XLIV. Las tres tentaciones diabólicas

Los tres amores y las tres tentaciones

Como causa de los pecados, además de la «concupiscencia de la carne», sufre el hombre la «concupiscencia de los ojos» y la «soberbia de la vida»[1]. Según Santo Tomás, la primera concupiscencia da lugar a los desordenes o pecados de gula y lujuria. La concupiscencia de los ojos, que no se deriva directamente en la anterior, sino en las facultades racionales, es el origen de la avaricia y de la vanagloria, y la soberbia de la vida, al deseo desordenado de la propia excelencia o soberbia[2].

San Agustín, que tomaba la concupiscencia de los ojos como la curiosidad[3], había observado que estos tres amores, raíces de todos los pecados, se correspondían con las tres tentaciones que empleó el diablo contra Cristo. Escribe: «Con estas tres cosas tentó el demonio al Señor. Le tentó con la codicia de la carnecuando, al sentir hambre después del ayuno, le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di a estas piedras que se conviertan en panes” (Mt 4, 3). Pero ¿cómo rechazó al tentador y enseñó a luchar al soldado? Escucha lo que le dice: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra salida de la boca de Dios” (Mt 4, 4)».

El diablo, en esta primera tentación, se dirigió al deseo de los sentidos, y quiso convertir la necesidad natural de comida en deseo desordenado. Después de vencida la primera tentación, Cristo: «Fue tentado con el deseo de los ojos por el milagro, cuando le dijo el diablo: “Arrójate abajo, porque está escrito: a sus ángeles ha dado órdenes acerca de ti, para que te reciban en tus manos, no sea que tropieces con el pie contra una piedra” (Mt 4, 6). Él rechazó al tentador. Si hubiese hecho el milagro, sólo aparecería que o cedió o que lo hizo por curiosidad. Lo hizo, cuando quiso, como Dios, pero para curar a los enfermos. Si lo hubiera hecho entonces, se juzgaría que quiso sólo hacerlo por alarde. Pero, para que los hombres no pensaran esto, oye lo que responde; y cuando a ti también se te presente tal tentación, di lo mismo: “Aléjate de mí, Satanás, pues escrito está: No tentarás al Señor tu Dios, esto es, si hiciera esto, tentaría a Dios” (Mt 4, 7)»[4].

La primera tentación iba acompañada de vanidad, al pretender el diablo que Cristo obrase un milagro, que no era necesario. En la segunda, la tentación de vanidad es ya directa. Además, el diablo tiene en cuenta que Cristo había respondido con una sentencia de la Escritura. Era de las siguientes palabras de un discurso Moisés a su pueblo, antes de su muerte, para exhortarle a la fidelidad a Dios y al cumplimiento de su palabra: «Te afligió con hambre y te dio por alimento el maná, que no conocían tu ni tus padres, para mostrarte que el hombre no vive sólo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»[5]. El diablo utiliza para la nueva tentación un pasaje del Salmo en que se dice: «No llegará a ti el mal, ni se acercará plaga a tu tienda. Porque mando a sus ángeles cerca de ti para que te guarden en todos tus caminos. Te llevarán en sus manos, para que tu pie no tropiece en piedra»[6].

El sentido de las palabras del Salmo es que en los peligros que nos acechan hay que esperar y confiar en Dios. El tentador sutilmente lo cambia para convertirlo en pecado, el de la vanidad por una tentación a Dios, porque consistiría era ponerse imprudentemente en grave peligro para hacer que Dios intervenga y manifieste su poder, por los méritos del que hace la petición.

La réplica de Cristo es también con otra sentencia de la Escritura, que pertenece también a otro discurso de Moisés, en la que se dice: «No tentarás al Señor tu Dios, como le tentaste en el lugar de la tentación»[7]. Se refiere a la peña de monte Orbe, en la que milagrosamente brotó agua y que Moisés denominó lugar de la tentación y de la pendencia (Massah y Meribah), «a causa de la pendencia de los hijos de Israel y porque tentaron al Señor, diciendo: ¿Está el Señor entre nosotros o no?»[8].

En «la almena del templo»[9], en donde el diablo le había puesto, le pedía a Cristo un milagro inútil, porque desde aquel lugar se podía bajar por las escaleras hasta el fondo del valle. El tirarse desde aquella altura era una tentación de Dios. San Agustín consideraba que esta tentación lo era a la segunda concupiscencia, la de los ojos o de la curiosidad, porque se inducía a comprobar el poder de Dios, lo que es propio del pecado de tentar a Dios.

Cristo fue tentado con una tercera tentación, con la soberbia de la vida. Escribe san Agustín respecto a ella: «¿Cómo fue tentado el Señor con la ambición del siglo? Cuando le llevó a un monte muy alto y le dijo: “Todas estas cosas te daré si, postrado, me adorares”. Con la grandeza del reino terreno quiso tentar al Rey de los siglos; pero el Señor, que hizo el cielo y la tierra, pisoteaba al diablo. ¿Qué milagro que el diablo fuera vencido por el Señor? ¿Que cosa respondió al diablo sino lo que te enseñó que debes responderle tú? “Escrito está: Adorarás al Señor tu Dios y a él sólo servirás” (Mt 4,1-10). Observando estas cosas, no tendréis la codicia del mundo, y no teniendo la codicia del mundo, no os subyugará ni la codicia de la carne, ni el deseo de los ojos, ni la ambición del siglo y haréis lugar a la caridad, que viene para que améis a Dios»[10].

Conveniencia de la tentación de Cristo

También Santo Tomás concedió gran importancia a las tentaciones de Jesucristo por el diablo. Le dedica toda una cuestión de la Suma Teológica. En ella, primero examina el porqué se sometió el Señor a la tentación, tal como sufre toda la humanidad.

Un asunto previo que presenta es si: «Tentar es igual que probar, “someter a prueba”; lo que no se hace sino con cosas ignoradas»; y el demonio sabía quien era Cristo ­–«pues leemos en San Lucas que “no permitía hablar a los demonios, porque sabían que El era el Mesías” (Lc 4, 41)»–; por tanto, no parece que tuviera sentido que el demonio le tentará.

