La quíntuple canonización de 1622
San Isidro Labrador, san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier, santa Teresa de Jesús y san Felipe Neri

La quíntuple canonización de 1622

Este acontecimiento dio lugar a inmensas manifestaciones de alegría en el seno de la Iglesia en forma de fiestas celebradas a modo de acción de gracias. Fiestas en las que se volcó toda la sociedad con el fasto propio de la festiva cultura barroca.

Uno de los hitos fundamentales para la sociedad y cultura católicas del siglo xvi fue el Concilio de Trento (1563-1565) que buscó no solo combatir el error protestante sino reformar a la Iglesia retornándola al orden y devoción debidas. En una época caracterizada por la convulsión religiosa y política de Europa, la Iglesia no escatimó esfuerzos ni recursos para restaurar la verdad y la unidad en el continente. Dentro de estos, la quíntuple canonización de marzo de 1622 que elevó a los altares a san Isidro Labrador, san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier, santa Teresa de Jesús y san Felipe Neri, supone un episodio digno de estudio. En primer lugar, por el vasto significado de la ceremonia que propone nuevos modelos de santidad, especialmente por lo que se refiere a los cuatro últimos, «santos modernos» elevados a los altares como intercesores y como modelos a imitar. En segundo lugar, supuso el espaldarazo a la Reforma tridentina y su modelo de santidad austera, mística y activa.

Este acontecimiento dio lugar a inmensas manifestaciones de alegría en el seno de la Iglesia en forma de fiestas celebradas a modo de acción de gracias. Fiestas en las que se volcó toda la sociedad con el fasto propio de la festiva cultura barroca.

La extraordinaria quíntuple canonización

Paulo V (Borghese) había realizado ocho beatificaciones de españoles, entre ellas las de Ignacio de Loyola (27 de julio de 1609), Teresa de Jesús (24 de abril de 1614), Francisco Javier (24 de agosto de 1619) e Isidro el Labrador (14 de junio de 1619). Felipe Neri había sido beatificado el 11 de mayo de 1615. Tras esto los postuladores de los procesos aumentaron la presión sobre la Congregación de Ritos y el Papa para conseguir la canonización. Sin embargo, tras la canonización de santa Francisca Romana y san Carlos Borromeo –las dos únicas que aprobó– el papa Paulo V comunicó que no canonizaría a ningún santo más. Los procesos estaban prácticamente terminados, las peticiones de canonización llegaban de todas las instancias sociales: obispos, reyes, villas, etc. Los jesuitas deseaban ver en los altares a su fundador y a un miembro de su Compañía, los carmelitas, la glorificación de su reformadora, Madrid a su patrón y Roma a un sacerdote popularísimo objeto de su devoción. Tras bastantes dificultades, el 12 de marzo de 1622 se celebró la ceremonia de canonización en la basílica de San Pedro, en medio de la alegría colectiva que desde Roma se comunicó al resto del orbe católico.

Fue una ceremonia novedosa ya en la época –solían ser canonizaciones individuales y ésta es quíntuple–, y sigue siendo llamativa en la nuestra porque reunió en una sola ceremonia santos tan importantes.

Es, en efecto, muy llamativo que no solo se canonizaran cinco santos en una sola ceremonia sino que cuatro de ellos fueran súbditos de la monarquía española. Es conocido y revelador de las tensiones de la época el dicho que se repetía entre la curia italiana, diciendo que el Papa, ya entonces Gregorio XV, había canonizado a «cuatro españoles y un santo». Muchos han visto en esta preferencia una demostración de que la ceremonia fue fruto de una serie de móviles políticos y no tanto de una cuestión religiosa.

La historiografía ha enfocado esta celebración de dos modos. En primer lugar, se ha interpretado como un triunfo de la Corona española, que demuestra su poder sobre la Santa Sede. En segundo lugar, la canonización podría ser el triunfo de las nuevas órdenes religiosas en el seno de la propia Iglesia. Sin embargo, últimamente se ha propuesto una tercera vía de interpretación, que recoge la verdadera intención de este hecho histórico. Las canonizaciones representarían la ratificación de la renovación eclesiástica del Concilio de Trento, una «canonización de la Reforma católica».

