Pequeñas historias de la adoración perpetua
Estoy convencido de que la capilla de adoración perpetua de la parroquia es lo mejor que tenemos, con mucha diferencia, y lo que está dando y dará grandes frutos.
Cuatro años y medio ya durante los cuales el mérito no es que esté abierta la capilla que lo está, sino que jamás falte un adorador ante el Santísimo. En estos cuatro años y medio el número de personas que pasan por la capilla aumenta en personas y en tiempo de adoración. Hoy, incluso en las madrugadas, es difícil que esté una sola persona. Momentos en los que incluso la capilla se queda pequeña.

Me decía Rafaela que hay gente que vive haciendo lo que le da la gana gracias a la educación y la prudencia de los demás. Por eso me llaman deslenguada, me decía, por no callarme como el resto, que encima nos toman por tontos.
Sé que voy a rozar lo prohibido y tocar el ultimo tótem, porque en este mundo eclesial nuestro hay cosas y personajes que han adquirido el estatus de la intangibilidad, la infalibilidad, la altura de la santidad ya en este mundo y la garantía de que nadie cuestione su vida y su obra. A ver quién tiene las narices, por ejemplo, no de decir una palabra, sino de hacer siquiera un levísimo gesto de desagrado ante el P. Ángel. No digamos si encima está de visita a don Pedro Casaldáliga. No digamos si además todo esto lo hace acompañado por José Manuel Vidal. Los intocables.
Estábamos en cierta ocasión un grupo de sacerdotes reflexionando sobre la parábola del sembrador que leeremos en la liturgia de este domingo. La conclusión era que tenemos que sembrar, sembrar y sembrar, hartarnos de esparcir la semilla, y que luego ya sabemos que los frutos serán más bien escasos, o incluso, muchas veces, aparentemente estériles. Quién sabe, repetía una vez un buen sacerdote, si los frutos los recogerán otros dentro de mucho tiempo. Como ven, nada original.
He oído la historia varias veces, aunque sin demasiadas concreciones. En resumidas cuentas, era más o menos de este tenor:





