El diputado Manuel Acosta analiza por qué Monseñor Guerra Campos sigue vigente como referente moral

Manuel Acosta. Doctor en filología. Máster en literaturas hispánicas. Título de Nivel superior en Lengua Catalana (Nivel D). Licenciado en Geografía e Historia. Profesor de secundaria y bachillerato. Diputado de VOX en el Parlamento de Cataluña por la provincia de Barcelona.
Este jueves presentará a las 18:30 en la parroquia Sa Esteban de Cuenca su libro Un faro en la tempestad. Se trata de una edición ordenada de las enseñanza de Mons. Guerra Campos. El evento contará con la presencia de Mons. José María Yanguas y el P. Juan Manuel Cabezas.
¿Por qué Mons. Guerra Campos está de moda?
Por dos razones. En primer lugar, porque el obispo José Guerra Campos, tanto gracias a su extraordinaria vida como a su magisterio intelectual, sacerdotal y episcopal, ha entrado a formar parte del elenco de los clásicos. Así pues, como sucede con los clásicos, su recuerdo vital y su enseñanza, traspasa las fronteras de la muerte y nos sigue interpelando a los hombres de hoy y del mañana.
En segundo lugar, porque el católico actual necesita la sana doctrina de la Iglesia como “agua de mayo”, sin contaminaciones ni desviaciones heréticas que se divulgan por doquier en la actualidad. ¿Quién mejor que Monseñor Guerra Campos puede poner luz en medio de la confusión? ¿Quién mejor que el obispo Guerra Campos, que tuvo que denunciar los mismos errores doctrinales que hoy se difunden desde su participación en el Concilio Vaticano II y durante su etapa en la Conferencia Episcopal Española, así como desde su sede episcopal en Cuenca, como un buen pastor que protege a sus corderos ante el ataque de los lobos?
¿Cuáles son los indicios recientes de que se está reivindicando su figura?
En los últimos años, especialmente en los últimos meses, son varios los autores que están estudiando y publicando sus conclusiones acerca de la figura y obra de Mons. Guerra Campos debido, sin duda, a su sugerente y perenne magisterio.
Cabezas, Fernández Ferrero, Carballo, Acosta… junto con multitud de artículos y reseñas en los medios de comunicación, dan a conocer la fascinante vida del que fuera obispo de Cuenca así como su defensa, profusamente argumentada y expuesta, de la doctrina de la Iglesia, de la fe y los principios de orden moral que ha transmitido de forma permanente el Magisterio de la Iglesia a lo largo de veinte siglos.
¿Qué supone para usted haber contribuido a ello?
Atendiendo al mandato evangélico de “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mr. 16, 15-20), supone un deber de conciencia y una satisfacción indescriptible, sin más mérito que el inmerecido honor que el de haber podido ordenar su archivo personal y el trabajo de seleccionar y realizar la presente edición de este libro, “Un faro en la tempestad”.
¿Cómo es posible que un personaje de otra época sea hoy tan actual?
José Guerra Campos es un personaje extraordinario, fascinante, en la historia de la España reciente. Porque las enseñanzas del obispo José Guerra Campos son totalmente atemporales, como he comentado antes, trascienden el tiempo -como los clásicos-, parece que estén escritas por alguien que vive actualmente entre nosotros y que se dirigen al español de hoy, son de rabiosa actualidad, nos interpelan de tal manera que es imposible que nos deje indiferentes. A pesar de que han pasado 28 años desde su muerte podemos afirmar, sin lugar a equivocarnos, que Monseñor Guerra Campos fue un profeta de su tiempo, porque anunció la verdad y porque acertó en todo aquello que advirtió.
Cuando, tras el Concilio Vaticano II, empezaron a proliferar, impulsadas por personalidades del ámbito eclesiástico y aventadas por ciertos medios de comunicación y grupos de opinión, interpretaciones que deformaban buena parte de las conclusiones conciliares y, por ende, la doctrina de la Iglesia y su magisterio, advirtió que reducir la misión de la Iglesia en el mundo a la mera animación por mejorar, exclusivamente, las condiciones temporales de las personas, llegando a suscribir las premisas del marxismo, es desnaturalizar la Iglesia. Denunció la minusvaloración, e incluso ridiculización, de los sacramentos, de la oración y de la devoción a María y a los santos, del celibato eclesiástico, de la confesionalidad, de la castidad, las normas litúrgicas que estos grupos contestatarios estaban proyectando. Recordó que la Iglesia no es un factor más de los que concurren a la construcción de este mundo, aunque aporte tanto a esa construcción… La Iglesia tiene por misión central fomentar la comunicación con el mismo Dios por Cristo resucitado y alimentar una esperanza viva y trascendente.
