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12.04.19

Señor, no soy digno (I - Respuestas XL)

1. Es usual y dato común en todas las liturgias, ya sean orientales, ya sean occidentales, que inmediatamente antes de distribuir la comunión eucarística, el sacerdote se dirija al pueblo y lo invite a acercarse a comulgar con disposiciones de fe, humildad, santo temor de Dios y, por tanto, en gracia y no en pecado mortal. No es un acceso indiscriminado a todos, sino que se ha de estar preparado y en estado de gracia.

  El Catecismo lo recuerda afirmando que “para responder a esta invitación debemos prepararnos para este momento tan grande y santo. San Pablo exhorta a un examen de conciencia… Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar” (CAT 1385).

También, muy claramente, Juan Pablo II escribía:

“el juicio sobre el estado de gracia, obviamente, corresponde solamente al interesado tratándose de una valoración de conciencia. No obstante, en los casos de un comportamiento externo grave, abierta y establemente contrario a la norma moral, la Iglesia, en su cuidado pastoral por el buen orden comunitario y por respeto al Sacramento, no puede mostrarse indiferente. A esta situación de manifiesta indisposición moral se refiere la norma del Código de Derecho Canónico que no permite la admisión a la comunión eucarística a los que ‘obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave’ (cn. 915)” (Ecclesia de Eucharistia, 37).

     2. Por eso, recordando la santidad de la Eucaristía misma y la necesaria disposición de los fieles, la liturgia introdujo una invitación sacerdotal que es una admonición, una advertencia para todos. La más difundida y corriente es “Sancta sanctis”, es decir, “lo Santo (o las cosas santas) para los santos”. Los fieles todos aclaman y responden con humildad: “sólo Tú eres santo”, reconociendo que, aunque puedan comulgar y están en gracia, son pequeños comparados con la santidad absoluta de Jesucristo.

    ¿Testimonios? El primero que se puede aducir lo hallamos en las catequesis de S. Cirilo de Jerusalén, en el siglo IV:

    “Después de estas cosas, dice el sacerdote: ‘las cosas santas para los santos’. Santas son las cosas que están delante, que han recibido la venida del Espíritu Santo. Las cosas santas convienen, pues, a los santos. Después vosotros decís: ‘Uno es el santo, uno el Señor: Jesucristo’. En verdad uno es el santo, santo por naturaleza. Nosotros también somos santos, pero no por naturaleza, sino por participación y por ejercicio y oración” (Cat. Mist. V, 18).

 El Crisóstomo también alude a esa admonición sacerdotal:

  “Por esto mismo clama entonces el sacerdote llamando a los santos, y requiriendo a todos con esta voz para que ninguno se acerque sin la debida preparación. De la misma manera que en un rebaño en el que hay muchas ovejas sanas y muchas llenas también de sarna es necesario separar éstas de las sanas; así también en la Iglesia, ya que en ella hay ovejas sanas y ovejas enfermas, mediante esta voz separa las unas de las otras, recorriendo el sacerdote por todas partes por medio de este clamor terribilísimo, y va llamando y atrayendo a los santos” (S. Juan Crisóstomo, In Heb., 17,4).

   Un tercer elemento en la Tradición es el desarrollo ritual que nos describen las Constituciones Apostólicas del s. IV:

   “Después de que todos digan ‘Amén’, diga el diácono: ‘Prestad atención’. El obispo dirija la palabra al pueblo de esta manera: ‘Las cosas santas para los santos’.

       Responda el pueblo: ‘Un solo santo, un solo Señor, Jesucristo, para gloria de Dios Padre en el Espíritu Santo. Eres bendito por los siglos. Amén. Gloria en las alturas a Dios, paz en la tierra y beneplácito (de Dios) entre los hombres. Hosanna al Hijo de David, bendito el Señor Dios que viene en nombre del Señor y se ha manifestado entre nosotros, hosanna en las alturas’.

       Después de esto comulgue el obispo, luego los presbíteros, los diáconos…” (VIII,11-14).

   Actualmente, así se sigue realizando en muchas liturgias. La liturgia de Antioquía, celebrada en el Líbano con la anáfora de los doce apóstoles, realiza este antiquísimo diálogo:

 “Las cosas santas para los santos y los puros”.

 R/: “Un solo Padre santo, un solo Hijo santo, un solo Espíritu vivo y santo. Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo vivificador: ahora y hasta el fin de los siglos”.

