El encanto de los peluches

                         Peinando a Teddy. Obra de Sarah McGregor (1869-1919).

    

  

 

«Pensé en el joven con el oso de peluche paseando por debajo de los castaños en flor.»

Evelyn Waugh. Retorno a Brideshead

    

  

 

Cuenta Ulrich L. Lehner, el teólogo autor, entre otros, del libro Dios no mola (2017, Homo Legens), que el filósofo Odo Marquard encontraba ridículo cómo la gente moderna trata de huir de las grandes cuestiones de la vida creando espacios seguros en su mente. A estos espacios (que hoy se están transfigurando ya en espacios físicos), los llamaba el filósofo alemán “osos de peluche mentales”, como haciendo referencia a la idea de una vida terrenal perfecta sin dolor ni sufrimiento. Pero no voy a referirme a esos “ositos de peluche”, si no a los otros, a los auténticos, los peluches de siempre, aquellos que transitan por la niñez y que se suelen quedar en ella (hay excepciones, claro, como el joven de la cita de Waugh, Sebastian Flyte).

Del mundo literario de los muñecos de felpa infantiles ya he hablado cuando traté al peluche literario por antonomasia, el origen de todos los demás, el osito Winnie de Pooh, con sus maravillosas historias sobre un niño cuyos animales de peluche cobran vida y sus diversas personalidades y temperamentos, todo ello bajo un fino y sencillo humor.  

Pero hoy voy a tratar de algunos otros, herederos de Winnie, y como él, muy recomendables para frecuentar acompañados de los niños. 

Según los expertos en psicología y pedagogía infantil, cuando hablamos del clásico peluche de la infancia en realidad estamos ante un intermediario emocional entre el niño y la realidad. Al parecer, cuando el bebé se da cuenta de que él y su madre no son uno y toma conciencia de su individualidad, en los momentos cada vez más frecuentes de ausencia de la madre, se ve necesitado de un apoyo, de un sustituto para empezar a caminar por entre el mundo. Y este relevo es, en la mayoría de los casos, su peluche, lo que en lenguaje psicológico se denomina «objeto transicional». Sobre él, el niño proyectaría la experiencia íntima de sus primeros pasos llenándola de sentido, lo que constituiría, en gradilocuentes palabras de un conocido psiquiatra, «la expresión más temprana del impulso creativo del hombre». Por cierto, una historia, dulce y conmovedora, sobre otro típico objeto transicional ––una mantita––, es el álbum La manta de Jane, del dramaturgo Arthur Miller.

Puede que sea así; no lo sé. Pero de lo que no cabe duda es de que estos juguetes, sea lo que sea aquello que significan, son algo importante en la vida de muchos niños y adquieren para ellos un significado muy especial. No es por tanto nada extraño que hayan sido objeto de atención por parte de los literatos.  

En los peluches como protagonistas de obras de literatura infantil se aúnan las condiciones de los animales y los juguetes como objetos típicos de fabulación, dando lugar a un tipo nuevo que reúne características de unos y otros. Ejemplos de este subgénero son El Conejo de Terciopelo (1922) de Margery Williams, Corduroy (1968), de Don Freeman, y Peluche (1977) de Shirley Hughes. 

  

El conejo de terciopelo (1922), de Margery Williams

 

                                  Edición original del libro, y dos ediciones en español. 

La autora nos cuenta la historia, tierna y atemporal, de un conejo de peluche y sus ansias por convertirse en un ser real… y quizá también algo más. Este álbum clásico, además de relatar de una forma dulce y certera la relación afectiva entre un niño y su peluche, puede ser también objeto de una lectura trascendente. Y es que la posibilidad de que alguien pueda llegar a alcanzar una existencia real, y que el camino para lograrlo ––un camino duro y sufriente–– sea amar y ser amado tiene un eco cristiano difícil de silenciar.  

––“Lo real no es como estás hecho”, dijo el Caballo de cuero. ––“Es algo que te pasa a ti. Cuando un niño te ama por mucho, mucho tiempo, no sólo para jugar, sino que realmente te ama, entonces te vuelves real”. 

––“¿Duele?” preguntó el Conejo. 

––“A veces”, dijo el Caballo de cuero, porque siempre era sincero. ––Pero cuando eres real ya no te importa que te hagan daño. 

–– “¿Te sucede de pronto, como cuando te dan cuerda, o poco a poco?”, preguntó. 

