XXXIII. El olvido del pecado
El pecado
No se puede negar que, en la actualidad, entre otros olvidos, se ha olvidado el pecado. El cardenal Ratzinger, cuando era Arzobispo de Munich, había dicho que: «El tema del pecado se ha convertido en uno de los temas silenciados de nuestro tiempo. La predicación religiosa intenta, a ser posible, eludirlo. El cine y el teatro utilizan la palabra irónicamente o como forma de entretenimiento. La Sociología y la Psicología intentan desenmascararlo como ilusión o complejo. El Derecho mismo intenta cada vez más arreglarse sin el concepto de culpa. Prefiere servirse de la figura sociológica que incluye en la estadística los conceptos de bien y mal y distingue, en lugar de ellos, entre el comportamiento desviado y el normal»[1].
Advertía también que, aunque es innegable que: «El tema del pecado se ha convertido en un tema relegado, pero por todas partes se comprueba, sin embargo, que a pesar de estar efectivamente relegado, continúa verdaderamente existiendo». Se puede comprobar incluso en: «la agresividad dispuesta a saltar en cualquier momento, que hoy experimentamos sensiblemente en nuestra sociedad, con esa disposición siempre recelosa para insultar al otro considerándolo el culpable de nuestra propia desgracia»[2].
Este hecho, que implica el querer cambiar las cosas por la violencia, revela que es «expresión de la verdad relegada de la culpa que el hombre no quiere percibir (…) Porque el hombre puede dejar a un lado la verdad pero no eliminarla»[3].
En nuestra sociedad se ha perdido la conciencia de pecado. Al empezar el siglo XXI, en el libro Dios y el mundo, decía el entonces cardenal Ratzinger: «Es la extinción de la capacidad de percibir la culpa porque la persona se ha endurecido y ha enfermado por dentro (…) La capacidad de percibir la culpa es soportable y se despliega cuando existe la salvación (…) La culpa sólo puede superarla de verdad el sacramento, el poder pleno procedente de Dios»[4].
Se necesita la gracia de Dios. «En este sentido, ya desde el pecado original somos seres embrutecidos y, cuando tratamos al prójimo de manera inconveniente, intentamos ocultarlo tras el velo del olvido. Queremos, por ejemplo, aceptar fácilmente la mentira y cosas por el estilo. Este embrutecimiento de la conciencia es nuestro gran peligro. Envilece a la persona»[5].
En el Concilio Vaticano II, la Constitución dogmática sobre la Iglesia ya había recordado que: «Como todos tropezamos en muchas cosas (Cf. Sant 3, 2), tenemos continua necesidad de la gracia de Dios y hemos de orar todos los días: “Perdónanos nuestras deudas” (Mt 6, 12)»[6].
La maldad del pecado
En el Catecismo de la Iglesia Católica, publicado para la aplicación del Concilio Vaticano II, se dice: «El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna” (San Agustín, Contra Faustum manichaeum, 22, 27; cf. Santo Tomas de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 71, a. 6)[7].
San Agustín, en el lugar citado, escribe: «Pecado es un dicho, hecho o deseo contra la ley eterna. A su vez, la ley eterna es la razón o voluntad divina que manda conservar el orden natural y prohíbe alterarlo»[8].
Santo Tomás cita esta definición y explica que : «el pecado es un acto humano malo (…) Y es malo por carecer de la medida obligada, que siempre se toma en orden a una regla; separarse de ella es pecado. Pero la regla de la voluntad humana es doble: una próxima y homogénea, la razón, y otra lejana y primera, es decir, la ley eterna, que es como la razón del mismo Dios».
Comenta seguidamente, refiriéndose directamente a la definición agustiniana: «Por eso, San Agustín puso dos cosas en la definición de pecado: la primera pertenece a la substancia del acto humano en su parte material, y está caracterizada en dicho, hecho o deseo; la otra pertenece a la razón propia del mal, y es como elemento formal del pecado. Lo expresó al decir: contra la ley eterna»[9].
