15.12.15

XXXI. La predestinación en el tomismo y en el molinismo

El sentido de la ciencia media

            En su importante escrito, que acompaña al primer volumen de la edición bilingüe española de la Suma Teológica, Francisco Muñiz, presenta clara y ordenadamente la explicación molinista de la predestinación. El eminente dominico considera que al igual que en el tomismo: «la cuestión fundamental y básica es la que se refiere a explicar el concurso divino con las causas segundas».

            Santo Tomás caracteriza el concurso divino como una premoción física y Molina como un concurso simultáneo. De manera que, afirma Muñiz: «según los tomistas, Dios obra por las causa segundas; según los molinista, obra con las causas segundas»[1]. Las preposiciones «por» y «con», significando medio o procedimiento, la primera, y compañía y colaboración, la segunda, muestran la oposición contraria de las dos explicaciones.

            Se sigue de ello que, para el tomismo: «Dios hace que las causas segundas obren»; para los molinistas: «Dios coopera con las causas creadas, una vez que éstas se han determinado por sí mismas a obrar»[2].

            Es de fe que Dios conoce de manera cierta e infalible el obrar de la criatura en el futuro, que es un futuro contingente y libre. Sin embargo, en el tomismo y en el monismo se refiere de manera distinta el modo cómo Dios lo conoce.  Los tomistas enseñan que Dios, a los futuros contingentes y libres, los conoce en sus decretos eternos, que hacen que estos futuros estén en la misma eternidad de Dios. Para los molinistas, la exposición es más difícil, porque tienen que explicar como se da el conocimiento divino de algo que Dios no causa, porque no es el autor de la libre determinación de la criatura.

            La escuela molinista lo hace por medio de la ciencia media, que de este modo: «se sigue de manera lógica y necesaria del concurso simultáneo»[3]. Como esta ciencia lo es de «un objeto que no es causado por Dios y del cual esta ciencia no es causa; antes por el contrario, es el objeto causa y medida de la ciencia»[4].

            Podría sintetizarse la explicación molinista, tal como la expone Muñiz, en las siguientes diez proposiciones, que se ven confirmadas por lo escrito por Molina, en su Concordia, y asumidas por sus seguidores.

            Primera: Los auxilios divinos no son mociones previas o premociones, como se enseña en el tomismo, sino mociones «simultáneas, versátiles e indeterminadas en sí mismas y determinables por la criatura».

            Segunda:  «La eficacia de los divinos auxilios (…) depende de algo extrínseco: del libre consentimiento de la voluntad». La gracia no es eficaz por sí misma o intrínsecamente. Los divinos auxilios o gracias son eficaces extrínsecas, porque no lo son por sí mismas e intrínsecamente.

            Tercera: «Todo auxilio que antecede al consentimiento de la voluntad es suficiente, y todo el que sigue a este consentimiento es eficaz». El primero es la gracia suficiente, y el segundo, es la gracia eficaz.

            Cuarta: «El mismo auxilio suficiente, cuando es aceptado y seguido por la voluntad, se torna eficaz». El consentimiento libre de la criatura convierte a la gracia suficiente en eficaz, que no es ab intrínseco, como afirma el tomismo. Es eficaz ab extrínseco y la hace eficaz la determinación de la voluntad humana.

            Quinta: La voluntad antecedente «antecede al consentimiento o resistencia que la libre voluntad del hombre por sí y ante sí ofrece a la gracia suficiente». En cambio, la voluntad consiguiente: «sigue al consentimiento prestado o a la resistencia opuesta a la misma gracia suficiente»[5].

            Sexta: Se sigue de la anterior proposición que, a diferencia del tomismo: la «voluntad antecedente: es anterior, pero no causa del consentimiento de la voluntad».

            Séptima: Por el contrario la «voluntad consiguiente: es posterior al consentimiento no causado por la gracia, y no es causa de ningún consentimiento».

            Octava: «Dios ve si las causas segundas cooperarán, pero no las hace cooperar».

Dios no causa el consentimiento sino que se limita a verlo. «Dios ve infaliblemente el resultado de su divina providencia, pero no mueve las causas segundas para que de su acción combinada y subordinada resulte infaliblemente el efecto intentado y apetecido».

