Contra los herejes. La rigidez de los cobardes

Contra los herejes. La rigidez de los cobardes

Por eso, frente a la rigidez y la cobardía, Un Santo, un profeta, grito para los tiempos de hoy: «¡No tengáis miedo!» San Juan Pablo II

Rigidez, una palabra que oigo mucho y casi siempre mal enfocada, creo que se entiende bien desde los pontificados anteriores, donde también existía una rigidez que se oponía a ellos. Una oposición a la verdad, en definitiva. Podríamos haber titulado estee artículo, en la Comunión de los Santos: dialogando con San Juan Pablo II.

Lo que dice la Biblia, no es simplemente lo que dice independientemente del receptor, pues el receptor es la historia de cada persona, representada en zaqueo, publicano, etc. Por tanto, cuando se dice Palabra de Dios, se dice que mi historia, mi vida, es palabra de Dios, pertenezco a ella, me busca, en parte estoy biológicamente configurado a ella, pues todo lo ha creado. Me llama, porque tengo libertad de respuesta, me ama, es la verdad, por ello reconozco en deseo de adherirme a esa verdad donde veo plenitud, una respuesta a mi inquietud. La palabra de Dios, pues de Él he salido y hacia él voy. Esto quiere decir que lo que dice Dios es lo que digo yo, lo que pido para ser feliz, o más bien lo que necesito para ser feliz, son gemidos inefables que brotan desde lo más profundo del ser, pues son inherentes a él.

Por eso la inhabitación del Espíritu Santo, es que el mensaje es tan verdadero que lo hago mío, es mío, lo digo yo, pues es universal, para todos. Por eso no debemos escondernos detrás de la palabra de Dios, como si Dios hubiera revelado un libro, y yo lo predico, sino que ha revelado la vida verdadera, la vida que poseo es plenitud en la orientación cierta de lo que soy a la luz del que se manifiesta en mí. Pues es una universalidad en esencia del ser humano

De este modo, cuando dicen los Apóstoles: «hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros» (Hc 15,28), significa que hago mía la verdad que me ha sido revelada, de forma que integro y reconozco en mí una orientación de mis inquietudes, sentimientos, filosofías, en definitiva, una orientación hacia la verdad, que manifiesta a la vez quién es el enemigo del cuerpo y del alma. Declarándose a todos los sentidos culpable, y ya condenado. Esto no impide amar a los engañados por la serpiente antigua (Lucifer y Satanás), sino todo lo contrario, lo exige. Un amor ordenado desde la verdad de Cristo, en la razón práctica de la ley natural, que no es otra cosa, ni más sencilla, que guardar los mandamientos para amar al prójimo, sea quien sea.

Esto nos recuerda a un Sócrates, que habiendo escapado de la Caverna, no podía, por menos, que volver a entrar, a decir la verdad a sus compañeros encadenados bajo las sombras, aunque esto le costara la vida. Y así es, si Dios es Amor, habrá que preguntarse porque está crucificado.

Esto implica hablar, y por tanto, confiar en el poder de Dios, capaz de salvar y restaurar el alma humana, así como el cuerpo, este cuerpo, mi cuerpo. En cambio, los rígidos, son duros de mollera, incapaces de reclinar la cerviz y acusan a Dios, a sus mandamientos, y a su Iglesia de ser duros y rígidos: «Señor, sé que eres un hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste. Por eso me dio miedo, y fui y escondí en tierra tu talento» (Mt 25,24-25). Estos son los cobardes que creen que Dios manda algo imposible, que quiere cosechar donde no ha sembrado. De tal forma que creen como Lutero, que no pueden amar según Dios, y prefieren amar según ellos, sin sacrificio, sin verdad, sin vergüenza, y eso no es amor. Dios ha sembrado en el hombre la imago Dei y eso es lo que quiere cosechar, que se ajuste a la moral y a la verdad de Dios ya incoada en el hombre que busca desde este principio la verdad y al único Dios.

