Unidad de la Iglesia en la verdad de la fe: lo más urgente
San Pedro libertado por un ángel/ Ribera | Museo del Prado

Unidad de la Iglesia en la verdad de la fe: lo más urgente

Oremos por el papa León y los Obispos, elegidos y especialmente potenciados por Dios, para guardar la Iglesia en la unidad de la sana doctrina, y para sanar con la fuerza de la gracia apostólica los errores que puedan afectar la fe.

La primera nota esencial de la Iglesia es la unidad. Una, santa, católica, apostólica y romana... Y es normal que el papa León XIV sienta sobre sí, al ser constituido Sucesor de Padre, el dulce peso de la unidad de la Iglesia: «Apacienta mis ovejas» (Jn 21,17). Son palabras grandiosas, sólo dichas a Pedro... y a sus Sucesores. Significan claramente que Pedro re-presenta al Buen Pastor, y que ha de cuidar en el nombre de Cristo, siguiendo su modelo y contando con su asistencia, a todo el Pueblo de Dios, a todas las Iglesias locales, que constituyen una sola Iglesia, un solo Rebaño de Cristo. Y consiguientemente, que ha de vencer continuamente, con la autoridad del Señor y la colaboración de los Obispos, todas las heridas que puedan ser causadas en la unidad del Cuerpo místico de Cristo por herejes y cismáticos.

Cristo, para defender a su Iglesia naciente, y guardarla en la unidad de la fe, combatió con palabras y acciones muy poderosas. Bien sabía que sus enemigos eran siervos del Demonio, Príncipe de este Mundo y Padre de la Mentira.

Cristo se mostró en la tierra muy fuerte en el combate contra los errantes principales: «Guías ciegos, insensatos, hipócritas, sepulcros blanqueados, llenos de inmundicia, serpientes, raza de víboras, ¿cómo escaparéis al juicio de la gehenna» (Mt 23)... Pero también sacudió con fuerza al pueblo que los seguía: «Vosotros tenéis por padre al diablo... mentiroso y padre de la mentira. Pero a mí, porque os digo la verdad, no me creeis» (Jn 8,44-45).

Y también dio instrucciones pastorales fuertes a sus Apóstoles-enviados: «Si no os reciben o no escuchan vuestras palabras, saliendo de aquella casa o de aquella ciudad, sacudid el polvo de vuestros pies. En verdad os digo que más tolerable suerte tendrá la tierra de Sodoma y Gomorra en el día del juicio que aquella ciudad (Mt 10,14-15).

Ese celo supremo por la unidad de la Iglesia lo vivieron con máxima intensidad los Apóstoles, como lo reflejan sus cartas (2Pe 2; Sant 3,15; 1Jn 2, 18.26; 4,1; Judas 3-23; etc). Ya Cristo les había avisado que «saldrán muchos falsos profetas y extraviarán a mucha gente» (Mt 24,11). Y a lo largo de los siglos, ese celo apostólico por la unidad eclesial --que viene a ser por la unidad en la fe-- ha venido a ser un sello de garantía de la Iglesia Católica... La Esposa ha conocido el precio de la Unidad eclesial. Cristo se entregó a la muerte «para congregar en la unidad a los hijos de Dios dispersos» (Jn 11,52). La unidad de la Iglesia se adquirió y se mantiene «al precio de la sangre de Cristo».

En consecuencia, «estad solícitos por conservar la unidad del espíritu por el vínculo de la paz... Solo hay un Cuerpo y un Espíritu... Solo un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos» (Ef 4,1-5)... «Perseveraban en la enseñanza de los Apóstoles y en la unión» (Hch 2,42), y así venían a ser «un corazón y un alma sola» (ib. 4,32), «concordes en el mismo pensar y el mismo sentir» (1Cor 1,10)

Los Apóstoles, a su vez, siguieron el ejemplo y las instrucciones de su Maestro. Así San Pedro, hace un terrible retrato de los pseudo-sabios Doctores que apostataron de Cristo y lo calumniaron:

«Si una vez retirados de las corrupciones del mundo por el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, de nuevo se enredan en ellas y se dejan vencer, sus finales se hacen peores que sus principios. Mejor les fuera no haber conocido el camino de la justicia,, que después de conocerlo, abandonar los santos preceptos que les fueron dados… «Volvióse el perro a su vómito, y la cerda lavada vuelve a revolcarse en el cieno» (2 Pe 2,20-22).

San Pablo en el mismo tono:

«Algunos os turban y pretender pervertir el Evangelio de Cristo. Pero aunque nosotros o un ángel bajado del cielo os anunciase otro Evangelio distinto del que del que os hemos anunciado, sea anatema. Os lo he dicho antes y os lo repito ahora. Si alguno os predica otro Evangelio distinto del que habéis recibido, sea anatema» (Gál 1,7-9).

El ecumenismo postconciliar expresa a veces su aprecio y amistad con los no católicos, y especialmente con los hermanos separados, en formas inconvenientes, por las que aumenta la autoestima de ellos y su perseverancia en cuestiones a veces graves:

«Os dije en carta que no os mezclarais con los fornicarios. No, cierto, con los fornicarios de este mundo o con los avaros o ladrones o idólatras, para eso tendríais que saliros de este mundo. Lo que ahora os escribo [para aclararos] es que no os mezcléis con ninguno que llevando el nombre de hermano [diciéndose cristiano], sea fornicario, avaro, idólatra, maldiciente, borracho o ladrón. Con éstos, ni comer. Pues ¿acaso me toca a mí juzgar a los de fuera? ¿No es a los de dentro a quienes os toca juzgar? Dios juzgará a los de fuera; vosotros extirpad el mal de entre vosotros mismos» (1Cor 5,9-13).

La disciplina penitencial antigua era muy severa, podía implicar años de apartamiento de la comunión eucarística, o llegar a la excomunión. El Concilio de Elvira (Eliberitanum), primer Concilio celebrado en la Hispania Bética, poco después del 300, acordó expulsar un tiempo de la comunidad eclesial al cristiano que, viviendo en la ciudad, y sin razón suficiente, faltase a la Misa dominical tres semanas seguidas.

Esa severidad exigente, propia de Iglesias jóvenes, en un tiempo inmediato a la nueva libertad cívica de Constantino, fue con los siglos aminorándose prudentemente. Pero en los últimos tiempos, a una velocidad extrema, la aminoración ha venido a dar casi en la eliminación. Lo que puede comprobarse, por ejemplo, en el absentismo a la Misa dominical de inmensas mayorías. O en el sacramento de la penitencia, prácticamente desaparecido o casi en muchas parroquias. Como también en las minúsculas «penas» que a veces se imponen donde aún hay confesiones: «tres Avemarías de penitencia» (exagerando un poco)... Y últimamente, con cierta frecuencia, se ha llegado «por fin» a que el confesor no imponga penitencia alguna; a no ser que se la pida el penitente.

Oremos por el papa León y los Obispos, elegidos y especialmente potenciados por Dios, para guardar la Iglesia en la unidad de la sana doctrina, y para sanar con la fuerza de la gracia apostólica los errores que puedan afectar la fe.

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