No tengo edad ni ganas de que me quieran hacer bailar la yenka
Es que eso de aquellos saltitos de “izquierda, izquierda, derecha, derecha, delante, detrás, un dos, tres…” es para gente joven.
Cuando se tienen dos mil años, nuestra santa iglesia católica, no estamos ahora para ponernos a bailar la yenka. Bastante se hizo en los primeros siglos y bastante se ordenaron los pasos de baile en los distintos concilios ecuménicos hasta que Trento los fijó con claridad. Dos mil años son dos mil años y andamos con las articulaciones un tanto anquilosadas. Estamos para un sereno vals o un rigodón sin más complicaciones que alguna pequeña licencia.

El título oficial de párroca de momento no existe, que yo sepa, aunque ya no me atrevo a afirmar nada. Yo se lo he dado siempre a esas mujeres, porque en amplísima mayoría son mujeres, que están metidas en sus parroquias colaborando con o sin comillas.
No es que sean malos, es que hay gente que, cuando menos te lo piensas, en lugar de ser prudente y callar por no liarla, te suelta exactamente lo que piensa que, además, y curiosamente, es lo que piensan muchos que se callan por timidez, miedo, vergüenza, prudencia evangélica o acongoje gonadal.
Llego de Gascones ahora mismo. Los martes suelo celebrar por la mañana para poder disponer de un día algo más tranquilo a lo largo de la semana. Siempre hay alguien, aunque no crean que muchos: dos, tres, quizá cinco el día que acuden las religiosas catequistas con alguna voluntaria de Cáritas. Siempre… o casi siempre.
No sé los años que algunos llevan pidiendo un Vaticano III. Tampoco sé muy bien para qué. Si de lo que se trata es de libertad para que cada uno haga lo que quiera y se organice como le parezca, eso ya lo tenemos. Estamos instalados en la Iglesia del “depende” en la que lo único fijo son los horarios de misas y casi que tampoco.