            Novena: «La providencia divina no puede estar dotada de infalibilidad de causalidad, sino sólo de infalibilidad de presciencia».

            Décima: como consecuencia «la predestinación es post praevista merita», unos «méritos que no han sido causados por la gracia»[6].

            Sobre esta última proposición comenta Muñiz que, por una parte, la «predestinación post praevisa merita no es, ni puede ser en manera alguna, gratuita».  Aunque, quizá desde el molinismo se podría replicar que lo es, porque Dios gratuitamente ha elegido colocar a la voluntad humana en unas circunstancias propicias, que le harán actuar de manera favorable a lo querido por Dios.

            Por otra parte, con esta solución al problema de la concordia entre la predestinación y el libre albedrío, indica Muñiz que el problema desaparece, en el sentido que «se desvanece, no porque se haya resuelto, sino porque se ha negado uno de los extremos del problema: que Dios cause la libre determinación de la humana voluntad». Y, concluye: «Negado uno de los dos extremos en litigio, no hay lugar a concordia». Además, lo que es más grave, esta negación: «merma notablemente los derechos de Dios, y torna la libertad del hombre completamente autónoma, independiente y primera [7].

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1.12.15

XXX. EL conocimiento divino del futuro

 

La presciencia

            Dios conoce todo lo que es, pero también lo que no es. En la cuestión sobre la ciencia divina, de la Suma teológica, Santo Tomás cita la afirmación de San Pablo que Dios: «llama a las cosas que no son como a las que son»[1].            

            Para explicarlo, escribe seguidamente que: «Dios conoce todas las cosas que hay, cualquiera que sea su ser. Pues bien, nada impide que cosas que en absoluto no existen, existan de alguna manera, porque si en absoluto sólo existe lo que tiene existencia actual, sin embargo, las cosas que actualmente no existen están en potencia, sea la de Dios o la de la criatura, bien en el poder activo o en el pasivo, en la facultad de pensar o en la de imaginar, o en otro cualquier modo de significar. Cuanto, pues, la criatura puede hacer, pensar o decir, y todo lo que El puede hacer, lo conoce Dios, aunque no tenga existencia actual, y en este sentido se puede decir que tiene ciencia del no ser»[2], o de lo que no es actualmente.

            Puede concluirse también, por ello, que Dios conoce el futuro, tiene presciencia. Se lee en la Sagrada Escritura: «Eterno Dios, que conoces las cosas antes que ocurran»[3]. Conoce así el futuro de los seres libres. «Has entendido de lejos mis pensamientos, has observado mi senda y el hilo de mis pasos. Todos mis caminos has previsto, aun cuando no está la palabra en mi lengua. Señor, tú conociste todas las cosas, las pasadas y las venideras»[4].

            Ha sido definida la presciencia divina por la Iglesia, al declarar: «Dios sostiene y gobierna con su providencia todas las cosas, que creó, abarcando fuertemente de un cabo a otro del universo todas las cosas, y ordenándolas con suavidad. Pues todas las cosas están claras y patentes a sus ojos, hasta las que han de suceder por la acción libre de las criaturas»[5].

 

Los futuros

            Dios conoce perfectamente todos los futuros. Santo Tomás indica que: «algo puede considerarse como futuro, no sólo porque sucederá de un modo tal, sino porque está ordenado de un modo tal por las causas de las que depende, que por tal modo llegará a suceder»[6]. El futuro es aquello que no tiene existencia real, pero que está ordenado ya a ella desde sus causas para existir en lo que todavía no ha sucedido.

            Si las causas que le determinan para existir son necesarias, el futuro se llama futuro necesario. Si las causas no son necesarias, como son causas azarosas o fortuitas, que podrían no haberse dado, los futuros son contingentes. Si las causas contingentes son las acciones de los seres libres, los futuros son contingentes y libres. Todavía se puede distinguir entre los futuros absolutos, si no dependen de condición alguna para su realización, y los futuros condicionados, denominados futuribles.

 

La ciencia de los futuros contingentes

            El conocimiento de todos los futuros, incluidos los contingentes y libres, es propio de la ciencia divina, porque: «Dios conoce todas las cosas, y no sólo las que existen de hecho, sino también las que están en su poder o en el de las criaturas, algunas de las cuales son para nosotros futuros contingentes, y, por tanto, Dios conoce los futuros contingentes».