Sin embargo, se advierte que es razonable que Satanás le tentara, porque: «Dice San Agustín que “Cristo se dio a conocer a los demonios en la medida que quiso, y no por cuanto es la vida eterna, sino por ciertos efectos temporales de su poder” (Ciud. de Dios, IX, 21). Pero junto con esto, veían en él ciertas señales de flaqueza humana, que no podían dar por cierto ser Él el Hijo de Dios. Este es el motivo de querer el diablo tentarlo. Y ello indica lo que se lee en San Mateo: que “luego que tuvo hambre, se le acercó el tentador” (Mt 4,3), porque, según dice san Hilario (In S. Mat, c.1, n.3): “No se hubiera atrevido el diablo a tentar a Cristo si por el hambre no hubiera reconocido su condición humana”. Esto mismo nos declara el mismo modo de proponer la tentación, diciendo: “Si eres hijo de Dios”. San Ambrosio, exponiendo estas palabras, dice: “¿Qué significa este comienzo sino que conocía que el Hijo de Dios debía venir, pero a causa de las flaquezas del cuerpo, no se aseguraba que hubiera venido?” (In Luc, 4, 3, l. 1)»[11].

Además, afirma Santo Tomás que: «Cristo quiso ser tentado» por cuatro motivos. «Primero, para darnos auxilio contra las tentaciones. Por lo que dice San Gregorio: “No era indigno de nuestro Redentor querer ser tentado, él que vino para ser muerto, para que así venciese nuestras tentaciones con las suyas, como venció nuestra muerte con la muerte suya” (In Evang. L. 1, homil. 16)». Al vencer las tentaciones, Cristo mereció el auxilio que nos da en nuestras tentaciones.

El otro motivo fue para mostrar que la tentación afecta a todos los hombres, incluso a Él, mismo por ser verdadero hombre durante toda su vida. «Segundo, para advertencia nuestra, para que nadie, por santo que sea, se tenga por seguro y exento de tentaciones. Y así quiso ser tentado después del bautismo, porque, como dice San Hilario, “es contra los santificados contra los que más se ensaña el diablo, porque es para él más apetecible la victoria obtenida sobre los santos”. Por esto mismo se lee en el Eclesiástico: “Hijo mío, si te das al servicio de Dios, tente firme en la justicia y el temor y prepara tu alma para la tentación” (Ecle. 2, 1)” (Super Mt, 3)».

También para mostrar el modo de no caer en las tentaciones. «Tercero, para ejemplo, para enseñarnos de que manera hemos de vencer a las tentaciones del diablo. Y así dice San Agustín que “Cristo se ofreció al diablo para ser tentado, a fin de ser nuestro mediador en superar las tentaciones, no sólo con la ayuda, sino también con el ejemplo” (Trin., 4, 13)».

 Por último, su auxilio, su advertencia y su enseñanza sobre las tentaciones muestran que debemos fiarnos de su ayuda misericordiosa «Cuarto, para movernos a confiar de su misericordia. Por esto se dice en la Epístola a los Hebreos: “No es tal el Pontífice que tenemos que no sepa compadecerse de nuestras flaquezas, pues fue tentado en todas las cosas, para asemejarse a nosotros fuera del pecado” (Heb 4, 15)»[12].

Además de estas principales razones de la conveniencia de que Cristo fuese tentado por el diablo, Santo Tomás indica una quinta, la de destruir las tentaciones del diablo, porque «Vino Cristo para destruir las obras del diablo, según leemos en la Epístola de San Juan: “Para esto apareció el Hijo de Dios, para destruir las obras del diablo” (1 Jn 3,8)»[13].

No obstante, precisa el Aquinate que: «Vino Cristo a destruir las obras del diablo, no haciendo uso de su poder, sino padeciendo del diablo y de sus miembros, y obteniendo la victoria por justicia, no por la fuerza, como explica San Agustín: “El diablo no ha de ser vencido con la fuerza sino con la justicia” (Trin. XIII, c. 13)».

Para comprender como Cristo venció al diablo con la justicia, debe tenerse en cuenta que: «en las tentaciones de Cristo se ha de considerar lo que El hizo de su voluntad y lo que padeció del diablo. El ofrecerse para la tentación fue de su voluntad. De donde se dice en San Mateo: “Fue Jesús conducido por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo” (Mt 4,1). Esto dice San Gregorio que se ha de entender del Espíritu Santo, el cual “lo condujo allá donde el espíritu maligno lo había de hallar para tentarlo” (In Evang. L. 1, homil. 16)»[14].

En su Cadena Áurea, para la glosa de este versículo del Evangelio según San Mateo, cita Santo Tomás el siguiente texto: «Fue llevado por el Espíritu Santo, no como precepto del mayor al menor. No se dice que es llevado solamente, quien es llevado por la potestad de otro, sino también aquel que se complace en la exhortación racional de alguien. Como está escrito de San Andrés, que encontró a Simón su hermano y lo llevó a Jesús»[15]. Siguen estas palabras de San Jerónimo: «Fue llevado, no obligado, ni cautivo, sino por el deseo de combatir»[16].

Nunca perdió Cristo su libertad, porque explica el Aquinate: «Al diablo le permitió que lo tomara y lo llevara al pináculo del templo y luego a un monte muy alto. Ni hemos de maravillarnos que quisiera ser llevado por el diablo a un monte el que permitió que los miembros del diablo le pusieran en la cruz. No se ha de entender esto de ser llevado a un monte que lo fuera por la fuerza, sino que, como dice Orígenes, Jesús: “seguía al diablo al lugar de la tentación, caminando libremente como un atleta” (Super Lc 4, 9, homil. 31)»[17].

Impecabilidad de Jesucristo

Por último, con respecto a la conveniencia de la tentación de Cristo, indica Santo Tomás que si la tentación es triple, porque los principios de los que proceden todas las tentaciones son «la carne, el mundo y el diablo»,[18] que son así los tres enemigos del alma, Cristo, a diferencia de nosotros, sólo podría sufrir los ataque de éste último.

Nunca existió ningún pecado, ni el original ni ninguno actual o personal, ni tampoco tuvo el fomes, la inclinación al pecado que procede del heredado desorden de las facultades inferiores. Es cierto que: «Cristo aceptó nuestros defectos para satisfacer por ellos, para darnos una prueba de su verdadera naturaleza humana y también para darnos ejemplo de virtud. Pero por razón de estos tres motivos es claro que no tuvo que asumir el defecto del pecado».

Es primero es: «porque el pecado no favorece en nada la satisfacción por el pecado, antes bien la impide, como se dice en el Eclesiástico: “No se complace el Altísimo en las ofrendas de los impíos” (Eclo 34, 23)»[19]. Es cierto que: «Cristo, con su tentación y sus dolores, nos ha prestado su auxilio. Satisfaciendo por nosotros. Pero el pecado no ayuda a satisfacer, sino que lo impide. Por tanto, convenía que estuviera totalmente exento de pecado; de lo contrario, la pena que sufrió sería la deuda de su propio pecado»[20].