¿Acaso no encontramos los mismos errores y tergiversaciones de la doctrina de la Iglesia en la actualidad?
Incluso es un modelo de obispo muy atractivo para los jóvenes de hoy…
Sí. Últimamente observamos cómo muchos jóvenes están reaccionando contra el estilo de vida al que les ha sometido el sistema socio cultural y político “woke”. Es decir, muchos de ellos ya no se tragan el pensamiento único impuesto por los sucesivos gobiernos en España, como correa de transmisión de las agendas globalistas de la Unión Europea, puesto que se han dado cuenta de que merma su libertad de formar una familia, de tener un empleo de calidad, de adquirir una vivienda, de amar a su Patria, de respetar con veneración a sus antepasados, a su historia, de defender que solo hay dos sexos…
Por eso vemos cómo la mayoría de los jóvenes dan la espalda al sistema político bipartidista; por eso se contabilizan muchas conversiones a la Fe de jóvenes que nunca habían tenido formación religiosa. En este aspecto, el magisterio de D. José Guerra Campos, les ayuda a fortalecer su incipiente Fe gracias a su nítida y profunda enseñanza de la doctrina de la Iglesia.
¿Hasta qué punto fue fecunda su labor como prelado?
Como hemos dicho, fue un dique de contención en la Iglesia contra las desviaciones doctrinales, especialmente desde el Concilio Vaticano II (en donde intervino como obispo) y durante el ejercicio de sus funciones como secretario de la Conferencia Episcopal Española y procurador en las Cortes Españolas. Además, desde su sede episcopal en Cuenca, fue prolija su labor pastoral. En tan solo los cinco primeros meses de su ministerio episcopal en Cuenca dejó meridianamente claro Don José que su excelencia intelectual no impediría su vertiginosa actividad pastoral, ya que en este periodo inicial se reunió con el clero de once arciprestazgos y conversó individualmente con ciento ochenta sacerdotes diocesanos. Es decir, no cabía la posibilidad de temer que su elevado nivel intelectual provocaría un supuesto alejamiento de la realidad, puesto que desde su etapa de profesor en el seminario de Santiago (recién ordenado sacerdote, como se ha explicado anteriormente) tuvo que dirigir académica, humana y espiritualmente a miles de personas en los múltiples cargos apostólicos que desempeñó, conociendo muy bien las realidades concretas de las personas. Es más, todos sus escritos y reflexiones entrañan un meticuloso análisis de la realidad que indica una vivencia muy cercana de Don José en las situaciones cotidianas.
Los sacerdotes que han sido ordenados por Don José, los que han tenido el privilegio de convivir con él durante los 23 años de su episcopado en Cuenca, saben muy bien que fue un verdadero padre. Confiaba en sus sacerdotes, en sus capacidades y responsabilidades. Era muy respetuoso con la libertad y se manifestaba muy cercano, siempre abierto a atender directamente las ilusiones, preocupaciones, problemas y proyectos de sus sacerdotes, sin importarle el tiempo que debía destinarles.
Esta actitud paternal no debe confundirse con un paternalismo bonachón, condescendiente, débil, caprichoso, egoísta e injusto que, con la intención de captarse las simpatías de todos, edulcora el mensaje de la fe, convirtiendo la Iglesia en una especie de ONG o de una agrupación universal ecléctica, cuanto más numerosa mejor, atendiendo solamente al número por el número.
¿Por qué habría que aplicar hoy la doctrina social que el impulsaba?
Porque es la doctrina que siempre ha defendido la Iglesia. En definitiva, Monseñor Guerra Campos explicó, con todo lujo de argumentos, que los estados deben favorecer la vida religiosa de sus súbditos, dar culto público a Dios, reconocer la importancia de Cristo y su Iglesia en el mundo e inspirar su ordenamiento jurídico en los principios universales de la Iglesia.
Le tocó vivir tiempos muy difíciles tanto a nivel político como eclesial…
Así es. Pero su leitmotiv fue siempre el de utilizar sus extraordinarios talentos para la mayor gloria de Dios, como reza el lema ignaciano, para evangelizar, para ejercer de verdadero apóstol con nitidez y conforme al magisterio de la Iglesia, especialmente en aquellos momentos tempestuosos que le tocó vivir: la persecución religiosa durante la II República española y la Guerra Civil, la restauración de la sociedad tras la guerra, el Concilio Vaticano II, la proliferación de la heterodoxia en el seno de la Iglesia y la instauración de un nuevo régimen político en España, de espaldas a las verdades absolutas, basado en el relativismo.