            Santo Tomás explica a continuación que: «Un efecto contingente se puede considerar de dos maneras. Una, en sí mismo, en cuanto existe ya de hecho; pero así no tiene ya carácter de futuro, sino de presente, ni es algo que pueda ser o no ser, sino algo que tiene ser, y por tenerlo puede ser objeto de un conocimiento tan infalible como, por ejemplo, el que me proporciona mi vista cuando veo a Sócrates sentado».

            Otra manera: «es considerar el efecto contingente en su causa, pues así se le considera en cuanto futuro y en cuanto contingente no determinado, y en esta forma no puede ser objeto de ningún género de conocimiento cierto; y, por esto, el que solamente en su causa conozca un efecto contingente sólo alcanza un conocimiento conjetural».

            Sin embargo, Dios conoce todo lo contingente: «pues Dios conoce todos los contingentes no sólo como están en sus causas, sino como cada uno de ellos es en sí mismo».

            La razón es porque: «a pesar de que los efectos contingentes se realizan al correr sucesivo del tiempo, no por eso conoce Dios de modo sucesivo el ser que tienen en sí mismos, como nos sucede a nosotros, sino que los conoce todos a la vez, porque su conocimiento, lo mismo que su ser, se mide por la eternidad, que, por existir toda simultáneamente, abarca todos los tiempos».

            El conocimiento divino no es en el tiempo sino en la eternidad. «Cuanto en el tiempo existe está presente a Dios desde la eternidad, y no sólo porque tiene sus razones o ideas entre sí, como quieren algunos, sino también porque desde toda la eternidad mira todas las cosas como realmente presentes ante El»[7].

            Hay, por tanto, dos modos del conocimiento de los futuros contingentes: en sus correspondientes ideas divinas y en la eternidad. Sin embargo, en las meras ideas no pueden estar representados, sino en cuanto están determinadas por la voluntad divina, Indica Santo Tomás en otro lugar: «La idea propiamente dicha se refiere al conocimiento práctico no sólo en acto, sino también en hábito. De donde, como Dios de lo que puede hacer, aunque nunca sea hecho en el futuro, tiene conocimiento virtualmente práctico, se sigue que puede darse la idea de aquello que ni es, ni será, ni ha sido; sin embargo, no del mismo modo como es el de aquello que es, que será,  o que ha sido; porque para producir aquello que será o ha sido, es determinada por el propósito de la voluntad divina, no, en cambio, a las que no son, ni serán ni han sido, y de este modo en cierta manera son ideas indeterminadas»[8].

            Las ideas divinas que representan de manera cierta e infalible a las cosas contingentes, que existen en el tiempo, en sus dimensiones pasado, presente y futuro, no son las meras ideas, sino que están determinadas por la voluntad de Dios para que existan. Como explica Muñiz: «En esta libre determinación de la voluntad divina o este divino decreto lo que hace que la idea de la mente divina represente el futuro. Por eso, conocer el futuro en las ideas divinas es para el Angélico Doctor lo mismo que verlo en la determinación o decreto de su divina voluntad. De lo cual se infiere que Dios puede conocer los futuros por una doble vía: por vía de decreto o causalidad y por vía de eternidad»[9].

            Dios conoce todas las cosas, incluyendo las futuras y futuras contingentes por la doble vía de la causalidad o del decreto divino y de la eternidad. Escribe Santo Tomás: «Afirmo que el entendimiento divino ve desde la eternidad a cualquier contingente no sólo según está en sus causas, sino también según está en su ser determinado. En efecto, Dios, al ver la propia realidad –una vez que existe- según está en sus ser determinado, si no la viera así desde la eternidad, conociera la realidad después de ser de distinta manera a como fue antes de llegar a ser; y de esta forma, se produciría un incremento en su conocimiento, de acuerdo con los eventos de las cosa. También parece que Dios no solamente vio el orden que de Él salía hacia la cosa, y por cuyo poder la cosa habría de existir desde la eternidad, sino también veía el propio ser de la cosa»[10].