El segundo motivo, que es de carácter metafísico, es porque: «el pecado no prueba la verdad de la naturaleza humana, porque no es constitutivo de esta naturaleza, que tiene a Dios por causa; más bien fue introducido contra la naturaleza “por una semilla del diablo”, como dice San Juan Damasceno (De fide orthod. L.3, c. 20).

El tercer y último motivo, que da Santo Tomás. es el siguiente: «Si Cristo hubiese pecado, siendo el pecado contrario a la virtud, no hubiese podido darnos ejemplo de virtudes».

Se concluye, por ello que: «Cristo no asumió en manera alguna el defecto del pecado, ni del original ni del actual, según lo dice San Pedro: “El, en quien no hubo pecado y en cuya boca no se halló engaño” (I Ped 2, 22)»[21].

Cristo, por consiguiente, no tuvo el fomes o inclinación al pecado, efecto permanente del pecado original o «la pérdida de la justicia original, gracias a la cual las facultades inferiores del alma estaban sujetas a la razón y el cuerpo al alma»[22].

Otra prueba se encuentra en la Escritura: «Dice San Mateo: “Lo concebido en la Virgen es obra del Espíritu Santo” (Mt 1, 20). Pero el Espíritu Santo excluye el pecado y la inclinación al mismo, que es precisamente en lo que consiste el fomes. Luego en Cristo no hubo fomes del pecado»[23].

Tuvo, en cambio, «la pasibilidad y la mortalidad del cuerpo»[24], y, por ello, las penalidades, los sufrimientos y la muerte. Se explica porque: «Las facultades inferiores pertenecientes al apetito sensible por su naturaleza están sometidas a la razón. No así las fuerzas y humores del cuerpo ni tampoco el alma vegetativa. De ahí que la virtud perfecta que se conforma con la recta razón no excluya la pasibilidad del cuerpo, pero sí el fomes del pecado cuya esencia consiste en la resistencia del apetito sensible a la razón»[25]. Como Cristo poseyó todas las virtudes en grado perfectísimo, no podía tener la inclinación contraria, tal como implica el fomes.

Explica Santo Tomás que: «Cristo poseyó la gracia y las demás virtudes en un grado sumamente perfecto. La virtud moral que se da en una zona irracional del alma somete a esta zona a la razón tanto más cuanto más perfecta es la virtud. Así, la templanza somete el concupiscible, y la fortaleza y la mansedumbre el irascible (…) Más, como la esencia del fomes consiste en una tendencia del apetito sensible hacia aquello que es contrario a la razón, es claro que, cuanto más perfecta sea en un sujeto la virtud, tanto más débil será en él la fuerza del fomes. Ahora bien, en Cristo la virtud existía en un grado perfectísimo, y, por tanto, no se dio en él el fomes del pecado; tanto más cuanto que este defecto, en vez de ayudar a la satisfacción del pecado, le es contrario»[26].

Sin embargo, en Cristo existieron las tendencias naturales. No representa dificultad alguna, porque las inclinaciones naturales no están unidas necesariamente a la inclinación del fomes. «La carne apetece naturalmente, por el deseo del apetito sensitivo, todo lo que le es deleitoso; pero la carne del hombre, animal racional, lo apetece conforme al orden y modo de la razón. Y de esta manera la carne de Cristo, por el deseo del apetito sensitivo, apetecía naturalmente el alimento, la bebida, el sueño y otras cosas de este género que son todas ellas objeto de un deseo racional, como lo prueba el Damasceno (De fide orth., c. 14). Pero de esto no se sigue que existiese en Cristo el fomes del pecado, el cual supone un deseo irracional de los bienes deleitables»[27].

En Cristo, indica también el Aquinate, su espíritu: «reprime totalmente a la carne, de suerte que no pueda ésta actuar en contra del espíritu», porque su «espíritu había alcanzado el supremo grado de fortaleza, y aunque Cristo no tuvo que luchar interiormente contra el fomes del pecado, luchó, en cambio, exteriormente contra el mundo y el diablo, por cuya superación mereció la corona de la victoria (Cf. Ap 6,2)»[28].

Por esta razón, las tentaciones del diablo no revelan ningún tipo de pecado en Cristo. «La tentación que procede del enemigo puede acaecer sin pecado, porque se verifica por sola sugestión exterior, mientras que la tentación de la carne no puede ser sin pecado, porque se realiza mediante la delectación y la concupiscencia. Dice san Agustín, en La ciudad de Dios (XIX, c.4): “Siempre hay algún pecado cuando la carne codicia contra el espíritu”. Por esto Cristo quiso ser tentado por el enemigo, no por la carne»[29].

Clases de tentaciones

En su argumentación, Santo Tomás establece que Cristo no podía ser tentado por la carne, que es una tentación interna en nosotros, ni tampoco por las concupiscencias externas, que hay en el mundo, que, por la perfección y virtud, que poseía, no podían afectarle. Sin embargo, si que quiso voluntariamente ser tentado, también de modo externo, por el diablo, que lo hizo con las tres concupiscencias del mundo. De manera que: «Cristo no fue tentado de la carne ni del mundo»[30].

Para confirmarlo[31], cita el Aquinate la última parte del siguiente pasaje de la Epístola a los Hebreos añade: «Teniendo, pues, por Sumo Pontífice a Jesús, Hijo de Dios, que penetró hasta lo más alto del cielo y nos abrió sus puertas, estemos firmes en la fe que hemos profesado. Porque no tenemos un pontífice que no pueda compadecerse de nuestras miserias, habiendo experimentado todas las tentaciones y debilidades, a excepción del pecado, por razón de la semejanza con nosotros en el ser hombre»[32].

Comenta Santo Tomás que San Pablo habla de Cristo como de «Sumo Pontífice (Sal 109, 5), pero nota que «no sólo pontífice, sino sumo (Zc 3, 1), y dícese sumo, porque no ha sido constituido sólo para diligenciar bienes temporales, sino también eternos (futuros) (He 9, 7). Dos cosas tocaban al sumo pontífice: en lo que mira al oficio, entrar una vez al año en el Sancta Sanctorum, no sin llevar allí sangre, como está mandado en Éxodo 30 y Levítico 16, 2; y en lo que concierne a la tribu, que fuese de la estirpe de Aarón, como prescriben Éxodo 29 y Números 16 y 17; y ambas cosas bien cuadran a Cristo; porque aquel pontífice entraba llevando sangre a un Sancta, que era sombra y rasguño del que entró Cristo, esto es, el Sancta del cielo, ofreciendo su propia sangre; y su estirpe es más noble que la de Aarón, puesto que se llama Hijo de Dios (Mt 3, 17; Sal 2, 7)».

