InfoCatólica / Sapientia christiana / Categoría: Sin categorías

1.12.16

LIV. Necesidad de la vida mística

1. La fe en la teología y en la mística

La teología especulativa y la teología mística se fundamentan en la revelación «pública», que constituye el contenido de la fe católica, y más concretamente en su virtualidad implícita, sin que sea necesario tener en cuenta las revelaciones «privadas».

En la teología especulativa, el fundamento objetivo es la fecundidad inagotable del dato revelado, cuyos primeros principios son conocidos por todo creyente, porque son los artículos del credo. Sobre esta fuente objetiva se utiliza el instrumento subjetivo de la inteligencia informada por la fe y actuando como razón. Por ello, cuanto más activo y constante sea este instrumento intelectual, más se acrecentará la penetración en lo revelado y se explicitará lo virtual o mediato.

En la teología mística o afectiva, el fundamento es el mismo, el dato revelado, pero, en cambio, el instrumento subjetivo es sobrenatural, porque es la fe, la caridad y los dones del Espíritu Santo. Cuanto más intenso y permanente es este amor, tanto mayor es la luz experimental de la inteligencia, su profundidad y el número de verdades comprendidas en el depósito revelado.

Por la gracia santificante primero y después por la caridad, Dios habita en el alma del hombre. Afirma Santo Tomás que: «Por la gracia santificante habita en la mente toda la Trinidad, como se dice en San Juan «Vendremos a él y en él haremos mansión» (Jn 14, 23)»[1].

Por los actos de la caridad se produce un mayor enraizamiento de Dios, y, por tanto, se posee una luz sobrenatural más intensa y penetrante en el depósito revelado. «De igual modo que el don de la caridad se da en todos los que poseen la gracia santificante, se da asimismo el don de entendimiento», el don del Espíritu Santo, que perfecciona a la virtud teologal de la fe.

A esta conclusión se llega al advertir que: «En todos los que poseen la gracia se da por fuerza la rectitud de la voluntad, pues como afirma San Agustín: «por la gracia se prepara la voluntad del hombre para el bien» (Rep. A Jul. 4, 3). Mas la voluntad no puede ordenarse rectamente al bien sino por un conocimiento previo de la verdad, pues su objeto es el bien entendido, como dice Aristóteles en Sobre el alma (10, 3,6). Y así como el Espíritu Santo ordena la voluntad del hombre para ser movida directamente a un bien sobrenatural por el don de la caridad, así también ilustra por el don de entendimiento la mente humana para que conozca la verdad sobrenatural a la que deba tender la voluntad recta. Por lo tanto, de igual modo que el don de la caridad se da en todos los que poseen la gracia santificante, se da asimismo el don de entendimiento»[2].

Podría objetarse que: «el don de entendimiento no está en todos los que tienen la gracia». La razón es porque, aunque: «dice San Gregorio que el don de entendimiento se da «contra la debilidad de la mente» (Mor. c. 49)», es innegable que: «muchos de los que poseen la gracia aún la padecen»[3].

Debe sostenerse que el don de entendimiento se encuentra en todos los que tienen la gracia, porque, precisa Santo Tomás que: «Algunos que poseen la gracia santificante pueden ser tardos en algunos casos que no son necesarios para la salvación. Más respecto de lo necesario son suficientemente instruidos por el Espíritu Santo, según las palabras de San Juan: «La unción os lo enseñará todo» (Jn 2, 27)»[4].

De manera que: «El don de entendimiento nunca es substraído a los santos respecto de las cosas necesarias para la salvación. En lo demás se les substrae a veces de suerte que no pueden penetrar con claridad todas las cosas, para que no haya motivo de soberbia»[5].

Santo Tomás compara la luz natural de la razón, con respecto a sus primeros principios, con la luz sobrenatural de la fe con los principios de la fe, para que penetre en su virtualidad[6]. Sin embargo, advierte de una diferencia, porque: «El entendimiento de los primeros principios es privativo de la naturaleza humana y se encuentra por igual en todos. Mas la fe es obra del don de la gracia, que no se halla en todos en igual grado». No obstante, también en el mero orden natural: «Debido a la mayor capacidad de su entendimiento, unos conocen mejor que otros las virtualidades de los principios»[7].

En la vía de teología mística o afectiva, la gracia santificante –alma de la vida sobrenatural, que da origen a la caridad y a los dones del Espíritu–, produce un acrecimiento de luz intelectiva y de conocimiento afectivo. Sin embargo, en la vía de la teología especulativa, la inteligencia, sujeto de la fe divina, actuada por el estudio comparado de los principios revelados y de los principios de la razón, produce un conocimiento especulativo más luminoso y más extenso.

Ciertamente que la fuente de la vida mística es el Espíritu Santo, Dios mismo, pero conocido a través del velo de la fe y no visto cara a cara. La vida mística es divina, pero vida de fe. La fe no es sólo el punto de partida de toda vida espiritual en esta mundo, que después el místico abandonaría o dejaría atrás, sino también la raíz necesaria de toda la vida sobrenatural en la vida terrenal. Los instrumentos subjetivos de la razón y el estudio, en la teología especulativa, y los de la gracia, los dones y el amor, en la teología mística, son utilizados en la misma fuente objetiva, el dato revelado, conocido por la fe.