De tal modo que Dios recuerda al hombre los diez mandamientos para entrar en Su Reino, pero no lo dice Él, ¡lo digo yo! Digo que no me conformo con menos que con el amor de Dios en la exclusividad natural «Hombre y mujer los creó», y el que quiera amarme, que guarde los mandamientos, que no me robe, mienta, de falso testimonio contra mí, busque mi mal, daño o muerte, no codicie mis bienes temporales y eternos, pero sobre todo, honre a Dios «mi padre» y a la santísima Virgen María «mi madre», toda Santa Pura y Venerable, no por su discipulado, sino por su Concepción[i], etc.

«Ésta será la herencia del vencedor: yo seré Dios para él, y él será hijo para mí. Pero los cobardes, los incrédulos, los abominables, los asesinos, los impuros, los hechiceros, los idólatras y todos los embusteros tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda.» (Ap 21,7-8)

Los cobardes son los rígidos, los incapaces de actuar y moverse según la fe y la verdad. Paralizados, rígidos por el miedo (Mt 25,24-25) que les impide amar verdaderamente según Dios, se dan cuenta de que no tienen el movimiento necesario, ni para vivir la fe, ni exponerla. Sin movimiento hacia Dios que requiere la conversión, y la sanación que articula todo el cuerpo, el alma y el espíritu, la fe: dejan expuestos a los que desean aplicar la verdad en sus vidas, pero no han oído otras voces a las cuales sumar sus ánimos e intenciones de vivir entregados a Dios:

Según la RAE; Artículo de fe: Verdad que se debe creer como revelada por Dios, y propuesta, como tal, por la Iglesia.

Este articulo etimológicamente hablando viene del movimiento, de las articulaciones:

«Articulus es en realidad un diminutivo de artus, us, que significa 'articulación, miembro, juntura, coyuntura de los huesos'.

  • Ahora bien, en sentido figurado, el concepto es importantísimo: aquello por lo cual algo se mantiene ensamblado, junto a algo, que aún estando fijo, permite cierta movilidad. Como en nuestras manos por ejemplo, cuya capacidad tiene su «punto decisivo» en las articulaciones. Así también en las ideas, es la articulación de los nombres lo que permite su comprensión (un discurso desarticulado pierde sentido, coherencia, son sólo nombres desparramados, fragmentos de discurso).
  • Otro, también muy importante es artus, artus, que en absoluto deriva del griego. Éste significa pata, miembro o articulación.»Etimologías

Por tanto, los herejes en el concepto de la «comprensión» de la fe, han sido siempre unos rígidos, lo cual impide a sus articulaciones físicas y espirituales, rendir el culto debido a Dios. Por ejemplo, Lutero, fue incapaz de comprender, aferrar la fe por la rigidez de su mano espiritual, mezquina y cobarde para amar. Desgajó a su antojo los evangelios y decidió qué era y qué no era sacramento, etc. En verdad se hizo, o tal vez siempre fue, un infiltrado gnóstico, maniqueo y cátaro. Gnóstico al igual que Marción, el cual, lo único que quería era un puesto episcopal a cambio de dinero y al no obtenerlo sentenció: «destruiré vuestra Iglesia e introduciré en ella división sempiterna»[ii]

Por lo cual, no se puede prescindir ni en la vida ni en la teología, de «los principios de no contradicción, de finalidad, de causalidad» (FR 4)[iii]. Así pues: «la Iglesia, convencida de la competencia que le incumbe por ser depositaria de la Revelación de Jesucristo, quiere reafirmar la necesidad de reflexionar sobre la verdad. Por este motivo he decidido dirigirme a vosotros, queridos Hermanos en el Episcopado, con los cuales comparto la misión de anunciar ‘abiertamente la verdad’ (2 Co 4, 2) (…) Hay también otro motivo que me induce a desarrollar estas reflexiones. En la Encíclica Veritatis splendor he llamado la atención sobre ‘algunas verdades fundamentales de la doctrina católica, que en el contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas’». (FR 6)

Jesucristo, luz verdadera que ilumina a todo hombre

«Llamados a la salvación mediante la fe en Jesucristo, ‘luz verdadera que ilumina a todo hombre’ (Jn 1, 9), los hombres llegan a ser ‘luz en el Señor’ e ‘hijos de la luz’ (Ef 5, 8), y se santifican ‘obedeciendo a la verdad’ (1 Pe 1, 22).