Respecto a las tentaciones de Cristo a que se refiere San Pablo en el último versículo, indica el Aquinate que se pueden ordenar en dos clases: «Una que nace de la carne, es a saber, cuando la carne codicia contra el espíritu –como se dice en Galatas 5, 17– y no está inmune de culpa, porque –como dice San Agustín– algún pecado es que la carne codicia contra el espíritu, porque esto es tener concupiscencia carnal».

Advierte seguidamente que: «Ésta, clara está, no la hubo en Cristo, y por eso dice: “sin pecado”, esto es, ni el más mínimo movimiento de él (I Ped 2, 27); en razón de lo cual se le llama cordero de Dios (Jn 1, 29)».

La segunda clase de tentaciones es: «la que procede del mundo y del demonio; y esto de dos maneras: o halagando con el céfiro blando de la prosperidad, o aterrando con el aquilón de la adversidad». De ambas procedencias hay, por una parte, tentaciones que complacen como una brisa suave, agradable y propicia, y, por otra, hay tentaciones que espantan como un viento del norte desfavorable.

Estos dos tipos de tentaciones se dieron en las tentaciones del diablo, porque: «de estos dos modos sí fue tentado Cristo. Fue atraído en las prosperidades; pues todo lo que dice con ellas –se entiende las de esta vida– o pertenece a la concupiscencia de la carne, o a la concupiscencia de los ojos o a la soberbia de la vida; y en todas tres lo tentó el demonio: en la primera, cuando lo tentó de la gula, que es madre de la lujuria (Mt 4, 3); en la segunda de vanagloria, cuando le dijo “échate de aquí abajo”, en la tercera, al decirle: “todo esto te daré…”, “Acabadas todas estas tentaciones, el diablo se retiró de El hasta otro tiempo” (Lc 4, 13)».

También Cristo sufrió las tentaciones de temor de desgracias, porque: «fue tentado con adversidades y asechanzas de parte de los fariseos, que querían atraparlo en lo que hablase (Mt 22, 15). Fue tentado con contumelias (Mt 27, 40), con azotes y tormentos».

Concluye, por ello, que en Cristo no se dio la tentación de la carne, o con movimientos pecaminosos, que era imposible en Él, pero a: «excepción hecha de la tentación con pecado, en lo demás fue tentado como lo somos todos». Se confirma: «porque si no hubiese tenido tentaciones, por no haber tenido experiencia de ellas, no se compadeciera de nosotros, y, si hubiese tenido pecado, no hubiese podido ayudarnos, más bien hubiese necesitado de ayuda»[33].

El lugar de las tentaciones

En la cuestión de la Suma Teológica, después de exponer las razones por las que Cristo quiso someterse a las tres tentaciones diabólicas, pasa Santo Tomás a examinar la conveniencia del lugar donde se dieron. Los tres evangelistas que relatan este hecho histórico (Mat 4, 1-11: Marc 1, 12 -13; Luc 4, 1-13), y, por tanto, que se dio en el espacio y el tiempo, coinciden en que fue en el desierto.

Recuerda el Aquinate, al empezar su exposición, lo dicho en el artículo anterior, que: «De propia voluntad se ofreció Cristo a ser tentado por el diablo, así como de su propia voluntad se ofreció a los miembros del diablo para ser muerto. De otra forma el diablo no se hubiese llegado a tentarlo».

Seguidamente añade: «El diablo ataca con preferencia a los solitarios, porque, según se dice en el Eclesiastés: “si uno prevalece contra otro, dos le resisten” (Ecl 4, 12). De aquí es que Cristo salió al desierto como a un palenque para ser allí tentado por el diablo. Por lo cual dice San Ambrosio que Cristo “fue conducido al desierto con el propósito de provocar al diablo. Pues, si éste no combatía, Aquél no obtendría la victoria” (In Lc, super L. 4,1)».

El desierto evocaba a los judíos la tierra maldecida por Dios después del pecado de Adán y Eva y, por tanto, como un lugar que era la antítesis del Paraíso. «San Ambrosio añade otras razones, diciendo que Cristo hace esto “con misterio, para librar del destierro a Adán –el cual había sido arrojado del paraíso al desierto (Cf. Gn 3, 23)–, con el ejemplo, para manifestarnos que el diablo tiene envidia de los que tienden a lo mejor” (In Lc, super L. 4,1)»[34].

No invalida el testimonio de los evangelistas, el que no fuese visto, porque fue oído por la narración del mismo Cristo, que probablemente les dio más detalles, que no refieren. Argumenta Santo Tomás: «Cristo se propone a todos como ejemplo por medio de la fe, según aquello que se lee en la Epístola a los Hebreos: “Mirando al autor de la fe y consumador de ella, Jesús” (Heb 12,2). Pero la fe, dice el Apóstol, procede “de lo que se oye” (Rom 10,17), no de lo que se ve; antes dice el mismo Jesús en San Juan: “Bienaventurados los que no vieron y creyeron” (Jn 20,29). Y por eso, para que la tentación nos sirva de ejemplo, no es preciso que haya sido vista de los hombres, basta que los hombres tengan noticia de ella»[35].

También podría representar una dificultad el que podría parecer como si Cristo enseñara el buscar las tentaciones. Santo Tomás la presenta del siguiente modo: «Dice San Juan Crisóstomo: “El diablo suele insistir más en la tentación cuando nos ve solos. Por esto al principio tentó a la mujer cuando se hallaba separada del marido” (Homil. 13). De esta suerte parece que ir al desierto para ser tentado era exponerse a la tentación. Pues, como la tentación sea para ejemplo nuestro, parece que también los demás deban buscar las tentaciones, lo que resulta peligroso, siendo así que más bien debemos evitar las tentaciones»[36].

La objeción no representa problema alguno, si se tiene en cuenta que: «La ocasión de la tentación es de dos maneras: la una, de parte del hombre; por ejemplo, cuando alguno busca el pecado, no evitando las ocasiones. Tal proceder se debe evitar, según se dijo a Lot: “No te detengas en toda la región en torno de Sodoma” (Gen 19,17)».