    La Divina Liturgia de S. Juan Crisóstomo, el rito bizantino, realiza esta admonición elevando los dones, antes de una ulterior fracción y otros ritos simbólicos. El diácono avisa: “Estemos atentos”. El sacerdote eleva el sagrado Pan, diciendo en voz alta: “Lo Santo a los santos”. Y los fieles aclaman: “Uno solo es Santo, uno solo es Señor, Jesucristo, para gloria de Dios Padre. Amén”.

    Lo mismo se realiza en nuestro rito hispano-mozárabe. El sacerdote sale al pie del altar y elevando la patena y el cáliz, aclama: “Lo santo para los santos”, aunque el actual Ordinario de la Misa, extrañamente, no pone ninguna respuesta en boca de los fieles, como es lo habitual en la tradición litúrgica.

 

4.04.19

Cordero de Dios (y II - Respuestas XXXIX)

3. Al ser un rito que duraba tiempo, como hemos visto, pronto apareció un canto que lo acompañase, apropiado para ese rito eucarístico tan entrañable.

   Por ejemplo, en el rito hispano-mozárabe, el pan se parte (y luego se colocan 9 trozos en forma de cruz sobre la patena evocando cada misterio de Cristo) mientras se canta la “antífona ad confractionem”, la antífona para la fracción. El Ordinario ofrece varias:

 “Cristo, acuérdate de nosotros en tu reino, y haznos dignos de tu resurrección”.

  “Acepta, Señor, en tu presencia nuestro sacrificio, y sea de tu agrado”.

  “Danos, Señor, la comida a su tiempo, abre tu mano, y sacia nuestras almas con tus bendiciones”.

   “Descienda sobre nosotros, Señor, tu misericordia, como la esperamos de ti”.

   Y en el santo tiempo pascual: “Venció el león de la tribu de Judá, la raíz de David, aleluya”.

   El rito romano introdujo a finales del siglo VII una letanía de origen griego: “Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo”. Según el Liber pontificalis, un Papa de origen griego, Sergio I (687-701) fue quien introdujo esta letanía.

  4. La letanía del Agnus Dei comienza con la invocación “Cordero de Dios que quitas el pecado el mundo”, tomando las palabras con que Juan el Bautista señaló al Redentor y lo proclamó ante todos (cf. Jn 1,29).

  Son palabras que evocan al Cordero que fue llevado al matadero sin abrir la boca (Is 53) sufriendo por los pecados, el Siervo de Dios. Su sacrificio fue redentor para todos. Palabras que evocan también al cordero pascual que se inmolaba y era comido como memorial de la salvación de Dios.

  No es de extrañar, con estas figuras o tipos del Antiguo Testamento, que a Jesucristo se le llame el Cordero de Dios, el verdadero Cordero que quita el pecado del mundo. No sólo fue el Precursor quien lo calificó así; san Pedro afirma: “Ya sabéis con qué os rescataron de ese proceder inútil recibido de vuestros padres: no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha” (1P 1,18).

  Que Cristo sea el Cordero verdadero e inmolado, lo vemos igualmente en el Apocalipsis: un cordero en pie, en el trono, que se notaba que lo habían degollado y al que todos adoran postrándose y diciendo: “Digno es el cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría…” (Ap 5,12). Aguardamos y esperamos las bodas del Cordero con su Esposa, la Iglesia engalanada (cf. Ap 19,7). La categoría de “cordero” es una nota propia de la cristología del Apocalipsis, y aparece casi 30 veces. Es una construcción simbólica en la que el cordero es Cristo, preparado por el AT en la doble línea del Éxodo y del Siervo de Yahvé en Isaías; justamente muerto y resucitado, con todo el poder mesiánico.

    Al cantar la letanía del Agnus Dei, y su respuesta “ten piedad de nosotros” y finalmente “danos la paz”, reconocemos también en el rito de la fracción el sacrificio mismo de Cristo, su inmolación y entrega en la cruz, dándose por nosotros. Sólo inmolándose alcanzó la redención de los pecados de la humanidad. Es el rito de la fracción un signo sacramental claro de la Pasión del Salvador. “En el pan partido el Señor se reparte a sí mismo. El gesto de partir alude misteriosamente también a su muerte, al amor hasta la muerte” (Benedicto XVI, Hom., 9-abril-2009). Cristo, entregándose en la Eucaristía, le da a la Iglesia su propia vida, ¡su propio Cuerpo!

  Sólo queda resaltar cómo, la última vez, todos cantan en la letanía “danos la paz”. Se engarza así con el rito anterior, el beso santo de la paz, y se subraya cómo toda paz verdadera viene de Cristo que es nuestra paz, no una paz horizontal, basada en componendas humanas y pactos, sino de Él y de su Reino.