¿Qué opinaba el obispo Guerra Campos de lo que había significado el CVII?
Monseñor Guerra Campos intervino en el Concilio Vaticano II, en el que participó como perito del episcopado español durante las dos primeras sesiones y como obispo, como padre conciliar, durante la tercera sesión, recién preconizado obispo. D. José Guerra Campos entendió perfectamente que el Concilio trazó un programa de renovación cristiana, pero en aquella época afloró una gran crisis en la vida eclesial que en nombre del denominado «espíritu conciliar» pervirtió el verdadero espíritu y la letra de los documentos del Concilio. Un espíritu neomodernista inundó la sociedad eclesiástica.
Como denunció en repetidas ocasiones Don José, las raíces de esta crisis eclesial se encuentran en la minusvaloración de la fe y la pérdida del sentido trascendente de la vida del hombre, elementos que han tergiversado la naturaleza de la Redención y la misión de la Iglesia. Así pues, según este neomodernismo, la Redención ya no tendría como finalidad la salvación eterna del hombre, sino la liberación de la humanidad de opresiones y servidumbres terrenas, reduciéndose la misión de la Iglesia al orden temporal.
También intuía el desastre moral que iba a suponer la democracia liberal…
Fue clarividente en este particular, sin lugar a dudas, en la denuncia profética de los males que sobrevendrían tras la aprobación de la Ley de Reforma Política de 1976 causa asombro al leerla cuarenta y seis años después, pues se han cumplido al pie de la letra: «No pueden, por ejemplo, coexistir en una vida social sensata: a) la afirmación del respeto a la vida como derecho inalienable y al mismo tiempo la pretensión de conseguir, ¡en nombre de los derechos y libertades de los ciudadanos!, la licitud legal del aborto, de la eutanasia, etc.; b) o bien, el derecho de los niños y jóvenes a respirar en una atmósfera propicia para su formación y, al mismo tiempo, la pretensión de los adultos de tener omnímoda libertad civil para destilar sobre esa atmósfera toda clase de influencias agnósticas, ateizantes, pornográficas, etc.»
¿Cuál fue el precio que tuvo que pagar en lo personal por discrepar de la línea eclesiástica políticamente correcta de su época?
El ostracismo. Si bien es cierto que no recibió ningún comunicado oficial para exigirle la renuncia de sus cargos eclesiásticos y que, incluso, fue propuesto para ocupar la sede episcopal de una diócesis española de cierta importancia (en relación con el número de habitantes) el quiso como recluirse en la diócesis de Cuenca para seguir iluminando el camino de los fieles de manera inconmensurable, sin merma ninguna en librar “los nobles combates de la Fe”.
¿Qué es lo que le hizo mantenerse tan firme en la doctrina?
Su mente privilegiada, su estudio profundo de la filosofía, la eclesiología, los dogmas de la fe, la teología, la historia…
Además, la firme responsabilidad de hablar como obispo, es decir, no presentando las opiniones que pudiera tener como pensador y teólogo, sino la enseñanza de la Iglesia universal, que es la de Cristo. Acentuar la fidelidad, como raíz única de la esperanza. No ocultar que el que tiene algo importante que decirnos es Jesucristo, por los portavoces que él ha enviado. La Iglesia es un humilde resonador de su voz; no una competidora en el teatro del mundo.
¿Por qué hoy más que nunca se necesita ir a las fuentes de agua limpia ante tanta confusión?
Porque en las aguas puras del nacimiento de un río, del río de la Fe que proporciona el agua necesaria para nuestra supervivencia, para nuestra vida, se han vertido dosis de veneno. Así pues, la ingesta de agua corrompida no puede más que dañar nuestra salud corporal, de la misma manera que los errores doctrinales, las herejías corrompen la salud de nuestra alma y nos puede conducir a la muerte eterna, a la condenación en el infierno.
¿Qué supondría su canonización?
Un aldabonazo para concienciarnos que es necesario formarnos sólidamente en los fundamentos de la Fe, para amar sin fisuras a la Iglesia, porque nadie ama aquello que no conoce con detalle. Y Monseñor Guerra Campos nos puede proporcionar esos fundamentos con su doctrina y cómo llevarlos a cabo imitando su vida ejemplar.
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