De este primera manera. Cristo no nos dio ejemplo, si en cambio de la segunda, porque: «La otra ocasión de tentación procede del diablo, que siempre “tiene envidia de los que aspiran a lo mejor”, como dice San Ambrosio (In Luc l. 4, super 4,1). Esta ocasión, no hay por qué evitarla, por lo cual dice San Juan Crisóstomo que no “no sólo Cristo fue conducido al desierto por el Espíritu Santo, sino también los hijos todos de Dios, que tienen el Espíritu Santo. No se contentan con estar ociosos, y el Espíritu Santo les urge para emprender alguna obra grande. Esto es para el diablo estarse en el desierto, porque no hay allí la injusticia, en la que el diablo se deleita. Toda obra buena, es desierto para la carne y el mundo, porque no es según la voluntad de la carne y del mundo”. Dar al diablo ocasiones de tentaciones semejantes no es peligroso, porque es mayor el auxilio del Espíritu Santo, autor de toda obra perfecta, que la acometida del diablo insidioso»[37].

No deben dejarse de hacer obras buenas, que no son fruto de la carne ni del mundo, sino de la gracia de Dios, que ayuda además a vencer los ataques del diablo, que para él son como “desierto”, porque no encuentra la “injusticia” o iniquidad que están en los otros dos enemigos del hombre. Quizá, por ello: «Hay quienes piensan que todas las tentaciones tuvieron lugar en el desierto. Y dicen unos que Cristo no fue realmente conducido a la Ciudad Santa sino en visión imaginaria. Creen otros que la misma Ciudad Santa se llama “desierto”, porque estaba abandonada de Dios»[38].

Contra esta interpretación, puede decirse que no todas las tentaciones tuvieron lugar en el desierto, «en San Mateo se pone como segunda tentación aquella en que “el diablo tomó a Cristo y, llevándolo a la Ciudad Santa, le puso sobre el pináculo del templo” (Mt 4, 5)»[39]. Sin embargo, considera Santo Tomás que: «no es necesario recurrir a esta solución, porque San Marcos (Mc 1, 13) dice que en el desierto era tentado por el diablo, pero no dice que sólo en el desierto tuviera lugar la tentación»[40].

Ayuno

Antes de ser tentado, Cristo había ayunado durante cuarenta días en un desierto, que según la tradición fue en un monte próximo de Jericó, en la región septentrional del desierto de Judea, llamado Monte de la Cuarentena o de la tentación. Fue identificado por santa Helena y, desde hace siglos, en su lado casi vertical y escarpado se encuentra un monasterio cristiano ortodoxo.

En un pasaje de la Glosa, citado por Santo Tomás en su Cadena Áurea, se lee: «Este desierto está entre Jerusalén y Jericó, en donde habitaban los ladrones, cuyo lugar se llama Dammaín, esto es, de la sangre, por el derramamiento de sangre que con tanta frecuencia hacían allí los ladrones. Es ahí donde aquel hombre que venía de Jerusalén a Jericó, se dice que cayó en poder de los ladrones, representando a Adán, que había caído en poder de los demonios. Era conveniente, pues, que Cristo venciese al demonio, en el sitio en que el demonio había vencido al primer hombre, bajo la figura de la serpiente»[41].

Sobre el ayuno de Cristo, también el Aquinate cita el siguiente texto de San Agustín: «Y porque Jesús ayunó inmediatamente después del bautismo, no debe entenderse que el precepto del ayuno obliga inmediatamente después del bautismo, para que sea necesario ayunar a continuación, como lo hizo Jesucristo, sino que debe ayunarse cuando somos atacados por el tentador, para que el cuerpo pague su malicia con el castigo y el alma consiga su victoria por la humillación»[42].

Santo Tomás, por su parte, pone igualmente el ayuno como modo de prevenirse frente a las tentaciones, al afirmar que: «Con razón Cristo quiso ser tentado después del ayuno. Primero, para el ejemplo (…) a todos incumbe el cuidado de defenderse contra las tentaciones. En haber ayunado antes de la tentación nos vino a enseñar cómo nos conviene armarnos contra la tentación con el ayuno. Y el Apóstol enumera entre “las armas de la justicia” el ayuno (Cor 6, 5-7)».

Añade una segunda enseñanza, la de: «mostrar que aun a los que ayunan acomete el diablo para tentarlos, igual que a los otros que se ocupan en obras buenas. Y como el Señor es tentado después del bautismo, también lo es después del ayuno. Por lo cual dice San Juan Crisóstomo: “Para que aprendas por aquí cuan grande bien sea el ayuno y cuán fuerte escudo es contra el diablo, y que después del bautismo no te has de dar a la intemperancia, sino al ayuno; Cristo ayunó, no como necesitado de él, sino para instrucción nuestra” (In Matth. Hom. 13)».

Por último, para que el diablo advirtiera que era verdadero hombre y le tentara, observa Santo Tomás que: «al ayuno siguió el hambre, que dio al diablo audacia para acometerlo (…) Y dice San Hilario: “Luego que el Señor tuvo hambre, no fue que le sorprendiera alguna necesidad, sino porque entregó la naturaleza a sus leyes, que no iba a ser vencido el diablo por Dios, sino por la carne” (In Mat, c. 3). Por donde dice San Crisóstomo: “No sobrepasó en su ayuno a Moisés y a Elías, porque no se rehusara creer que había tomado la carne humana” (In Mat. Hom. 13)»[43].

En la Cadena Áurea, el Aquinate incluye el siguiente texto que confirma esta interpretación: «Sabía el Señor las intenciones del demonio cuando se proponía tentarle. El demonio sabía que Cristo había nacido en el mundo, según la predicación de los ángeles, la relación de los pastores, la búsqueda de los magos y la manifestación de San Juan. Por lo que el Señor se adelantó contra él no como Dios, sino como hombre; mejor aún, como Dios y como hombre, porque no tener hambre en el espacio de cuarenta días, no era propio de hombre y tener hambre alguna vez, no es propio de Dios. Por ello tuvo hambre para que no se crea que sólo es Dios, porque entonces hubiese destruido la esperanza del demonio que se proponía tentarle y hubiese impedido su propia victoria. De donde se sigue: después tuvo hambre»[44].

En este lugar, explica también Santo Tomás que Jesús se retiró al desierto y ayunó durante un tiempo, porque: «No era razonable que Cristo llevase una vida tan austera, que desdijese de la de aquellos a quienes predicaba»[45].

Ya había indicado en una cuestión anterior que Cristo: «vino al mundo, primeramente a manifestar la verdad. El mismo dice: “Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad (Jn 18, 37). Por esto no debió ocultarse, llevando una vida solitaria, sino manifestarse en público y predicar públicamente (…) Segundo para librar a los hombres del pecado, según dice el Apóstol: “Vino Jesucristo a este mundo a salvar a los pecadores” (1 Tim 1, 15) (…) En tercer lugar, vino para que “por Él tengamos acceso a Dios” (Rm, 5, 2). Y así, conversando familiarmente con los hombres, nos diese confianza y nos allegase a sí»[46].

