Escribir con gafas de sol
Desde luego yo no resistiría tanta luz. No quiero ni imaginármelo: dos mil años de historia, telogía, tradición católica y miren por dónde un día descubres un error fundamental que te lleva a una enmienda a la totalidad. Es ese día en el que, parte por tu dotadísima inteligencia, parte por revelación especial del Espíritu Santo, parte por oración, ascesis y mortificación, llegas al convencimiento de que toda la historia de la Iglesia, la teología de veinte siglos, la espiritualidad aparentemente más contrastada, los concilios desde Nicea hasta el Vaticano II, no son más que un engañabobos en el peor de los casos y un fraude vaya usted a saber si inconsciente.

Dos religiosas de Valladolid: “Di que aquí está la vida religiosa de Francisco y que, en Madrid, respiramos desde que llegó Don Carlos". No sé si fue real la cosa o apenas un vulgar recurso literario, pero, en cualquier caso, una memez de tomo y lomo.
La gente que me conoce de hace años, y me leía hace tiempo, quizá recuerde una de mis consignas que un servidor aplicaba en el mundo de la blogosfera y que es perfectamente válida en cualquier ámbito: “el que quiere estar a bien con todos, acabará no estando a bien con nadie”. Pues bien, esto que sirve para todo, adquiere una singular importancia en la vida pastoral.
Una de las cosas que más descoloca a la gente, y en consecuencia a los católicos, es eso de andar por la vida sin saber exactamente a qué atenerse. Cuando la gente se sabía el catecismo, y cuando nadie ponía en duda su validez, empezando por los curas, la cosa era evidente. Las afirmaciones de fe claras, la moral indudable y la liturgia intachable. Esto es lo que hay, se sabe, y se cumple, y el que se coloca fuera es un pecador y punto final.