 –– “Eso no te ocurre repentinamente”, ––dijo el Caballo de cuero. “Te vas haciendo poco a poco y tarda mucho tiempo. Por eso no le suele ocurrir a los que se quiebran con facilidad, o a los que tienen bordes afilados, o a los que se guardan cuidadosamente. Generalmente, cuando te haces real, casi todo tu pelo se ha desgastado, tus ojos se han salido, tus articulaciones están sueltas y te sientes muy maltrecho. Pero estas cosas no importan ya, porque una vez que eres real ya no puedes ser feo, excepto para la gente que no entiende”».

El filósofo católico alemán Robert Spaemann nos lo dice con otras palabras:

«Cuando algo –o alguien– se nos hace real en cuanto ello mismo, ¿cómo llamamos a eso? Ahí hablamos de amor. El amor es el hacerse real del otro para mí. Educación para la realidad es, por tanto, otra forma de decir educación para el amor».  

Como nos dice san Pablo «… despojaos del hombre viejo y (…) revestíos del hombre nuevo», (…) «y por encima de todo, revestíos del amor que es el vínculo de la perfección».

Encantará a sus hijos tal y como les sucedió a los míos. De 5 a 8 años.

 

Corduroy (1968), de Don Freeman

 

                La portada del álbum y algunas de sus ilustraciones a cargo del autor.

El álbum nos cuenta, iluminado con unos deliciosos dibujos del autor, la historia de Corduroy, un pequeño oso de peluche, que, desgastado y viejo por estar expuesto largo tiempo en los estantes de unos grandes almacenes, ha perdido la esperanza de que algún niño se le lleve a casa. Sin embargo, un día una pequeña llamada Lisa se fija en él, y desde ese momento sabe que es el oso que siempre ha querido. Aunque su madre no es de la misma opinión; se trata, según ella, de un peluche viejo y desgastado al que incluso le falta un botón. Esa noche Corduroy intenta encontrar el botón que le falta recorriendo los grandes almacenes: ¡desea tanto ser el osito de Lisa! Finalmente, tras una serie de aventuras, Corduroy y Lisa conseguirán estar juntos. 

«Corduroy se basa en una recurrente fantasía infantil», dice Anita Silvey, experta en libros infantiles y autora de ‘Los 100 mejores libros para niños’. «Los niños saben que cuando salen de la habitación sus juguetes tienen todo tipo de aventuras; es el tipo de fantasía que subyace en ‘Toy Story’ y en ‘Corduroy’». Y continúa: «El encanto de la historia se extiende a los dibujos de Don Freeman. Es un libro conmovedor y es recordado por los niños por su sutil mensaje de que el interior, más que el exterior, es lo que realmente importa».

Efectivamente, la historia enseña a los niños que ni la belleza exterior ni las cualidades aparentes y más valoradas por el mundo tienen nada que ver con el verdadero amor, y que todo esfuerzo sincero por ser amado conduce irremediablemente a él. Chesterton nos lo señaló en su Ortodoxia (1908): «Dicho sin rodeos, la caridad ciertamente significa una de dos cosas: perdonar actos imperdonables o amar a personas no amables».

Para niños entre 5 y 8 años.

 

Peluche (1977), de Shirley Hughes

 

                               Portada del libro y algunas de sus ilustraciones.

Este pequeño cuento, escrito y magníficamente ilustrado por Shirley Hughes, relata otra historia intemporal: a los niños siempre les encantarán los juguetes de peluche y los niños también los perderán siempre. El libro cuenta cómo David se siente triste y desolado por haber extraviado su perrito de peluche del que es inseparable, pero también relata como una serie de felices circunstancias llevan a su hermana mayor Blanca ––quien lleva a cabo el gesto más valioso de toda la historia­­––, a arreglar las cosas.

Shirley Hughes recoge brillantemente en este álbum el drama que puede desencadenarse cuando un niño pierde su peluche preferido, así como la generosidad y el sacrificio que el amor fraternal puede llegar a despertar aún en las más tiernas edades, ilustrando la idea cristiana del amor al prójimo y de que lo mejor que se puede hacer con las buenas cosas de la vida es regalarlas a quien las necesite.

«Ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros por su pobreza os enriquezcáis». 

(2 Co, 8, 9).

Acompañan a la historia, iluminándola, las brillantes ilustraciones de la autora, sumamente expresivas, con páginas de un grafismo secuencial que guarda gran similitud con el comic o la historieta, pero sin perder el tono del álbum ilustrado clásico. 

