. Hoy y siempre, la postura correcta ante el gran Libro es la misma, y nos la da Nuestro Señor Jesucristo en la cita que abre esta entrada: «Escudriñad las Escrituras».

No por nada dirá san Jerónimo: «Desconocer la Escritura es desconocer a Cristo». San Pablo en su segunda carta a Timoteo nos dice también: «Toda la Escritura es divinamente inspirada y eficaz para enseñar, para convencer (de culpa), para corregir y para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, bien provisto para toda obra buena».  

Hasta nuestro Cervantes, por boca de su Quijote, nos lo recalca, pues según él las Sagradas Escrituras «tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo; que a un fin tan sin fin como este ninguno otro se le puede igualar».

 

       Monja leyendo las Sagradas Escrituras. Obra de Hermann Kaulbach (1846-1909). 

Además, los católicos tenemos una pequeña gran ventaja cuando nos aproximamos al Libro de los libros. Tenemos una guía: la Iglesia. La Iglesia es nuestra maestra y nos acompañará siempre en ese viaje lector. «La Sagrada Escritura está escrita principalmente en el corazón de la Iglesia, más que en documentos y registros», nos enseña el Catecismo, «porque la Iglesia lleva en su Tradición el memorial viviente de la Palabra de Dios» (CIC 113). Y eso es una garantía frente al naufragio y el extravío que sufren otros.

Así que quizá sea conveniente que nuestros hijos, y nosotros con ellos, frecuenten ese maravilloso, único y sobrenatural libro, donde la forma se aúna con el mensaje y donde la Belleza se hermana e identifica con la Verdad; pero siempre, siempre, acompañados del Magisterio y la Tradición de la Iglesia. 

Y finalizo con otra cita, esta vez de otro de los Padres, san Isidoro, que nos da una última instrucción fundamental:

«La doctrina, sin la ayuda de la gracia, aunque resuene en los oídos, nunca penetra en el corazón; hace ruido por fuera, pero en nada aprovecha interiormente. En cambio, cuando la gracia de Dios toca interiormente el alma y le abre la inteligencia, entonces es cuando la Palabra de Dios pasa desde los oídos a los más íntimo del corazón».