LXIV. El Infierno de los condenados y Cristo

Naturaleza del infierno[1]
Como se indica en el nuevo Catecismo: «La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, «el fuego eterno» (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; Credo del pueblo de Dios, 12)». El infierno y las penas son eternos.
Se precisa seguidamente que: «La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira»[2]. Esta pena, que se denomina pena de daño, priva de la visión de Dios, por estar separado de Él, y de todos los bienes que proceden de esta condena.

Al empezar las ocho cuestiones, que Santo Tomás dedica a la pasión de Cristo, en sentido amplio, en su tratado de la vida de Cristo de la Suma teológica, indica que tratará respecto: «a la salida de Cristo de este mundo: primero de su pasión misma; segundo de la muerte; de la sepultura; y cuarta de su bajada a los infiernos»

Después de afirmar que la divinidad no se separó del cuerpo ni del alma de Cristo, Santo Tomas, en los siguientes artículos con los que finaliza la cuestión sobre la muerte de Cristo, los dedica al cuerpo de Cristo en su estado mortal. En primer lugar, se pregunta si, durante los tres días que estuvo muerto Cristo fue hombre.