Se comprende así que: «convenía al fin de la encarnación que Cristo no llevase una vida solitaria, sino que viviese entre los hombres. Ahora bien, el que vive con otros tiene que acomodarse a su modo de vida, según dice el Apóstol de sí, que “se hacía todo para todos” (1 Cor 9, 22). Por esto fue convenientísimo que en la comida y bebida Cristo se acomodase a los otros»[47].

Sin embargo, advierte el Aquinate que: «Nadie debe tomar sobre si el oficio de predicar si no estuviese purificado y en la virtud perfecto, como se dice de Cristo que “comenzó Jesús a obrar y a enseñar” (Act 1, 1). Él, luego de bautizado, emprendió una vida de austeridad, a fin de enseñar a los otros que sólo después de domada la carne era permitido darse al oficio de la predicación, según lo que dice el Apóstol: “Castigo mi cuerpo y le reduzco a servidumbre, no sea que, predicando a los otros, yo incurra en reprobación” (1Cor, 9, 27)»[48].

Primera tentación

Seguidamente Santo Tomás explica el porqué el diablo tentó con los tres pecados indicados por los evangelistas, y también el sentido del orden de las tentaciones. Lo hace según el relato de San Mateo, más detallado que los otros dos, los de los evangelios de San Marcos y San Lucas.

Se lee en el evangelio de San Mateo: «Entonces Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Habiendo ayunado cuarenta días y cuarenta noches, después tuvo hambre. El tentador se acerco a él, y le dijo: “Si eres hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes”. Él le respondió y dijo: “Escrito está: ‘No vive un hombre de solo pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios’ (Dt 8, 3)” Entonces el diablo le tomó, le llevó a la santa ciudad, le puso sobre la almena del templo, y le dijo “Si eres hijo de Dios, échate de aquí abajo, porque escrito está: ‘Ha mandado a sus ángeles sobre ti y te tomarán en las manos, para que no tropieces con tu pie en una piedra’ (Sal 90, 11)”. Jesús le dijo: “También está escrito: ‘No tentarás al Señor tu Dios’ ( (Dt 6, 16)”. De nuevo el diablo le subió a un monte muy alto, le mostró todos los reinos del mundo y su gloria, y le dijo: “Todo esto te daré, si te postras y me adoras”. Entonces Jesús le dijo: “Vete, Satanás; porque escrito está: ‘Al Señor tu Dios adorarás y a el solo servirás (Dt 6, 13)”. Entonces el diablo le dejó; y he aquí que los ángeles se acercaron y le servían»[49].

Comienza Santo Tomás su análisis de la primera tentación con la siguiente observación: «Dice San Gregorio que la tentación del enemigo procede por vía de sugestión (Cf. In Evang. L. 1, hom. 16). Ahora bien, una sugestión no se propone a todos de la misma manera, sino a cada uno según sus particulares aficiones. Por esto el diablo no tienta desde luego al hombre espiritual de pecados graves, sino que empieza por los leves y va poco a poco llevándose a los graves»[50].

Escribía, por ello, Santo Tomás: «Por esto empezó, por donde en otro tiempo había vencido, a saber, por la gula. De donde le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan". ¿Para qué estos preámbulos, sino porque sabía que el Hijo de Dios habría de venir? Pero no sabía que había venido por medio de la carne. Hace el oficio de explorador y de tentador: mientras confiesa que cree en Dios, se esfuerza por engañar al hombre»[51].

Puede parecer que esta primera tentación[52] no lo fuera realmente, porque: «Si Cristo hubiera remediado su hambre convirtiendo las piedras en pan, no hubiera pecado, como no pecó multiplicando los panes para remediar el hambre de la multitud, que no fue menos milagro»[53].

No obstante, hubo tentación, porque: «No es pecado de gula usar de las cosas necesarias para el sustento de la vida, pero sí lo puede ser el cometer algún desorden por el deseo de ese sustento. Y es cierto desorden el que uno pretenda procurarse por vía milagrosa el sustento que puede adquirir por los medios humanos. Si el Señor proveyó del maná a los hijos de Israel en el desierto, era que allí no podían proveerse de otro modo. Y lo mismo hizo Cristo alimentando milagrosamente a las turbas en el desierto, donde de otra manera no podían obtener comida. Pero Cristo podía satisfacer su hambre por otra vía que por un milagro, como lo hacía Juan Bautista, como se lee en Mt 3,4 (“su mantenimiento era langostas y miel silvestre”) o yendo a los lugares vecinos. Por esto pensaba el diablo que Cristo pecaría, siendo puro hombre, si intentase satisfacer su hambre con el milagro»[54].

Por último, con respecto a la primera tentación, nota el Aquinate tanto con el pecado como en el orden: «De igual modo procedió el diablo con la tentación de los primeros padres, solicitando su mente con la comida de la fruta prohibida, con estas palabras: “¿Por qué Dios os mandó que no comieseis de todos los árboles del paraíso?” (Gén 3,1)»[55]. El primer pecado en el mundo empezó con la gula.

Segunda tentación

En su relato de las tentaciones, San Marcos no indica cuales fueron, sino que «Satanás le tentó»[56]; y San Lucas, que relata las tres, coloca como segunda tentación la que es tercera en San Mateo[57]. Santo Tomás, que sigue a éste último, después de exponer la primera, nota que Jesús fue tentado por la vanidad o vanagloria, al igual que a los primeros padres. A estos: «en segundo lugar, los tentó de vanagloria, cuando les dijo: “Se abrirán vuestros ojos” (Gén 3,5)»[58].

Sobre la divergencia en el orden entre las narraciones de San Mateo y de San Lucas, nota Santo Tomás que: «Es sentencia de San Agustín que “no es cosa cierta cuál fue primero, si la demostración de los reinos de la tierra y luego la conducción al pináculo del templo, o viceversa. Poco importa ésta, siendo claro que ambas cosas sucedieron” (Concord. evang, l. 2, c. 16). Parece que los evangelistas han seguido un orden distinto, porque a veces de la vanagloria se viene a caer en la codicia, y otras al revés»[59].

La vanagloria lleva a la ambición de riquezas, de poder, de honores, y, con ello, como enseñaba San Agustín, al orgullo, una de las especies de la soberbia, aunque puede ocurrir que la misma soberbia lleve también a la codicia o ambición. Los dos pecados se implican mutuamente y, por ello, en realidad, ambos indican que en la tentación hay una ordenación o graduación progresiva hacia la soberbia, a la que quiere llevar finalmente el diablo.

