Los derechos humanos como becerro de oro
Adoración del becerro de oro - Poussin | © Wikimedia

Los derechos humanos como becerro de oro

La reciente aprobación por parte de la FDA de una nueva píldora abortiva, fabricada con el declarado propósito de «normalizar el aborto», es solo el último episodio de una larga deriva moral: la que convierte cualquier deseo promovido por el poder en un supuesto «derecho humano». Este artículo examina cómo el propio concepto moderno de «derechos humanos», presentado como cumbre de la dignidad, se ha convertido en el más eficaz instrumento para destruirla.

Virgilio dijo aquello de latet anguis in herba --«la serpiente se oculta en la hierba»-- para advertir del peligro que nos acecha, disimulado, en los lugares más bellos. ¿Y qué más bello que los derechos humanos, ese presente que la Humanidad se dio a sí misma para traer el cielo a la tierra?

Quizá esos derechos sean un regalo envenenado, como ese caballo de Troya del que también nos habló el vate romano. A ese caballo lo dejamos entrar en casa porque parecía un presente de paz. Llevaba placas doradas y bajo la inscripción solemne «Derechos Humanos» aparecían promesas sin cuento. Era imposible, ciertamente, cerrar la puerta a quien llega en nombre de la paz, de la vida, de la libertad, de la dignidad del ser humano… Así que la Humanidad firmó ese gran contrato social, porque, hojeado por encima, todo eran palabras luminosas.

Pero con el tiempo la serpiente entre las flores ha ido asomando la cabeza, y la letra pequeña del contrato ha crecido en forma de derechos de nuevas generaciones. En realidad, todo cuanto podía ser positivo en los derechos humanos quedó en agua de borrajas, mero brindis al sol, mientas que la etiqueta «derechos humanos» se ha consolidado como marca de mandamiento universal en un mundo secularizado. Es la nueva religión de la Humanidad.

Así, en la práctica el marbete «derechos humanos» funciona como un «nuevo decálogo» de axiomas incuestionables, una especie de religión civil global revestida de un aura sagrada que inhibe cualquier crítica. Un santo patrón de la ideología progresista como Norberto Bobbio ya subrayó en El tiempo de los derechos que «el problema de fondo relativo a los derechos humanos no es justificarlos, sino protegerlos». O sea, que plantear siquiera un debate sobre sus fundamentos tendría que ser percibido, por toda persona de bien, como un sacrilegio.

Pero ese lenguaje pomposo y universalista esconde una cruda paradoja: los derechos humanos, presentados en teoría como el más alto baluarte de la dignidad humana, son en la práctica la herramienta más poderosa para socavar esa dignidad que dicen proteger.

Escribo esta reflexión tras la lectura de una noticia concreta de Infocatólica: la FDA --autoridad regulatoria de Estados Unidos-- ha dado luz verde a una nueva píldora abortiva de un laboratorio bien publicitado, que proclama sin rubor su objetivo de «normalizar el aborto». Por supuesto, ¿qué rubor habría de tener una empresa consagrada al avance de los derechos humanos… como por ejemplo el derecho al aborto?

Merece la pena el esfuerzo de desentrañar las claves de esa trampa denominada «derechos humanos». Porque en la medida en que no logremos desautorizar esa etiqueta, seguiremos expuestos a que se nos deje sin argumentos ante cualquier aberración a la que previamente se la haya distinguido con tan prestigiosa etiqueta.

Lo primero que hemos de tener en cuenta es el suelo sobre el que se levantan los derechos humanos, que no es precisamente roca. La Ilustración supuso la emancipación de la política respecto a la teología, buscando explícitamente un fundamento solo humano, sin referencia a Dios ni a la ley natural. Pero desligados de su horizonte teológico, los derechos no tienen otra base que el contrato social, y su mecanismo de garantía es… el consenso. Así, ese vacío fundacional es ocupado por la ideología del momento. El relativismo de los derechos está reforzado, además, por el hecho de que aparecen expresados con palabras baúl, es decir, términos connotativamente claros, con fuerte carga positiva, pero denotativamente ambiguos, pues admiten múltiples interpretaciones: unas palancas retóricas excelentes. Así pues, el prestigio universal de los derechos humanos los convierte en un contenedor vacío donde puede inocularse cualquier agenda. Y la agenda del momento ya sabemos cuál es.