            Sobre esta última vida de la eternidad, en la que Dios ve las cosas en sí mismas, que ya ve en causa en su ciencia, que lleva adjunta los decretos de su voluntad, ya había explicado que: «Dios al ver todos los tiempos con su única mirada eterna, no sucesiva, ve presencialmente desde la eternidad todas las cosas que acaecen en los diversos tiempos, y no solamente en cuanto que tienen el ser en su conocimiento. En efecto, Dios, desde la eternidad, no solamente ha conocido en las cosas el hecho de que Él las conoce –lo que es existir en su conocimiento- sino también ha visto desde la eternidad con única mirada y verá a través de cada uno de los tiempos, tanto que esta realidad concreta existe en este tiempo, como en otro tiempo falta. Y no solamente ve que esta realidad es futura respecto al tiempo precedente, y es pasada respecto al futuro, sino que ve el tiempo en el que es presente y ve que la realidad es presente en ese tiempo».

            Puede afirmarse, por consiguiente que: «Dios, como desde la atalaya de la eternidad, ve con una sola mirada a lo lejos, no el futuro, sino todas las cosas como presentes». Advierte, seguidamente el Aquinate que: «se puede hablar de presciencia, en cuanto que conoce eso que, para nosotros, es futuro, no para Él».

            La presciencia divina permite comprender, por tanto, que: «Nada impide que Dios tenga un conocimiento cierto de los eventos contingentes abiertos a las dos posibilidades, puesto que su mirada se refiere a la realidad contingente en cuanto que está presencialmente en acto, cuando su ser ya ha sido determinado y puede ser conocido con certeza»[11].

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16.11.15

XXIX. Ser, conocer y querer divinos

Providencia, predestinación y reprobación

            Una síntesis muy clara y precisa de la doctrina de la predestinación y de la reprobación de Santo Tomás, la ofrece Francisco P. Muñiz. En su Introducción a la cuestión del «Tratado de Dios Uno», de la Primera parte de la Suma Teológica, de la edición bilingüe de la BAC, y que desarrolla y completa en su extenso apéndice al primer volumen de la obra[1], que incluye este tratado, Muñiz ofrece la enseñanza del Aquinate, según los principios de la interpretación del tomista Francisco Marín-Sola.

            Después de indicar que la cuestión de la predestinación pertenece a la más amplia de la providencia sobrenatural –providencia que recae sobre las criaturas racionales, porque Dios quiere conferir al hombre la bienaventuranza sobrenatural  y para ello dispone, ordenar y conferir medios sobrenaturales–, define la predestinación como: «El acto del divino entendimiento, que se llama imperio (praecipere), el cual supone otro acto previo de la voluntad, que es la intención o deseo de conferir al hombre la vida eterna».

            Explica seguidamente que: «Supuesta en la voluntad divina la intención o deseo de dar gratuitamente al hombre la eterna bienaventuranza, entra en juego la providencia para ocuparse de los medios con cuya ayuda el hombre ha de conseguir ciertamente el fin a que Dios le destina»[2].

            Nota Muñiz que la predestinación se diferencia totalmente de la reprobación. «La divina predestinación es causa de todos los efectos que aparecen en el predestinado, desde el primero hasta el último; es efectivamente causa de la gracia y del buen uso de la misma, de la perseverancia final y de la glorificación».

            Por el contrario: «La reprobación no es causa del pecado. La única causa del pecado es la libre voluntad del hombre. Dios es causa indirecta de la impenitencia final, en cuanto que, en castigo de los pecados precedentes, no confiere la gracia eficaz con la cual pudiera el hombre levantarse del estado de pecado; y además es causa directa de la imposición de la pena eterna merecida por sus infidelidades y pecados. La causa merecedora de la impenitencia final y de la pena eterna es el pecado, y nada más que el pecado»[3].

            Precisa respecto a la predestinación que: «Todo cuanto hay en el predestinado, que le encamina y dirige a su salvación, es efecto de la gracia».

            Indica que, con esta tesis, quiere decirse que: «La gracia es la que le prepara a la fe, la que le hace creer, la que le dispone a la justificación, la que le justifica, la que le hace usar bien de la gracia santificante y demás hábitos sobrenaturales, la que le da la perseverancia final y la que, finalmente, le corona en el cielo. Todo esto se hace por la gracia y bajo la gracia»[4].

