La agobiante desazón de vivir en una Iglesia débil
Es mi impresión, y como tal la cuento. Mejor dicho, mi impresión y la de muchos compañeros y no pocos fieles. Vivimos en una Iglesia débil, fragmentada, convertida en una especie de reino de taifas donde cada parroquia es una iglesia particular, cada sacerdote un pontífice, cada laico o grupo de laicos una autonomía cuasi personal.
No es problema de ausencia de doctrina, que la tenemos y excelente, surgida de una reflexión teológica que arranca de los padres de la Iglesia, se fija en los concilios, se nutre de gente como San Agustín o Santo Tomás y hoy tenemos perfectamente recogida en el catecismo. Tampoco de profundidad litúrgica, porque la liturgia católica es impactante, de hondura, solemne en su mayor simplicidad, capaz de trasladar la tierra al cielo.

A propósito del bautizo de Cádiz y su discutido padrinazgo se han escrito multitud de consideraciones que van desde rectificar es de sabios a bajada de pantalones. No es mi intención valorar la decisión, sino más bien hacer una reflexión sobre el papelón que le tocado hacer al párroco que no es otro que el que nos toca a veces hacer a otros.
Lo malo no son las memeces, lo malo son los pobres que se las tragan. En titulares en algunos medios digitales, e incluso en informativos de televisión dan como noticia de extraordinaria importancia que el papa Francisco I, ha afirmado, hablando de los divorciados que han contraído un nuevo matrimonio: “estas personas no están excomulgadas, y no deben ser tratadas como tales. Siempre forman parte de la Iglesia".