Con esa agenda tiene que ver una segunda consideración. ¿Quién decide ese consenso relativo y estructuralmente cambiante? No hay que ser muy avispado para ver que los derechos humanos funcionan como un mecanismo de legitimación política, moldeado según los intereses del poder y las ideologías dominantes. Quien detenta el poder decide lo que es la voluntad de «consenso». Fijémonos cómo en algunos foros internacionales ya se habla del «derecho humano al aborto seguro». El truco lingüístico funciona así: se parte de un término baúl con carga positiva («derecho humano»), se añade un adjetivo seductor («seguro»), y el resultado es que matar al no nacido se convierte en bandera de dignidad. Con ello lo que ayer se proclamaba como derecho absoluto --la inviolabilidad de la vida-- puede soslayarse en nombre de nuevos derechos, como el aborto o la eutanasia. Decía Carl Schmitt que «soberano es quien decide sobre el estado de excepción». Ese soberano son hoy las élites supranacionales que establecen el consenso. Lo impensable se vuelve incuestionable por obra y gracia de la ventana de Overton, cuyas bisagras controlan, para redefinir ad libitum lo que es «dignidad» y lo que no.

En la armazón de la trampa de los derechos hay una tercera pieza, que podríamos llamar su «individualismo atomizador». Los derechos humanos privilegian la autonomía individual hasta el límite de incentivar la anomia social. Rousseau hablaba del contrato social como pacto de voluntades, pero en la práctica esto se traduce en la disolución de los vínculos comunitarios. Un buen ejemplo es el supuesto «derecho a la identidad de género autodeterminada», que coloca la voluntad subjetiva del individuo por encima de la verdad biológica, de la familia y hasta de las leyes de la lexicología y de la gramática. Así entendidos, los derechos humanos se convierten en tiranía de las identidades subjetivas sobre la comunidad.

La cuarta pieza de la trampa es la ruptura con la tradición, en todos sus ámbitos, pero también en ese marco jurídico donde pretenden asentarse. Mientras que el derecho natural escolástico entendía la ley como participación de la criatura racional en la ley eterna, los derechos modernos sustituyen esa raíz por una ficción jurídica basada en la autonomía. Kant fue el paladín de esa exitosa invención; pero lo cierto es que, por muchas vueltas que se le dé, una ética autónoma no remite a nada objetivo. Benedicto XVI lo dijo bien: sin un anclaje en la razón moral y en la naturaleza creada, los derechos se reducen a la voluntad del legislador o de las mayorías circunstanciales. Pero no es necesario ser católico para reconocer esa obviedad. Alasdair MacIntyre describió el descarrilamiento en Tras la virtud: al tratar de conservar el lenguaje moral de la tradición después de haber rechazado su marco --la idea aristotélico-tomista de una naturaleza humana con un fin o telos--, la Ilustración dejó los «derechos» flotando en el aire: «No existen tales derechos, y creer en ellos es como creer en brujas y en unicornios». Y el gran Nicolás Gómez-Dávila esculpió esa misma idea en sus Escolios: «Toda ética que pierde su dureza heterónoma degenera en onanismo sentimental».

En esa trampa de los derechos desempeña una función importante una quinta pieza: el olvido de los deberes. ¿Cómo iban a vincularse a deberes que podrían hacerlos antipáticos si los derechos están diseñados como cebo o golosina engañabobos? En la tradición cristiana, sin embargo, todo derecho estaba vinculado a un deber, asumido con amor para gloria de Dios, bien de las almas y crecimiento de la propia santificación. Pero también era así en la tradición clásica, donde el impío era aquel que se apartaba del bien común. Cicerón lo expresa con claridad: la justicia consiste en dar a cada cual lo suyo, lo que supone un orden objetivo de obligaciones. Los derechos humanos, sin embargo, casi nunca mencionan deberes correlativos. Por ejemplo, el derecho a la libertad de expresión se defiende sin recordar la obligación de buscar la verdad y evitar la difamación, con el resultado de una sociedad infantilizada donde todo se reclama como derecho, pero casi nadie acepta responsabilidades.

Así pues, para salir de esa trampa es preciso una respuesta etimológicamente «radical», porque el problema no es solo que bajo el paraguas de los «derechos humanos» se cobijen las mayores aberraciones, sino que su propio marco se ha convertido en el disfraz perfecto de la voluntad de poder. Mientras sigamos discutiendo si tal o cual aberración puede considerarse un «derecho», estaremos jugando en campo contrario y con el árbitro en contra.

No se trata de negar este o aquel «nuevo derecho», sino de deslegitimar la idolatría en un derecho que se presenta como fuente de moral y no como fruto de una ley anterior y superior. Porque la línea de flotación del modernismo no pasa por el contenido concreto de sus normas, sino por su pretensión de que la dignidad humana brota del cambiante consenso entre individuos --que además es siempre un engaño-- y no de la roca firme de la ley natural y divina. Solo empezaremos a desmontar ese caballo de Troya cuando logremos exponer las vergüenzas de un becerro de oro jurídico ante el cual todos doblan la rodilla.

 

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