Mas esta obediencia no siempre es fácil. Debido al misterioso pecado del principio, cometido por instigación de Satanás, que es ‘mentiroso y padre de la mentira’ (Jn 8, 44), el hombre es tentado continuamente a apartar su mirada del Dios vivo y verdadero y dirigirla a los ídolos (cf. 1 Ts 1, 9), cambiando ‘la verdad de Dios por la mentira’ (Rm 1, 25); de esta manera, su capacidad para conocer la verdad queda ofuscada y debilitada su voluntad para someterse a ella. Y así, abandonándose al relativismo y al escepticismo (cf. Jn 18, 38), busca una libertad ilusoria fuera de la verdad misma» (VS[iv]).

Objeto de la presente encíclica

«Siempre, pero sobre todo en los dos últimos siglos, los Sumos Pontífices, ya sea personalmente o junto con el Colegio episcopal, han desarrollado y propuesto una enseñanza moral sobre los múltiples y diferentes ámbitos de la vida humana. En nombre y con la autoridad de Jesucristo, han exhortado, denunciado, explicado; por fidelidad a su misión, y comprometiéndose en la causa del hombre, han confirmado, sostenido, consolado; con la garantía de la asistencia del Espíritu de verdad han contribuido a una mejor comprensión de las exigencias morales en los ámbitos de la sexualidad humana, de la familia, de la vida social, económica y política. Su enseñanza, dentro de la tradición de la Iglesia y de la historia de la humanidad, representa una continua profundización del conocimiento moral.

Sin embargo, hoy se hace necesario reflexionar sobre el conjunto de la enseñanza moral de la Iglesia, con el fin preciso de recordar algunas verdades fundamentales de la doctrina católica, que en el contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas. En efecto, ha venido a crearse una nueva situación dentro de la misma comunidad cristiana, en la que se difunden muchas dudas y objeciones de orden humano y psicológico, social y cultural, religioso e incluso específicamente teológico, sobre las enseñanzas morales de la Iglesia. Ya no se trata de contestaciones parciales y ocasionales, sino que, partiendo de determinadas concepciones antropológicas y éticas, se pone en tela de juicio, de modo global y sistemático, el patrimonio moral. En la base se encuentra el influjo, más o menos velado, de corrientes de pensamiento que terminan por erradicar la libertad humana de su relación esencial y constitutiva con la verdad. Y así, se rechaza la doctrina tradicional sobre la ley natural y sobre la universalidad y permanente validez de sus preceptos; se consideran simplemente inaceptables algunas enseñanzas morales de la Iglesia; se opina que el mismo Magisterio no debe intervenir en cuestiones morales más que para «exhortar a las conciencias» y «proponer los valores» en los que cada uno basará después autónomamente sus decisiones y opciones de vida.

Particularmente hay que destacar la discrepancia entre la respuesta tradicional de la Iglesia y algunas posiciones teológicas –difundidas incluso en seminarios y facultades teológicas– sobre cuestiones de máxima importancia para la Iglesia y la vida de fe de los cristianos, así como para la misma convivencia humana. En particular, se plantea la cuestión de si los mandamientos de Dios, que están grabados en el corazón del hombre y forman parte de la Alianza, son capaces verdaderamente de iluminar las opciones cotidianas de cada persona y de la sociedad entera. ¿Es posible obedecer a Dios y, por tanto, amar a Dios y al prójimo, sin respetar en todas las circunstancias estos mandamientos? Está también difundida la opinión que pone en duda el nexo intrínseco e indivisible entre fe y moral, como si sólo en relación con la fe se debieran decidir la pertenencia a la Iglesia y su unidad interna, mientras que se podría tolerar en el ámbito moral un pluralismo de opiniones y de comportamientos, dejados al juicio de la conciencia subjetiva individual o a la diversidad de condiciones sociales y culturales.