Este hecho no quita las dificultades diplomáticas y políticas, sin contar los juegos de poder, que se esconden tras esta ceremonia. A través de ellos se puede calibrar de un modo bastante completo el clima político y religioso de la época. En lo político –conforme a la primera interpretación que hemos citado– nos hallamos ante una pugna entre la monarquía francesa y la española por la hegemonía en Europa. Ambas se muestran muy interesadas por ver canonizados a los santos, subrayando los franceses el carácter galo del carisma jesuita, que nació en la universidad de la Sorbona; y los españoles incidiendo en la parte «hispana» de los santos jesuitas, el patronato sobre la capital del reino de Isidro Labrador y el origen castellano de Teresa de Jesús.

En lo religioso había dos grandes frentes abiertos. Por un lado, el inmenso poder de las congregaciones de religiosos frente a la jerarquía eclesiástica y sobre la Sede de san Pedro, que es el que hemos citado como segunda clave explicativa. En efecto, tres de los cinco santos son miembros de órdenes regulares. Pero, frente a esto, se percibe en Roma una centralización del poder en el Papa, que es quien en última instancia ha de canonizar a cualquier santo, y las instituciones que de una manera cada vez más estricta controlaban el reconocimiento de los nuevos «santos».1

Ante las presiones políticas y las ansias de jesuitas y carmelitas por ver canonizados a sus santos pronto, Urbano VIII afirmó en un breve:

«Por tanto, en tan grave asunto no debemos obedecer a ninguna potestad humana sino al mandato divino, quienes hemos sido constituidos por Dios como sus vicarios en la cima de la autoridad apostólica. Y eso es, en definitiva, lo que pediremos humilde y confiadamente en nuestras oraciones a aquel que nos puede mostrar su decisión y puede convencernos para tomar la nuestra. Así será todo tanto más beneficioso para la religión católica, como agradable a su Cristianísima Majestad, e igualmente a su Excelencia, que tanto esfuerzo ha empleado en postular la glorificación de estos santos varones».2

Es decir, podríamos entender la situación de la siguiente manera «los canonizaremos si es la voluntad de Dios, y si el Papa logra dar con una solución diplomática al compromiso». En efecto, parece que la primera intención fue canonizar solamente a Isidro Labrador, y que posteriormente se fueron añadiendo Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola y Francisco de Javier. El último fue Felipe Neri, por no dar lugar a una canonización únicamente española. La solución diplomática se materializó en una serie de medidas que buscaban satisfacer a todas las partes. Una de ellas parece ser la introducción en la ceremonia de Felipe Neri, supuestamente para sustituir a Tomás de Villanueva y evitar una canonización totalmente española.

Pero, ante todo, debemos contemplar la canonización de los santos de 1622 en el contexto de la Reforma católica. Según esta propuesta en 1622 la Iglesia canonizó el afán reformador del Concilio de Trento y el nuevo modelo de santidad que éste propugnaba. Así, cada uno de los santos en su vocación individual (un seglar, un fundador, una reformadora, un misionero y un clérigo) personificaban la vitalidad de la Reforma católica, que se comunica al mundo a través de los distintos carismas. La canonización, por tanto, supone que el santo se convierte en modelo para todos los fieles católicos, no solo un héroe a quien admirar, sino uno a quien hay que imitar.

Esto es lo que los habitantes del orbe hispano comprendieron, y así lo expresó el propio Lope de Vega. En 1622 el poeta afirmaba: «En este tiempo finalmente llegaron las nuevas a la patria común de todos, con no menos alegría que por Isidro por los demás santos, viendo que en tiempo de tantos heresiarcas y seudoprofetas nuestro Beatísimo Padre ilustraba la Iglesia de España, como en premio de su lealtad, de cuatro tan heroicos santos para todo género de estados: un labrador para humildes, un humilde para sabios, un sabio para gentiles y una mujer fuerte para la flaqueza de las que en tantas provincias aflige el miedo».