Puede afirmarse, por consiguiente, que, al igual que la primera tentación, que se pasó de la tentación de la gula a la de vanagloria y finalmente al «último grado de soberbia», el diablo: «guardó este mismo orden en la tentación de Cristo. Porque, primero, le tentó con lo que apetecen aun los hombres por muy espirituales que sean, a saber, la sustentación de su vida corporal mediante el alimento. Luego pasó a aquella tentación en que a veces caen los varones espirituales, es decir, hacer algo por ostentación, incurriendo así en vanagloria. Por fin, llevó la tentación a lo que no es de varones espirituales, sino de los carnales, o sea, al deseo de las riquezas y de la gloria del mundo llevado “hasta el desprecio de Dios”»[60].

Sobre esta segunda tentación, nota también el Aquinate que: «Según San Crisóstomo, “condujo el diablo a Cristo (sobre el pináculo del templo) a fin de que fuese visto de todos; pero El, sin saberlo el diablo, hizo que no fuera visto de nadie” (Pseudo-Juan Crisóstomo, Op. Imperf.in Math, 4,5 homil. 5)»[61].

Tercera tentación

En la tercera, el diablo en esta «tentación del monte le tentó en dos a, a saber, codicia e idolatría»[62]. No es extraño, porque, advierte, en primer lugar, Santo Tomás que: «También en las tentaciones precedentes intentó el diablo inducirlo por el apetito de un pecado en otro, v. gr., por el deseo del alimento en la vanidad de realizar un milagro injustificado; por la codicia de la vanagloria, a tentar a Dios precipitándose»[63].           

En segundo lugar que, también según San Juan Crisóstomo: «“Lo que se dice de haberle mostrado todos los reinos del mundo y la gloria de ellos, no es preciso entenderlo que viese los mismos reinos, las ciudades, los pueblos, el oro, la plata, sino que le mostraba con el dedo las regiones en que los reinos o ciudades estaban situados y de palabra le declarase los honres de cada reino y su estado” (In Mt 4, 8, homil. 5). O, según Orígenes, “le mostró cómo el reinaba en el mundo por los diversos vicios” (In Lc, 4, 5, hom. 30)»[64].

En tercer lugar, que ahora el diablo no le tentó con tentaciones propias del «varón espiritual» sino de los «carnales». Así se explica que: «en las dos primeras tentaciones le dijo: “Si eres hijo de Dios”, pero no en la tercera. Esta no conviene a varones espirituales, que son por adopción hijos de Dios»[65]. La gloria que ahora le ofrece es por las riquezas y el poder[66], distinta de la segunda tentación, que es ya compatible con el hombre espiritual, porque es frecuente que: « busque uno la gloria en los bienes espirituales. Y así dice San Agustín: “Conviene advertir que no sólo en el esplendor y en la pompa de las cosas exteriores, sino también en los harapos se puede dar la jactancia” (Sermones, Serm. 39) y para significar esto, el diablo quiso persuadir a Cristo que se arrojase del pináculo al suelo, para alcanzar la gloria espiritual»[67].

El diablo, en esta tercera tentación, le ofreció las riquezas, el poder y la gloria del mundo con la condición que le adorara, que cometiera el pecado de la idolatría. «Es pecado apetecer las riquezas y los honores del mundo cuando esto se hace desordenadamente. Esto se demuestra a las claras cuando el hombre se rebaja a cometer una vileza para obtener esos bienes. Por esto, no se contento el diablo con persuadirle la codicia de las riquezas y los honores; le quiso inducir también a que, por el logro de esos bienes, lo adorase, lo que es el mayor crimen y contra Dios. Ni dijo solamente: “Si me adoras”; añadió: “Si postrándote”, porque como dice San Ambrosio, “tiene la ambición este particular peligro, que para lograr el dominio de otros se somete a servidumbre; se doblega en obsequios para alcanzar el honor, y, queriendo sublimarse, se abate” (In Lc. 4, 4, l. 4)»[68].

La tentación es análoga a la tercera de Adán y Eva, con la que: «los condujo hasta el último grado de la soberbia, al decirles: “Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal” (Gen 3, 1)»[69]. Palabras del diablo, que como indica Bossuet: «Desde el momento en que la profirió, pensó confundir en el hombre la idea de Dios con la de la criatura y en dividir un nombre cuya majestad consiste en ser incomunicable». La idolatría quedo facilitada por el pecado original: «Los hombres soportaron la molestia de quedar sometidos a sus sentidos; los sentidos lo decidieron todo y, a pesar de la razón, crearon todos los dioses que se adoró sobre la tierra»[70].

Nota, por ello, Santo Tomás que: «Cristo llevó en paciencia la injuria de la tentación cuando el diablo le dijo: “Si eres hijo de Dios, échate abajo”, y ni se turbo por ello ni increpó al diablo. Pero cuando le oyó usurpar el honor de Dios, diciendo: “Todo esto te doy si postrándote me adoras”, entonces, indignado, lo arrojó de sí, diciendo: “Vete de mi Satanás”. Esto para que nosotros aprendiéramos de su ejemplo a soportar con generosidad nuestras injurias; pero no tolerar, ni de oídas, las injurias a Dios»[71].

La ultima observación del Aquinate, y que también sirve de ejemplo, es que: «A todas estas tentaciones resistió Cristo con testimonios de la ley, no con el poder de su virtud, “porque con esto honraba más al hombre y confundía más al adversario, el cual apareció vencido, no por Dios, sino por el hombre”, según dice San León Papa (Sermones, Serm. 39, c. 3)»[72].

Eudaldo Forment

 

 

 

 



[1] 1 Jn 2, 16.

[2] Cf. SANTO TOMÁS, Suma teológica, I-II, q. 77, a. 5, y I-II, q. 30, a. 3

[3] SAN AGUSTÍN, Confesiones, X, c. 35, 54.

[4] IDEM, Exposición de la Epístola de San Juan a los Partos, II, 14.

[5] Dt 8,3

[6] Sal 90 , 10-12.

[7] Dt 6, 16

[8] Ex 17, 7.

[9] Mt 4, 5.

[10] SAN AGUSTÍN, Exposición de la Epístola de San Juan a los Partos, II, 14.

[11] SANTO TOMÁS, Suma teológica, III, q. 41, a. 1, ad 1.

[12] Ibíd., III, q. 41, a. 1, in c.