            La gracia es gratuita y, en consecuencia, también las obras que se hacen por ella. De manera que: «Todo cuanto hay en el hombre que le ordena a la vida eterna, es puesto gratuitamente por Dios en él, y es posterior a la benevolencia y a la acción divina y nunca anterior y previo a ella».

            En cambio, si la predestinación: «se hiciera en atención a méritos y obras no adquiridos por la gracia», no predestinaría, porque: «tales méritos y tales obras no pueden encaminar ni dirigir al hombre a la vida eterna ni tienen con ella ninguna relación de mérito o de mera disposición».[5]

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El amor de Dios

            La gratuidad de la gracia y de la gloria implica que: «la predestinación supone el amor o dilección de los predestinados. Y como este amor de Dios prefiere unos hombres a otros, por eso implica elección: es amor de predilección»[6].

            En una cuestión anterior a la de la predestinación, afirma Santo Tomás que: «Dios ama cuanto existe». La razón es porque: «Todo lo que existe, por el hecho de ser, es bueno, ya que el ser de cada cosa es un bien, como asimismo lo es cada una de sus perfecciones»[7]. El Aquinate cita también lo que se lee en la Sagrada Escritura: «Amas todas las cosas que existen y no aborreces ninguna de las que hiciste»[8].

            En un salmo también se dice: «Odias a todos los que obran iniquidad»[9].  Se presenta así la dificultad que: «Es imposible amar y odiar simultáneamente una misma cosa. Luego no a todas las cosas ama Dios»[10].

            Sin embargo, nota Santo Tomás que: «No hay inconveniente en que una misma cosa sea, en un aspecto, objeto de amor, y en otro, objeto de odio. Dios ama, pues, a los pecadores en cuanto son seres de determinada naturaleza, ya que, como tales, tienen ser y proceden de Él. Pero en cuanto  pecadores no existen, les falta el ser, y esto no lo han recibido de Dios, y, por consiguiente, en este aspecto son para El objeto de odio»[11].

            Comenta Muñiz sobre esta solución del Aquinate que: «Dios ama todas las cosas, pero no ama todo lo que hay en las cosas, pues (…) Dios no puede querer, ni siquiera indirectamente el pecado. Pero téngase presente que el pecado no lo recibe el hombre de Dios, sino que nace de su propia fragilidad y miseria, de su propia nada. Dios aborrece en el pecador el pecado y ama cuanto en él hay de bueno: el ser, la vida, la inteligencia, etc.»[12].

            Explica también Santo Tomás, en este mismo lugar, que: «Dios ama todo lo que existe. Sin embargo, no lo ama como nosotros, porque como nuestra voluntad no es la causa de la bondad de las cosas, sino que al contrario, es ésta la que como objeto la mueve, el amor por el que queremos el bien para alguien no es causa de su bondad, sino que su bondad, real o aparente, es lo que provoca el amor por el cual queremos que conserve el bien que tiene y adquiera el que no posee, y en ello ponemos nuestro empeño. En cambio, el de Dios es un amor que crea e infunde la bondad en las criaturas»[13].

            El amor de Dios es un amor de dilección o de preferencia. «Como amar es querer el bien para alguien, que una cosa se ame más o menos puede suceder de dos maneras. Una, por parte del acto de la voluntad, que puede ser más o menos intenso, y de este modo Dios no ama más unas cosas que otras, porque lo ama todo con un solo y simple acto de voluntad que no varía jamás».

            Sin embargo, hay predilección en el amor divino, porque, de la otra manera:  «por parte del bien que se quiere para lo amado, y en este sentido amamos más a aquel para quien queremos mayor bien, aunque la intensidad del querer sea la misma. Así, pues, es necesario decir que de este modo Dios ama más unas cosas más que otras, porque, como su amor es causa de la bondad de los seres, no habría unos mejores que otros si Dios no hubiese querido bienes mayores para los primeros que para los segundos»[14].