Por ser el pecado una infracción o trasgresión a un precepto o ley divina: «el pecado es una ofensa a Dios: “Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces” (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse “como dioses”, pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3, 5). El pecado es así “amor de sí hasta el desprecio de Dios” (San Agustín, De civitate Dei, 14, 28). Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cf Flp 2, 6-9)»[10].
En el Catecismo también se divide el pecado, en razón de su gravedad, en mortal o grave, con el que se pierde la gracia, y en venial o leve. «El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior. El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere»[11].
Se advierte más adelante que: «Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: “Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento” (Juan Pablo II, Exhort. ap. Reconciliatio et paenitentia (1984), 17)»[12].
Los Diez Mandamientos, tal como indicó Cristo, determinan la materia grave del pecado mortal. «La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la respuesta de Jesús al joven rico: “No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre” (Mc 10, 19). La gravedad de los pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta también: la violencia ejercida contra los padres es más grave que la ejercida contra un extraño»[13].
También el nuevo Catecismo asegura que si del pecado mortal el hombre no se arrepiente y obtiene el perdón de Dios, durante su vida y hasta el final de la misma, se condena. «El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana como lo es también el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia y a la misericordia de Dios»[14].
Sobre la pena eterna a que lleva el reato, u obligación de expiación de la pena del pecado mortal, Santo Tomás presenta la siguiente objeción a la afirmación de este efecto del pecado: «El pecado es temporal. Luego no lleva consigo reato de pena eterna»[15].
La respuesta del Aquinate es la siguiente: «Tanto en los juicios de Dios como en los juicios de los hombres, la pena es, en cuanto a su rigor, proporcionada al pecado. Sin embargo, como afirma San Agustín, en la Ciudad de Dios (XXI, 11), en ningún juicio se requiere que la pena se adecue a la falta en cuanto a la duración. No porque el adulterio u homicidio se cometen en un instante deben ser castigados con pena momentánea»[16].
Además, en el pecado, aunque sea temporal, hay una cierta eternidad, una eternidad propia, que hace que el «pecador, al separarse de Dios, peca en su eternidad subjetiva»[17]. Si el pecador opta por el pecado sólo por un tiempo determinado de dicha, que se termina, arriesgando la bienaventuranza eterna, mucha más lo elegiría si pudiera permanecer en el pecado sin que la dicha fuera fugaz, sino que durara eternamente.
Así lo indica el Aquinate, en su respuesta, al concluir: «Es justo, nos dice San Gregorio, que quien en su propia eternidad pecó contra Dios, en la eternidad de Dios sea castigado. Y decimos que peca en su propia eternidad, no sólo por la continuidad del acto, que perdura en toda su vida, sino porque, habiendo puesto su fin en el pecado, tiene la voluntad de pecar siempre. Por lo que afirma San Gregorio en sus Morales, (XXXIV, c. 19) que “los inicuos quisieran vivir siempre para permanecer siempre en su iniquidad”»[18].
Más adelante, al final de la Suma se encuentra entre otros el siguiente argumento para explicar una pena eterna para un pecado: «El hombre pecó siempre. Y así dice San Gregorio: “A la gran justicia del que juzga toca que nunca carezcan de suplicio quienes no quisieron carecer de pecado” (Libri Dialogarum., c. 41). Y si se objetase que algunos que pecaron mortalmente se proponen enmendar su vida y, por lo tanto, debido a esto, no serían dignos de suplicio eterno, como es claro, se contesta, según algunos, que San Gregorio habla de la voluntad que se manifiesta por la obra; pues el que por propia voluntad cae en pecado mortal, se pone en estado del cual no puede ser sacado sino por la divinidad. En consecuencia, por lo mismo que quiere pecar, quiere consecuentemente, permanecer perpetuamente en pecado. “El hombre es un espíritu que va”, a saber, al pecado y “no vuelve” por sí mismo. Como se podría decir de alguien que se echara en un pozo, del que no pudiera salir sin ayuda, que quiso permanecer allí perpetuamente, aunque hubiera pensado otra cosa»[19].