En ese contexto –todavía actual– he tomado la decisión de escribir –como ya anuncié en la carta apostólica Spiritus Domini, publicada el 1 de agosto de 1987 con ocasión del segundo centenario de la muerte de san Alfonso María de Ligorio– una encíclica destinada a tratar, ‘más amplia y profundamente, las cuestiones referentes a los fundamentos mismos de la teología moral’, fundamentos que sufren menoscabo por parte de algunas tendencias actuales.

Me dirijo a vosotros, venerables hermanos en el episcopado, que compartís conmigo (La Comunión de los Santos) la responsabilidad de custodiar la ‘sana doctrina’ (2 Tm 4, 3), con la intención de precisar algunos aspectos doctrinales que son decisivos para afrontar la que sin duda constituye una verdadera crisis, por ser tan graves las dificultades derivadas de ella para la vida moral de los fieles y para la comunión en la Iglesia, así como para una existencia social justa y solidaria» (VS 4-5).

«Al dirigirme con esta encíclica a vosotros, hermanos en el episcopado, deseo enunciar los principios necesarios para el discernimiento de lo que es contrario a la ‘doctrina sana’, recordando aquellos elementos de la enseñanza moral de la Iglesia que hoy parecen particularmente expuestos al error, a la ambigüedad o al olvido. Por otra parte, son elementos de los cuales depende la ‘respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana que, hoy como ayer, conmueven íntimamente los corazones: ¿Qué es el hombre?, ¿cuál es el sentido y el fin de nuestra vida?, ¿qué es el bien y qué el pecado?, ¿cuál es el origen y el fin del dolor?, ¿cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad?, ¿qué es la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte?, ¿cuál es, finalmente, ese misterio último e inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos y hacia el que nos dirigimos?’.

Estos y otros interrogantes, como ¿qué es la libertad y cuál es su relación con la verdad contenida en la ley de Dios?, ¿cuál es el papel de la conciencia en la formación de la concepción moral del hombre?, ¿cómo discernir, de acuerdo con la verdad sobre el bien, los derechos y deberes concretos de la persona humana?, se pueden resumir en la pregunta fundamental que el joven del evangelio hizo a Jesús: ‘Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?’. Enviada por Jesús a predicar el Evangelio y a ‘hacer discípulos a todas las gentes..., enseñándoles a guardar todo’ lo que él ha mandado (cf. Mt 28, 19-20), la Iglesia propone nuevamente, todavía hoy, la respuesta del Maestro. Ésta tiene una luz y una fuerza capaces de resolver incluso las cuestiones más discutidas y complejas. Esta misma luz y fuerza impulsan a la Iglesia a desarrollar constantemente la reflexión no sólo dogmática, sino también moral en un ámbito interdisciplinar, y en la medida en que sea necesario para afrontar los nuevos problemas.

Siempre bajo esta misma luz y fuerza, el Magisterio de la Iglesia realiza su obra de discernimiento, acogiendo y aplicando la exhortación que el apóstol Pablo dirigía a Timoteo: ‘Te conjuro en presencia de Dios y de Cristo Jesús, que ha de venir a juzgar a vivos y muertos, por su manifestación y por su reino: proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se buscarán una multitud de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas. Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu ministerio’(2 Tm, 4, 1-5; cf. Tt 1, 10.13-14).» (VS 30)

Estas palabras de San Juan Pablo II, siguen hoy tan vivas y presentes, porque no tienen rigidez ninguna, sino un movimiento que se articula con la Fe. Del mismo modo, esta es la victoria de Jesucristo, que no le venció la rigidez de la muerte, sino que venció al fruto del pecado, al hacerse mortal (la rigidez de la muerte).