Como puede verse, el libro tiene de todo; maravillosa ilustración, conflicto y resolución, un final conmovedor que encantará a los niños desde los 4 o 5 años.

1 comentario

  
José María
21 de abril de 2020

Muy querido D. Miguel:

¡Cristo no duerme ni reposa y guarda nuestra alma, nos guarda a su sombra! ¡Aleluya!

Así se ocupa Él de nosotros, amorosamente y sin interrupción, desde que empezamos a existir en el seno de nuestra madre hasta que expiramos y morimos.

Su artículo me supera y desborda “por todos los lados”, D. Miguel, igual que me asombran quienes, como usted, saben acercarse respetuosamente (¡sin pretensiones de sabiondez y “de puntillas”, reconociéndose ignorantes!), al mundo inagotable e ilimitable de los niños y saben también adentrarse luego en ese mundo sin reducirlo ni profanarlo.

Muchas gracias por introducirnos en “el mundo de los peluches” y en literatos que han abordado su encanto (¡también gráficamente!) con tanta delicadeza y profundidad.

Le haré, con su permiso, una evocación autobiográfica.

No creo haber tenido ningún peluche durante mi infancia, tal vez por haber pertenecido a una familia muy numerosa (soy el sexto hijo de una prole de 14 hermanos) y aún más, tal vez, porque las modestas posibilidades económicas de mis padres no lo permitían.

Borrosamente, recuerdo algo así como que, si un niño o una niña tenían un peluche, eso, por un lado, me intrigaba y asombraba (¿cuál y cómo era en concreto la relación entre aquel niño y su peluche?), y, por otro lado, eso quería decir casi siempre (¡al menos desde mi pequeña experiencia de entonces!) que aquel niño padecía alguna debilidad afectiva o física, además de contar, por supuesto, con unos padres más pudientes que los míos.

De todos modos, a mí, pensaba yo, era claro que no me tocaba tener ningún peluche o ningún juguete especial de ese tipo. Me tocaba únicamente alguno de los juguetes humildes (alguna locomotora de tren, algún pequeño camión, un cubo y una pala de playa, etc.) y algún dulce que a los niños pequeños nos traían los Reyes Magos por aquel entonces.

Seguramente mis recuerdos de ahora están demasiado alejados de la realidad de entonces, pero sí percibí entonces, con lógico dolor, mi individualidad (“cuando el bebé se da cuenta de que él y su madre no son uno”), aunque ese dolor venía a su vez suavizado por la alegre presencia y compañía de mis hermanos, además de mitigarlo también el hecho de saber intuitivamente que nuestros padres nos protegían y amaban a todos.

Sin ese “intermediario emocional entre el niño y la realidad”, sin ese peluche que te ayuda “a caminar por entre el mundo”, sobre el cual el niño proyecta “la experiencia íntima de sus primeros pasos llenándola de sentido”, ¿es posible que un niño crezca, en conjunto, sanamente y sin especiales traumas y carencias? Supongo que sí, pero no lo sé, pues también es posible que lo que hago aquí sea más bien una evocación distorsionada y engañosa de aquellos años.

De cualquier modo, que tenía unos padres que me amaban, eso sí se había hecho real para mí a una edad que no sé precisar, igual que para ellos yo era, en conjunto, alguien real y amado.

En otras palabras, aun en medio de normales titubeos y dolorosas dudas de entonces, en mi infancia comprendí de alguna manera que, incluso si en mí podía haber una fealdad o torpeza concreta, yo era alguien real a quien mis padres amaban. ¿Idealizo aquella época y aquella situación? No lo sé.

A mi parecer, el amor que nos tienen los padres y hermanos usted lo evoca muy bien, aunque indirectamente, al hablarnos de Corduroy (“ni la belleza exterior ni las cualidades aparentes y más valoradas por el mundo tienen nada que ver con el verdadero amor”).

Igual que usted acierta, creo, cuando nos dice que el niño que se esfuerza sinceramente por ser amado, llega al verdadero amor y llega, a su medida, a la caridad evangélica. En realidad, es Dios el que nos la provee y nos la proveerá a lo largo de toda nuestra vida.

Algo así lo veo, querido D. Miguel.

Muchísimas gracias y un abrazo muy fuerte:

José Mari, franciscano


21/04/20 10:56 AM

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