Porque la canonización fue acompañada de una inmensa campaña propagandística o más bien una espectacular catequesis, en la que la fiesta se convierte en el vehículo fundamental para dar a conocer a los santos y formar a la sociedad en ese molde. Los objetivos de la iconografía, los sermones, los grabados, las esculturas y toda la alegría de la fiesta religiosa tenían como objetivo presentar a los santos ante el pueblo, cultivando su devoción como nuevos héroes de la Cristiandad.

Si el conjunto de la retórica se interpreta solamente en clave de poder, no se podría comprender la respuesta apasionada del pueblo, que es el protagonista y público de las celebraciones, de cuya respuesta depende en última instancia que haya fiesta.

Este deseo de educar a los cristianos se transmite en las fiestas que se hicieron para celebrar esta canonización. Por ejemplo, santa Teresa se le subraya ese papel de reformadora. En la ciudad de Salamanca, los mercaderes levantaron un arco triunfal en el que san Juan de la Cruz, reformador de los carmelitas decía a la santa, reformadora de la rama femenina:

«Vamos (Teresa) a comenzar la empresa, que si bien a la carne y sangre dura: el ser de Cristo voluntad expresa, alienta, fortaleza y asegura, que es a mis fuerzas desigual, aquesa confieso (Madre), aunque el amor procura ponga los hombros al primer Carmelo, y en nueva vida lo levante al Cielo».3

El caso de los santos jesuitas es otro caso llamativo. En la ciudad de Toledo, entre otros festejos, se organizó un espectáculo de fuegos artificiales que consistió en una representación teatral. En un extremo de la calle se levantó un tablado cercado por una verja, adornada con cohetes, y ruedas «con muy buenas invenciones y girándulas llenas de cohetes»; en el interior de este parque se representó un dragón con «venas de pólvora y forjado de cohetes» y «encima Lutero de la misma materia». En el segundo tablado, había cinco pirámides de cohetes, y el castillo lo guardaba un san Ignacio armado, al que estaba destinada la «valiente destrucción de Lutero y sus secuaces». A lo largo de la noche, en efecto, san Ignacio destruía al dragón hereje e infernal en una lluvia de fuego y ruido. La Compañía de Jesús recuperaba en la figura de su santo fundador el privilegio del combate frente a la herejía, objetivo que por otra parte lo identifica muy directamente con los ideales de la monarquía de los Austrias en la persona, en ese momento, de Felipe IV. Así, a todos los santos se los presenta en su vocación particular dentro de la Iglesia.

La canonización de 1622 fue, por tanto, no solo un acto ceremonial aceptado pasivamente por la sociedad, sino una renovación del compromiso de la Corona española, sus súbditos, las órdenes religiosas y, en definitiva, todos los miembros de la Iglesia con la expansión y defensa de la verdadera doctrina católica. Y esto es evidente en la semana de exuberante festejo y alegría que siguió a la noticia de la canonización, fiestas en las que se pusieron en práctica las recomendaciones de Urbano IV en su bula sobre la fiesta del Corpus Christi:

«Todo el clero, y el pueblo, gozosos entonen cantos de alabanza, que los labios y los corazones se llenen de santa alegría; cante la fe, tremole la esperanza, exulte la caridad; palpite la devoción, exulte la pureza; que los corazones sean sinceros; que todos se unan con ánimo diligente y pronta voluntad, ocupándose en preparar y celebrar esta fiesta» (…).4

Por eso, más allá de lo anecdótico de este hecho histórico y la importancia cultural o política que se le pueda reconocer, debemos sobrenaturalizar esta canonización y reconocer en ella la Providencia de Dios que, a través de su Iglesia, nos ofrece tan buenos ejemplos en todos los estados de vida cristiana y tan dignos valedores ante Nuestro Señor.