Este es precisamente el signo de Jonás, el imperativo Divino e intolerante, pues no toleró la muerte, sino que volvió a la vida para reafirmar el mensaje de ayer hoy y siempre: la conversión para el perdón de los pecados, que no han cambiado, y siguen siendo los mismos. Así pues, no importa el tiempo ni la época, nada puede parar el mensaje de Cristo. Pensaron que había muerto, por tanto, fracasado. Incluso que habían acabado con las palabras incómodas de Juan el Bautista en materia de licitud matrimonial, pero no, el tormento será eterno para los que no comprenden que Dios es eterno, hoy vivo y presente en el mensaje inmutable del evangelio, y sus sacramentos.

A todas luces es una victoria la Santidad del Mesías, ¿Cuál es la santidad? ¿la forma de santificarse?:

«Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo (…) Santifícalos en la verdad: tu palabra es la verdad. Lo mismo que Tú me enviaste al mundo, así los he enviado yo al mundo. Por ellos yo me santifico, para que también ellos sean santificados en la verdad.» (Jn 17,14-19)

Lo que dijo el Padre, su Palabra, es la Verdad, y Jesucristo se santificó obedeciendo a las Sagradas Escrituras, para que se cumplieran, ni siquiera Él pasó por alto, el sufrimiento de la obediencia al amor. Por lo tanto, el mártir de lo que da testimonio es de las Sagradas Escrituras, de la fe. Por eso ningún hereje puede dar crédito a las Sagradas Escrituras, porque los cobardes no son testigos de ellas, pues en ellas está el verdadero amor al prójimo. En ellas nos santificamos.

En definitiva ¿qué es un hereje?

«El hereje es un maestro, investido de una autoridad que él reclama como auténtica. Es un hombre iluminado y a menudo carismático que, oponiéndose al sistema mayoritario, pretende restaurar la creencia y el comportamiento correctos. Desde la Antigüedad, y luego en muchas ocasiones a lo largo de la historia, la herejía se ha identificado con una enfermedad contagiosa (pestilentia) o con algún tipo de locura (insania, dementia) que amenaza con corromper al resto del cuerpo orgánico de la Iglesia. El hereje constituye un peligro orgánico. ¿Qué hacer con él? Como todo enfermo, puede curarse. Un feroz heresiólogo de finales del siglo IV, el obispo Epifanio de Salamina, recopiló un catálogo de herejías al que tituló Panarion («botiquín»), con el que pretendía ofrecer una «caja de medicinas» para curar o extirpar el mal de los herejes. Pero, ¿qué hacer si el hereje no quiere curarse? Entonces debe ser reprimido porque tergiversa malévolamente la verdad y confunde a los otros, ignorantes y débiles, para alejarlos de la verdadera Iglesia, que él conoce y desprecia. El hereje es el mayor enemigo de la Iglesia, peor que los paganos, porque el mal lo inocula desde dentro. Aquélla debe forzarle a regresar a la ortodoxia, primero con la persuasión y luego con medidas coercitivas; si nada de ello funciona debe expulsarle de la comunidad.» Herejes en la historia

Por eso, frente a la rigidez y la cobardía, Un Santo, un profeta, grito para los tiempos de hoy: «¡No tengáis miedo!» San Juan Pablo II

«¡Basta de silencios!¡Gritad con cien mil lenguas! porque, por haber callado, ¡el mundo está podrido!» Santa Catalina de Siena.