            Por el amor preferencial de unos a otros: «Es necesario decir que Dios ama más las cosas que son mejores. Se ha dicho que amar Dios más una cosa es querer para ella un bien mayor. Pues bien, como la voluntad de Dios es la causa de la bondad que tienen los seres, la razón de que unas cosas sean mejores que otras es porque Dios quiere para ellas mayores bienes. Por consiguiente, ama más a las mejores»[15]

            En el proceso de la predestinación, concluye, por ello, Muñiz: «Dios comienza  amando a los predestinados, en cuanto que les desea la vida eterna; este amor hace que los distinga de entre muchos para quienes no desea eficazmente este mismo fin; por último, este amor y esta elección hacen que Dios confiera a los así amados y elegidos los medios necesarios que los han de conducir eficazmente a la consecución del bien, previamente querido y elegido»[16].

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31.10.15

XXVIII. Predestinación, reprobación y salvación

Muerte, postrimerías e indiferentismo

Podría considerarse indiscutible que, en nuestros días, no son muchas las personas que se plantean en serio el gran problema de la salvación eterna. Escribía Jaime Balmes, en un artículo titulado El indiferentismo, hace más de siglo y medio, que, por una parte: «Dios, el hombre, la eternidad son cosas de que no podemos desentendernos sin rayar en la demencia, sin negarnos a nosotros mismos, sin abdicar nuestra inclinación vehemente, irresistible, que nos fuerza a vivir ansiosos de nuestra propia suerte, que nos impele a investigar lo que somos, de dónde salimos y adónde vamos»[1].

Por otra, que: «Es indudable que dentro un número muy reducido de años no viviremos aquí; para nosotros estarán ya resueltos prácticamente los formidables problemas de nuestro destino; o la nada o el fallo de un supremo juez».

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14.10.15

XXVII. La misericordia y la justicia de Dios

Universalidad de la voluntad salvífica de Dios

Categóricamente afirma San Pablo que Dios quiere que todos los hombres, sin excepción alguna, se salven. «Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad»[1] Su volición no es la de una simple veleidad, una voluntad voluble o inconstante, sino sería y eficaz, porque da la gracia suficiente, que es más que idónea, para lograr la salvación.

También en el Antiguo Testamento se lee en Ezequiel: «Yo no quiero la muerte del que muere, dice el Señor Dios; conviértanse y vivan»[2]. El mismo profeta dice más adelante: «Diles: «Vivo yo, dice el Señor Dios, no quiero la muerte del impío, sino que el impío se convierta de su camino y viva. Convertíos, convertíos de vuestros caminos perversos. ¿Por qué han de morir, casa de Israel?»[3].

Igualmente, en el Nuevo Testamento, se lee en el Evangelio de San Juan: «Pues de tal manera Dios amó al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito para que todo aquel que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él»[4].

Dios confiere a todos los hombres la gracia necesaria y suficiente para su salvación en atención a los méritos de Cristo, que, en conformidad con la universal voluntad salvífica de Dios, murió por todos. El mismo San Juan escribe: «Él es propiación por nuestros pecados; y no tan sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo»[5].

Igualmente San Pablo lo dice expresamente: «El que no perdonó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dio también con él todas las cosas?»[6]. De otra manera escribe: «Cristo murió por todos, para que los que viven no vivan ya para sí, sino para aquel que murió por ellos y resucitó»[7].

En otro lugar, en una de sus últimas cartas, declara: «Fiel es esta palabra y digna de ser aceptada por todos: Jesucristo vino a este mundo para salvar a los pecadores, de los cuales el primero soy yo»[8]. Incluso, más adelante, en esta misma carta, argumenta «Porque uno es Dios y uno el mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, también hombre, que se dio a sí mismo en redención por todos»[9]; y más adelante: « Pues, por esto penamos y combatimos, porque esperamos en el Dios vivo, que es Salvador de todos los hombres, principalmente de los fieles »[10].

La voluntad de Dios

La voluntad salvífica universal de Dios, en el sentido no de la potencia, sino del acto, de querer o de volición, es una voluntad antecedente, según la denominación de San Juan Damasceno, que asume Santo Tomás[11]. No es una voluntad última y definitiva, porque el hombre por una libre determinación podrá frustrarlas o impedirla, dejando de hacer buenas obras, y Dios le juzgará conforme a sus buenas o malas obras, y entonces según su voluntad consiguiente.