«Es Dios quien nos hace santos»

¿Cómo podemos recorrer el camino de la santidad, responder a esta llamada? ¿Puedo hacerlo con mis fuerzas? La respuesta es clara: una vida santa no es fruto principalmente de nuestro esfuerzo, de nuestras acciones, porque es Dios, el tres veces santo (cf. Is 6, 3), quien nos hace santos; es la acción del Espíritu Santo la que nos anima desde nuestro interior; es la vida misma de Cristo resucitado la que se nos comunica y la que nos transforma. Para decirlo una vez más con el Concilio Vaticano II: «Los seguidores de Cristo han sido llamados por Dios y justificados en el Señor Jesús, no por sus propios méritos, sino por su designio de gracia. El bautismo y la fe los ha hecho verdaderamente hijos de Dios, participan de la naturaleza divina y son, por tanto, realmente santos. Por eso deben, con la gracia de Dios, conservar y llevar a plenitud en su vida la santidad que recibieron.

Quiero invitaros a todos a abriros a la acción del Espíritu Santo, que transforma nuestra vida, para ser también nosotros como teselas del gran mosaico de santidad que Dios va creando en la historia, a fin de que el rostro de Cristo brille en la plenitud de su esplendor. No tengamos miedo de tender hacia lo alto, hacia las alturas de Dios; no tengamos miedo de que Dios nos pida demasiado; dejémonos guiar en todas las acciones cotidianas por su Palabra, aunque nos sintamos pobres, inadecuados, pecadores: será Él quien nos transforme según su amor. Gracias.

Benedicto XVI, Audiencia general, 3 de abril de 2011

Notas

1 Influencia también de la crítica protestante a la santidad, que provoca una disminución de canonizaciones y este endurecimiento de los procesos.

2 Cf. León XIII, Immortale Dei, n. 9. Citado, y traducido del latín por Labarga, 2020, p. 86.

3 Espinosa, Relación de las solemnes fiestas que se hicieron en Salamanca a la canonización de santa Teresa, p. 28. Cf. S. Th. I-II, q 111, a. 5, ad 3.

4 Urbano IV, Transiturus de hoc mundum, con la que se instituye la fiesta del Corpus Christi, 11 de agosto de 1264. S. Th I-II, q. 113, a. 9, ad 2.

5 S. Th. I-II, q 111, a. 5, ad 3.

6 Lumen gentium, 40.

7 Cf. 1 Cor 13.

8 Santa Teresita, Últimas conversaciones, 15.7.1.

9 Santa Teresita, Historia de un alma, Ms B, 3 vº.

10 Mt 11, 25.

 

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3 comentarios

Mary Poppins
Muy interesante el artículo, pero creo que se ha deslizado un error de tipeo, la fecha del año de inicio del Concilio de Trento, 1543 y no 1563. Muchas gracias a la autora por señalar los aspectos culturales e históricos con sus complicaciones políticas, que no impiden que la santidad haga su camino y sea reconocida.
11/10/22 1:04 AM
Félix 77
¿Cómo es eso de que cuatro eran "súbditos de la monarquía española"? Eran españoles. Separatismos no, gracias.
11/10/22 8:35 PM
Alberto
"Parece que la primera intención fue canonizar solamente a Isidro Labrador". Es una frase un poco ambigua, cuando está perfectamente demostrado históricamente que la intención de Felipe III, siguiendo el camino comenzado por Felipe II, era la de dotar a la nueva capital de España, Madrid, de un santo Patrón, pues Isidro era muy venerado por los madrileños, y tambien para dar mayor realce a la ciudad. Los otros se fueron añadiendo, como dice el artículo, por diferentes intereses, pero ciertamente la intención inicial era la de glorificar al santo labrador.
12/10/22 9:32 AM

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