 

 

Notas

[i] «Débase a los papas la determinación exacta del culto de la Inmaculada. Mas, como quiera que las cosas relacionadas con el culto están íntima y totalmente ligadas con su objeto, y no pueden permanecer firmes en su buen estado si éste queda envuelto en la vaguedad y ambigüedad, por eso nuestros predecesores romanos Pontífices, que se dedicaron con todo esmero al esplendor del culto de la Concepción, pusieron también todo su empeño en esclarecer e inculcar su objeto y doctrina. Pues con plena claridad enseñaron que se trataba de festejar la concepción de la Virgen, y proscribieron, como falsa y muy lejana a la mente de la Iglesia, la opinión de los que opinaban y afirmaban que veneraba la Iglesia, no la concepción, sino la santificación. Ni creyeron que debían tratar con suavidad a los que, con el fin de echar por tierra la doctrina de la Inmaculada Concepción de la Virgen, distinguiendo entre el primero o y segundo instante y momento de la concepción, afirmaban que ciertamente se celebraba la concepción, mas no en el primer instante y momento. Pues nuestros mismos predecesores juzgaron que era su deber defender y propugnar con todo celo, como verdadero Objeto del culto, la festividad de la Concepción de la santísima Virgen, y concepción en el primer instante» (Ineffabilis Deus, Espístola Apostólica de S.S. Pio IX, 8 de diciembre del 1854 - Sobre la Inmaculada Concepción).

[ii] Historia de las civilizaciones –el crisol del cristianismo- pág. 477-481.

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5 comentarios

CARLOS NAVARRO
Felicidades, hoy la salvación pende de la fidelidad al Magisterio y en particular al inspirado por el E.S. a San Pablo VI, San Juan Pablo II y Benedicto XVI, una verdadera cátedra de fe, contra la que inútilmente chocarán las nuevas teologías y disposiciones doctrinales de consenso.
13/06/22 9:16 PM
Osvaldo
recuerdo por el año 1994, cuando se publicó esta encíclica (Veritatis Splendor), el rector del instituto de teología donde estudiaba (y donde estudiaban los seminaristas de nuestra diócesis), exclamaba delante de los alumnos: "...pero porque no se muere de una vez este viejo de m...." ; refiriéndose al papa Juan Pablo II .-
Mucho clero progresista (o directamente hereje) quedó muy molesto con esta encíclica ...
13/06/22 9:52 PM
Jorge Cantu
Osvaldo:

"Mucho clero progresista (o directamente hereje) quedó muy molesto con esta encíclica..."

De aquellos polvos estos lodos. Estupenda anécdota, para quienes suelen atacar con saña y malicia, y gustan de ensuciar la memoria de San Juan Pablo II, muy lejos de él el perfil modernista que algunos le quieren colgar.
14/06/22 4:43 AM
Vicente
Está crucificado por amor a nosotros.
14/06/22 9:27 PM
JSP
1. Es necesario recordar que la Encíclica Veritatis Splendor del 6 de agosto de 1993 va dirigida solamente a los Obispos:



CARTA ENCÍCLICA VERITATIS SPLENDOR DEL SUMO PONTÍFICE

JUAN PABLO II A TODOS LOS OBISPOS DE LA IGLESIA CATÓLICA

SOBRE ALGUNAS CUESTIONES FUNDAMENTALES DE LA ENSEÑANZA MORAL DE LA IGLESIA



Venerables hermanos en el episcopado,

salud y bendición apostólica.



El esplendor de la verdad brilla en todas las obras del Creador y, de modo particular, en el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26), pues la verdad ilumina la inteligencia y modela la libertad del hombre, que de esta manera es ayudado a conocer y amar al Señor. Por esto el salmista exclama: «¡Alza sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor!» (Sal 4, 7).

2. La Encíclica afirma que nuestra fe se basa en el hecho histórico de la Resurrección de Jesús. Con las palabras de San Pablo, "si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe, y nosotros somos los más miserables de los hombres"(1 Cor 15,16-19).

3. Los Apóstoles (Obispos son sucesores) se autodefinen como "testigos de la Resurrección" y afirman ante el Sanedrín que cumplen el mandato de Dios de anunciarla (Hch 1,22). Y por su anuncio fueron castigados y dieron su vida por Cristo.

4. La Promesa de inerrancia de Cristo es para Sus Apóstoles y sucesores.
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LF 
Dirigida a todos los obispos pero su magisterio es para todos los fieles 
20/06/22 2:17 PM

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