[13] Ibíd., III, q. 41, a. 1, ob. 2.

[14] Ibíd., III, q. 41. a. 1, ad 2.

[15] IDEM, Catena aurea, Catena in Matthaeum, c. 4, lect. 1, v. 1. Pseudo-Crisóstomo, Opus imperfectum super Matthaeum, hom. 5.

[16] Ibíd. Cita también el siguiente texto: «El diablo busca a los hombres para tentarlos, pero como el demonio no podía ir contra el Señor, Éste fue a buscarlo. Por ello se dice: que fue para ser tentado» (. Pseudo-Crisóstomo, Opus imperfectum super Matthaeum, hom 5).

 

 

 

[17] IDEM, Suma teológica, III, q. 41. a. 1, ad 2.

[18] Ibid., III, q. 41, a. 1, ob 3.

[19] Ibíd., III, q. 15, a. 1, in c.

[20] Ibíd., III, q. 15, a. 1, ad 3.

[21] Ibíd., III, q. 15, a. 1, in c.

[22] Ibíd., III, q. 15, a. 2, ob. 1

[23] Ibíd., III, q. 15, a. 2, sed c.

[24] Ibíd., III, q. 15, a. 2, ob 1.

[25] Ibíd., III, q. 15, a. 2, ad 1.

[26] Ibíd., III, q. 15, a. 2, in c.

[27] Ibíd., III, q. 15, a. 2, ad 2.

[28] Ibíd., III, q. 15, a. 2, ad 3.

[29] Ibíd., III, q.41 a.1 ad 3.

[30] Ibíd.., III, q. 41, a. 1, ob. 3.

[31] Cf. Ibíd., III, q.41, a.1 ad 3.

[32] Heb 4,14-15.

 

[33] IDEM, Comentario a la Epístola de San Pablo a los hebreos, c. 4, lec. 3.

[34] IDEM, Suma Teológica, III, q. 41, a. 2, in c.

[35] Ibíd., III, q. 41, a. 2, ad 1.

[36]Ibíd., III, q. 41, a. 2, ob. 2.

[37] Ibíd., III, q. 41, a. 2, ad 2.

[38] Ibíd., III, q. 41, a. 2, ad 3.

[39] Ibíd., III, q. 41, a. 2, ob. 3.

[40] Ibíd., III, q. 41, a. 2, ad 3.

[41] IDEM, Catena aurea, Catena in Matthaeum, c. 4, lect. 1, v. 1-2, GLOSA.

[42] Ibíd., SAN AGUSTÍN, Sermón, 210, 3.

[43] Ibíd., III, q. 41, a. 3, in c.

[44] IDEM, Catena aurea, Catena in Matthaeum, c. 4, lect. 1, v. 1-2. Pseudo-Crisóstomo, Opus imperfectum super Matthaeum, Hom. 5.

[45] IDEM, Suma teológica., III, q. 41, a. 3, ad 3.

[46] Ibíd., III, q. 40, a. 1, in c.

[47] Ibíd., III, q. 40, a. 2, in c.

[48] Ibíd., III, q. 41, a. 3, ad 1.

[49] Mt 4, 1-11.

[50] SANTO TOMÁS, Catena aurea, Catena in Matthaeum, c. 4, lect. 1, v. 3-4. SAN AMBROSIO, In Luc m. 4, 3.

[51] IDEM, Suma teológica, III, q. 41, a. 4, ob. 1.

[52] San Lucas la refiere así: «Jesús, lleno de Espíritu Santo, se volvió del Jordán y fue llevado por el Espíritu al desierto; estuvo allí cuarenta días y el diablo le tentaba. No comió nada en aquellos días y pasados éstos, tuvo hambre. El diablo le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se vuelva pan”. Jesús le respondió: “Escrito está que: ‘no vive el hombre de solo pan, sino de toda palabra de Dios’ (Dt 8, 33)».

[53] SANTO TOMÁS, Suma teológica, , III, q. 41, a. 4, ob. 1.

[54] Ibíd., III, q. 41, a. 4, ad 1.

[55] Ibid., III, q. 41, a. 4, in c.

[56] Mc 1, 12: «Estuvo en el desierto cuarenta días y cuarenta noches, y Satanás le tentó; habitaba con las fieras y los ángeles le servían».

[57] Lc 4,9-12: «Le llevó a Jerusalén , le puso sobre la almena del templo y le dijo: “Si eres el Hijo de Dios, échate de aquí abajo. Porque escrito está: ‘ha mandado a sus ángeles sobre ti para que te guarden’, y te sostengan en sus manos para que no tropiece tu pie en ninguna piedra’ (Sal 90, 11). Respondiendo Jesús, le dijo: “Dicho está ‘no tentarás al Señor tu Dios’ (Dt 6, 16)”».

[58] SANTO TOMÁS, Suma teológica, III, q. 41, a. 4, in c.

[59] Ibid., III, q. 41, a. 4, ad 5.

[60] Ibíd., III, q. 41, a. 4, in c.,

[61] Ibíd., III, q. 41, a. 4, ad 7.

[62] Ibíd., III, q. 41, a. 4, ob. 3.

[63] Ibíd., III, q. 41, a. 4, ad. 3.

[64]Ibíd., III, q. 41, a. 4, ad. 7.

[65] Ibíd., III, q. 41, a.4, in c.

[66] Lc 4, 5: «El diablo le llevó a un monte elevado; le mostró todos los reinos del mundo en un momento y le dijo: “Te daré todo este poder y su gloria, porque a mí se me han dado, y los doy a quien yo quiero. Por tanto, si te postras y me adoras, tuyas serán todas esas cosas”. Respondiendo Jesús, le dijo: “Escrito está ‘a tu Señor Dios adorarás y a él sólo servirás’ (Dt 6, 13; 10, 20)».

[67] SANTO TOMÁS, Suma teológica, III, q. 44, a. 4, ad 2.

[68] Ibíd., III, q. 41, a. 4, ad 3

[69] Ibíd., III, q. 41, a. 4, in c.

[70] J.B. BOSSUET, Discurso sobre la historia universal (Trad. M. de Montoliu), Barcelona, E. Cervantes, 1940, II, c.2, p. 179.

[71] SANTO TOMÁS, Suma teológica, III, q. 41, a. 4, ad 6

[72] Ibíd., III, q. 41, a. 4, in c.

1 comentario

  
Vicente
Excelente artículo.

El Demonio sabe que nuestros apetitos irascibles y concupiscibles son nuestro talón de Aquiles y por allí ataca fuerte. resistamos firmes en la fe.
14/07/16 7:26 PM

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