La decisión de Maribel

Jamás pensó que sería tan difícil tomar una decisión. Tanta cultura sexual, tanta educación religiosa, tanta información, para debatirse ahora en la duda, allí donde reside la conciencia. Porque ella sentía que llevaba dentro de su vientre un ser que merecía una oportunidad. Sin embargo, él lo tenía muy claro, no quería compromisos. Eran jóvenes, por qué no iban a seguir disfrutando de su libertad. Sexo adición, lo llamaban algunos. Momentos de intimidad, caricias que electrificaban su cuerpo, gozo compartido. Pero ahora había llegado el resultado de ese delicioso y sublime éxtasis amoroso. Ahora un ser habitaba su interior. Le llamaban cigoto, embrión, nombres eufemísticos para soslayar que allí la vida germinaba en un proceso irreversible. Y ella lo sentía, lo quería, era fruto de su amor. No podía convertirse en un desecho arrojado en el basurero, sabía que no podría dejar de sentirse culpable si no asumía las consecuencias de sus actos.

Incluso los amigos, sin ningún escrúpulo, le llamaban tonta por no haber tomado medidas. Pero eso no era cierto, sí que habían tomado precauciones, sólo que algo falló. Constituía una cifra más en las estadísticas de riesgo de embarazo. Pero lo cierto es que ahora eran padres. Curioso, nunca habían hablado de ello. La posibilidad de quedarse embarazada ni siquiera se la habían planteado. Pero estaba claro que recién terminados los estudios y apenas iniciada la vida profesional, un niño no formaba parte de sus planes. Sin embargo, algo se removía en su interior cada vez que le incitaban al aborto. Sentía repugnancia, había visto las imágenes de fetos desmembrados y no quería, no podía soportar vivir con ellas en la cabeza sabiendo que parte de sí misma estaba en el arroyo.

En su mundo las relaciones sexuales eran habituales, sin complicaciones, formaban parte de la vida. La gente accedía al sexo como un peaje más en la autopista de la diversión. Y resultaba difícil eludir el ambiente permisivo que se respiraba en cualquier lugar. Ser virgen constituía una vergüenza para cualquier adolescente, había que romper la barrera y atreverse a dar el paso. El hombre y la mujer tenían los mismos derechos para disfrutar del sexo. Medios no faltaban, desde el condón a la píldora, lo habitual era llevar un surtido completo. Ella lo sabía desde su primera vez con Javier, no había mantenido relaciones con otro hombre, ni siquiera pasaba por su cabeza la posibilidad de entregarse a otro. Para ella sólo había uno, Javier, y no lo quería perder. Por eso la decisión le resultaba tan dolorosa, era como si la estuviesen dividiendo por la mitad. O renunciaba al niño, o perdía a Javier que no quería ser padre bajo ningún concepto.

Bonita disyuntiva, a quién recurrir. En casa, lo sabía, no habría ningún problema para aceptar ser madre soltera. Ahora no era como antes, una mujer podía muy bien cuidar de una criatura. Pero claro, el caso es que la vida daba un giro de 180º. Podía incluso perder su primer trabajo, nadie quería una baja de maternidad en la empresa. Sin apenas experiencia laboral encontrar un trabajo en los tiempos de crisis que vivía el país, era casi como pedir un milagro. Y hacer recaer las consecuencias de sus actos en sus padres, le resultaba vergonzoso. En realidad el camino más fácil seguía siendo el aborto. Apenas una tarde, media mañana, una pequeña intervención y todo volvería a ser como antes.

Maribel que caminaba absorta por la calle, se sentó en el banco del jardín próximo a su casa. Con las manos crispadas arrebujó el bolso sobre su vientre presionando con fuerza sobre él. Y un suspiro se escapó de sus labios, un gemido sordo y apagado por el piar de los pájaros que recogían las migas de pan esparcidas por el suelo. Así dejó trascurrir dos horas. Pudo observar como jugaban los niños subiendo y deslizándose por el columpio del parque. Les vio lanzar la pelota y pasarla de uno a otro con el pie. Algunos jugaban a hacer hoyos en el suelo de arena fina. Les miró con cariño, les sintió hijos de la vida, y tuvo pena de aquel ser que se gestaba en su interior.

A él lo condenaban a la nada, nunca podría correr y lanzarse desde arriba del columpio, ni jugar a la pelota, ni sentir sus caricias. Pensó que ningún animal renunciaba a la naturaleza, ninguno interrumpía el ciclo de la vida, sólo los seres humanos. ¿Humanos, de verdad?. Recordaba las imágenes que le enseñaron en el colegio de monjas de su juventud. Allí las ecografías mostraban con claridad que había un ser evolucionando de manera tranquila y apacible. Esas imágenes las había prohibido el gobierno los últimos años. Ahora era imposible proyectar en los colegios una cultura de la vida. En los planes de estudio los preservativos y el aborto formaban parte de la educación.

Cómo había cambiado el mundo, si pensabas un poco todo consistía en no someterse a las reglas de la naturaleza. En trasgredir el límite entre lo natural y lo artificial. Padres que no podían ser padres concibiendo mediante vientres de alquiler o por inseminación artificial. Y jóvenes que iban sumando abortos a medida que cambiaban de pareja. Hasta convertir su cuerpo en útero maltratado. Un guiñapo que sería difícil usar cuando decidiesen ser madres.

Maribel se levantó del banco ahogada por el sollozo. Corrió hacia su casa, por el camino escuchó un toque de campanas. Una nostalgia infinita embargo su alma. Entró en la pequeña capilla de la Iglesia y allí, incapaz de arrodillarse se mantuvo mirando la imagen de la Virgen. Aquella mujer había sido capaz de aceptar un embarazo, arrostrando todas las consecuencias que en las leyes judías podían suponer incluso la muerte. Y sin embargo, confió. Eso era, tenía que confiar en alguien. No se trataba de Javier, ni de sus padres, ni de ella misma. Tenía que confiar en la vida, en esa vida que llevaba dentro de sí. Porque esa vida, se le ofrecía abierta a miles de posibilidades. Y en todas estaba ella presente.

Carmen Bellver

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