Vale la pena jugarse la vida
A S. Norberto de Xanten (Alemania) (1080-1134) le atraía la vida eclesial porque buscaba lujo y comodidad, pero se dió cuenta de que nada podía satisfacerle.
El emperador le hizo su limosnero cuando todavía estaba en el subdiaconado, pero acabó renunciando su puesto. Se dice que podría haber sido por haber visto al Papa y a los cardenales encarcelados por el emperador o porque fue derribado de un caballo, lo cual le hizo darse cuenta de la vanidad del mundo y a dedicarse tres años a la oración y a la penitencia antes de ser ordenado sacerdote.
En el Evangelio del Domingo de Pentecostés oímos cómo los apóstoles: “se llenaron de alegría al ver al Señor” (Jn. 20, 20), pero fue tras recibir al Espíritu Santo que se llenaron tanto de caridad, gozo y paz que proclamaron el Evangelio sin temor de persecuciones o martirio.

Hace un par de días mi familia vió una representación teatral de un libro infantil, “The Runaway Bunny” (“El conejito andarín”), por Margaret Wise Brown, sobre un conejito que quiere irse de casa y alejarse de su madre y para hacerlo dice que se convertirá en diferentes cosas. Su madre le asegura que si se convierte en trucha ella será una pescadora que le pescará, por ejemplo, o si se convierte en un barco, ella será el viento que sople para hacerle regresar a ella. Al final reconoce el conejito: “- ¡Vaya! – dijo el conejito -, mejor me quedo donde estoy y sigo siendo tu conejito. Y así lo hizo. - ¿Quieres una zanahoria? – le preguntó su mamá.”





