Padre, ayúdeme a ser santo
Tengo ganas de que alguien me lo diga. O que me pidan que les enseñe a rezar, me pregunten por un buen centro de formación o una tanda de ejercicios espirituales que merezcan la pena.
Verán por qué digo esto. Voy notando sobre todo en los comentarios que demasiadas veces echamos la culpa a los sacerdotes de todos los males de la Iglesia. Que si no celebramos bien, que si no dedicamos suficiente tiempo al confesionario, que si la liturgia, que si la ortodoxia, que si salimos, que si entramos.
Me parece una táctica tan antigua como ineficaz. Ya se sabe que la mejor defensa es un buen ataque, y siempre será más sencillo poner de relieve los fallos –que los tenemos- de los sacerdotes que iniciar un auténtico proceso de conversión al evangelio.

Llevo tiempo diciéndolo, al principio sotto voce y cada vez más abiertamente. Hay que estar preparados para ser mártires. No sólo porque moralmente estemos sintiendo ataques que no podemos comprender, sino porque las agresiones físicas van apareciendo de cuando en cuando.
(Dedicado a mi amigo Emilio, con el que he compartido un magnífico viaje por Armenia y a quien le ha comenzado a picar la cosa de empezar un blog)