La existencia de una voluntad antecedente y una voluntad consiguiente en Dios, en este sentido, supone también que se den decretos divinos frustrables y decretos divinos infrustrables. Explica Francisco P. Muñiz que: «En la doctrina tomista de la premoción física, son predeterminantes o predefinitivos, en cuanto que Dios determina en su voluntad promover las causas segundas a la producción de tal o cual efecto determinado. Luego habrá en Dios dos clases de decretos predeterminantes: unos eficaces, irresistibles, infalibles, que corresponden a la voluntad consiguiente, y otros resistibles, impedibles, frustrables, falibles, cual conviene a la voluntad antecedente».

A su vez la distinción de los decretos o determinaciones de la voluntad divina implica la de mociones «la determinación, o decreto, o resolución de la voluntad divina, es raíz, fuente y principio de la acción y causalidad de Dios. De donde se infiere que, en conformidad con el doble género de decretos existentes en Dios, es preciso admitir una doble acción o moción divina: una inimpedible, irresistible, absolutamente eficaz, y otra impedible, resistible y frustrable»[12]. En el orden sobrenatural las mociones divinas impedibles son las gracias suficientes y las mociones inimpedibles son las gracias eficaces.

Indica también el profesor Muñiz que la afirmación de que la voluntad antecedente es frustrable e impedible por la libertad del hombre es enseñada explícitamente por el Antiguo Testamento. Dice Dios por medio de su profeta Ezequiel: «Tu impureza es execrable, porque te quise limpiar y no te limpiaste de tus inmundicias; así, pues, no quedaras purificada hasta que haga reposar mi ira sobre ti»[13]. También se dice en los Proverbios: «Ya que les llamé y me desdeñaron extendí mi mano y no hubo quien mirase; desecharon todo mi consejo y despreciaron mis reprensiones»[14].

Lo mismo se puede leer igualmente en el Nuevo Testamento. El mismo Jesús dice: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a aquellos que te son enviados! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus pollos debajo de las alas y no quisiste!»[15]. En la respuesta de Esteban al Sanedrín, se dice: «Duros de cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos, vosotros resistís siempre al Espíritu Santo; como vuestros padres, así también vosotros»[16].

En la Escritura también queda afirmada la existencia de una voluntad consiguiente, que es ya inimpedible e infrustrable. En la oración de Mardoqueo, el buen judío de la tribu de Benjamín, tío y padre adoptivo de Ester, comienza dirigiéndose a Dios con estas palabras: «Señor, Señor, Rey omnipotente, porque en tu poder están todas las cosas y no hay quien pueda resistir a tu voluntad si has resuelto salvar a Israel. Tú hiciste el cielo y la tierra y todo cuanto se contiene en el ámbito del cielo. Tu eres el Señor de todas las cosas y no hay quien resista a tu majestad»[17].

En el profeta Isaías, se habla también de que siempre se cumplen los designios de la voluntad consiguiente divina. «Juró el Señor de los ejércitos, diciendo: «Ciertamente como lo pensé, así será; como lo determiné en mi voluntad, así ocurrirá; quebrantaré al asirio en mi tierra y en mis montes les pisaré; les será quitado su yugo; su carga será apartada de sus hombros». Éste es el consejo que acordé sobre toda la tierra; ésta es la mano extendida sobre todas las naciones. Porque el Señor de los ejércitos lo decretó, ¿quién lo podrá invalidar? Su mano extendida ¿Quién la detendrá?»[18].

Más adelante, el profeta refiere estas palabras de Dios: «Yo anuncio desde el principio lo último y digo tiempo antes lo que aún no ha sido hecho. Mi consejo subsistirá y toda mi voluntad será hecha. Yo llamo al ave desde el oriente; de lejana tierra al varón de mi voluntad. Lo he dicho y lo cumpliré; lo he diseñado y lo haré»[19].

En un versículo de los Salmos, igualmente se dice de manera breve: «Nuestro Dios está en el cielo, todo cuanto quiso lo ha hecho»[20]. Se encuentra también en San Pablo, el versículo en el que se lee: « Porque, ¿Quién resiste a su voluntad?»[21].

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