(Portaluz/InfoCatólica) Natural de Delaware (Estados Unidos), Cecilia Cicone obtuvo en 2016 la licenciatura en Teología y Estudios Religiosos, con especialización en Filosofía, por la Catholic University of America. Poco después de graduarse ingresó en el seminario de las Hijas de San Pablo, una experiencia que —según ha explicado— fortaleció su relación con Dios y su vocación evangelizadora. «En febrero de 2020, discerní que Dios me estaba pidiendo que dejara la vida religiosa y regresé a casa en Delaware, donde trabajé en el ministerio parroquial durante dos años. Ahora trabajo en comunicaciones católicas en el noroeste de Indiana», explica en la biografía publicada en su sitio web, ceciliacicone.com.
Además de su labor profesional, Cicone colabora como columnista de apologética católica y recientemente ha publicado en Our Sunday Visitor un testimonio sobre la necesidad de integrar en las comunidades eclesiales a las personas con discapacidades o enfermedades mentales, subrayando el poder sanador de la fe.
«La primera vez que estuve en una unidad psiquiátrica en régimen de internamiento, me sentí abrumada por el sufrimiento que vi en las personas que allí se encontraban».
Cicone recuerda que, aunque el diálogo sobre salud mental es hoy más frecuente, enfrentarse directamente al dolor de quienes padecen trastornos graves —como la psicosis o la pérdida de conexión con la realidad— supuso para ella una experiencia completamente nueva. «Mi corazón se llenó de compasión y pena por los hombres y mujeres de la unidad, para quienes cada día era una lucha por seguir con vida», señala.
Su presencia en el hospital no fue como profesional ni como voluntaria, sino como paciente. «Estaba allí porque yo también sufría más de lo que jamás hubiera imaginado».
Tras varios episodios, fue diagnosticada con trastorno por estrés postraumático (TEPT) y trastorno de identidad disociativo (TID), antes conocido como trastorno de personalidad múltiple. Desde entonces ha recibido tratamiento médico y psicológico, ha sido hospitalizada en varias ocasiones y continúa en terapia y con medicación, «con distintos grados de éxito».
A pesar de las dificultades, Cicone procura mantener su identidad como hija amada de Dios. No obstante, admite que la enfermedad mental afecta profundamente a su vida espiritual:
«Uno de los aspectos más dolorosos de mi enfermedad mental —y esto es válido para muchos católicos que he conocido— es el impacto que tiene en la capacidad de practicar nuestra fe».
Durante su etapa de formación religiosa rezaba varias horas al día, asistía diariamente a misa y dedicaba tiempo a la adoración eucarística. Ahora, reconoce que incluso una breve oración antes de las comidas puede desencadenar en ella un episodio de ansiedad o un recuerdo traumático.
«Muchas personas con buenas intenciones me han recomendado prácticas espirituales (...). Pero las prácticas espirituales por sí solas no pueden curar la enfermedad mental. Solo Dios puede hacerlo, y solo si Él lo desea».
Para Cicone, el verdadero don del catolicismo hacia quienes padecen una enfermedad mental no reside tanto en las devociones como en la comprensión del sufrimiento y en la certeza de que este tiene sentido a la luz de la fe:
«El sufrimiento tiene un propósito dentro de la cosmovisión católica. Jesús está especialmente cerca de quienes sufren (...). Cuando sufrimos, tenemos la oportunidad de ser corredentores con Cristo».
La autora aclara que esta comprensión solo es posible cuando la persona mantiene cierta estabilidad interior, y subraya la importancia del acompañamiento comunitario:
«Ahí es donde entra en juego otro don de la cosmovisión católica que salva vidas: la comunión».
Cicone señala que amar a alguien con una enfermedad mental también implica sufrimiento y desconcierto, pero recuerda que la fe cristiana une y sostiene incluso en los momentos más oscuros:
«En la Iglesia, no vivimos ni morimos solo por nuestra fe individual. Estamos unidos unos a otros, en Cristo, y podemos aferrarnos a la fe de los demás cuando la nuestra falla».
Su testimonio concluye con una invitación a acompañar con paciencia y compasión a quienes atraviesan el dolor mental, sin pretender «arreglarlos», sino permaneciendo junto a ellos y ofreciendo ese sufrimiento a Dios:
«Sentarse con alguien en su dolor sin apartar la mirada ni ignorarlo, incluso cuando no tiene sentido o da miedo, transforma lo que parece matar en algo que da vida».
Cicone finaliza con un mensaje de esperanza para quienes padecen o acompañan una enfermedad mental:
«Si tú o alguien a quien amas está pasando por una enfermedad mental, hay esperanza. Aférrate a Jesús y a los sacramentos (...). Dios obrará a través de nuestras heridas, que serán los lugares que llenará de gracia para salvarnos».