Se ha comparado a la vida cristiana a un árbol vivo, único y homogéneo, cuyas raíces están hundidas en el depósito revelado y con dos ramas el saber especulativo y místico. La Iglesia, asistida infaliblemente por el Espíritu Santo, lo guarda y cultiva. La luz de la fe y del estudio, el calor de la gracia y del amor, contribuyen eficazmente a su crecimiento. Cada dogma nuevo y cada nuevo santo son un nuevo fruto de este germen. Pero siempre está enraizada en la fe, verdadera raíz de donde el árbol extrae la savia por la que vive[8].

Leer más... »

16.11.16

LIII. Vías para llegar a Dios

Caminos para el conocimiento de Dios

El creyente, para conocer, entender y desarrollar lo revelado –y obtener así verdades explícitas, que estaban implícitas, pero que serán para él nuevas–, dispone de dos fuentes de conocimiento. Dado que ha tenido lugar la revelación, dispone de dos medios para el conocimiento de Dios. Uno, las fórmulas reveladas, que son una fuente derivada y conceptual. Otro, Dios mismo, que es la fuente primordial y real.

Las dos fuentes son distintas, pero, como es patente, no son independientes. No lo son en su origen, porque la primera, la revelación, que está constituida por expresiones conceptuales y siempre parciales de la divinidad, brota de la segunda, de Dios, que es quien revela. Tampoco son independientes en su posesión por el hombre, porque no cabe posesión de la segunda, la Divinidad por la gracia, sin la fe en los enunciados revelados, sin la primera. Son imprescindibles como mínimo dos generalísimos, como son la existencia de un Dios sobrenatural y que es remunerador.

Por existir dos fuentes, hay dos víaspara el conocimiento de Dios. Explica Santo Tomás que: «De dos maneras conocemos la bondad y voluntad divinas. La una es especulativa, y en este sentido es ilícito dudar y también probar o experimentar si la voluntad de Dios es buena o suave. La otra, en cambio, es un conocimiento afectivo o experimental de la bondad y voluntad divinas, que se da cuando alguien experimenta en sí mismo el gusto de la divina dulzura y complacencia en la voluntad divina, conforme a lo que de Hieroteo dice Dionisio (De Div. Nom. 6, 2), que «aprendió las cosas divinas por propia experiencia»[1].

La primera es la de las fórmulas reveladas. Dado que, en ella, se comparan tales fórmulas entre sí, se utiliza el raciocinio. Es la vía, por tanto, de la razón, o la lógica. Esta vía racional permite la existencia de la Teología especulativa, la sabiduría suprema o ciencia de los sabios.

La segunda es la vía afectiva, la de la Divinidad misma. En ella, se entra en contacto inmediato con ella por los hábitos sobrenaturales, los de la gracia, –la virtud de la fe, las otras virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo-. Es así la vía de la connaturalidad, por ser experimental o del corazón. Vía, que da lugar a la Teología mística, la ciencia de los santos.

Las dos vías son distintas, pero las dos parten de la fe y se continúan por y con ella. Además, hay como un faro que con su luz sirve de señal o de guía a una y a otra vía. Este potente farol es la autoridad infalible de la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, única causa principal del conocimiento de lo revelado.

Leer más... »

3.11.16

LII. Autoridad de la Iglesia

Las tesis teológicas

En la etapa de la ley evangélica, después de Jesucristo y sus apóstoles, con quienes se termina la revelación, el crecimiento en el contenido de la fe se hace por explicitación. El modo de explicitar es aplicar el conocimiento racional a lo revelado implícitamente, que permite el desarrollo de la fe. Con raciocinios, o más concretamente por deducciones, se obtienen conclusiones, obtenidas de modo racional, y, por tanto, de manera científica.

Estas conclusiones, propias de la sabiduría teológica, son en sí mismas como las científicas. Aunque el punto de partida de la teología sea la fe revelada, que es sobrenatural, su metodología, para obtener conclusiones implícitas en ella, es totalmente racional o natural.

En el conocimiento teológico, por su raíz y fundamento sobrenatural, sin embargo, debe tenerse siempre en cuenta, por una parte, que, como ha declarado la Iglesia: «La doctrina de la fe que Dios ha revelado es propuesta no como un descubrimiento filosófico que puede ser perfeccionado por la inteligencia humana, sino como un depósito divino confiado a la esposa de Cristo para ser fielmente protegido e infaliblemente promulgado. De ahí que también hay que mantener siempre el sentido de los dogmas sagrados que una vez declaró la Santa Madre Iglesia, y no se debe nunca abandonar bajo el pretexto o en nombre de un entendimiento más profundo»[1].

La Teología se puede servir de toda clase de ciencias -metafísicas, físicas, y también morales-, cuyas conclusiones se emplearán como premisas en sus razonamientos. No obstante, el punto de partida de la teología no son las ciencias humanas, sino las proposiciones de fe o reveladas. Su finalidad no es, con la utilización de premisas de fe, deducir de las premisas de razón, sino al revés, servirse de las premisas de la razón para deducir o explicar la virtualidad contenida en la premisa teológica. No son las tesis teológicas instrumentos de las científicas, sino que estas últimas, al ser utilizadas, son meros instrumentos para desarrollar lo que las tesis reveladas no expresan directamente.

En realidad las premisas de razón o científicas son objetivamente o en sí mismas innecesarias. Si las necesita el teólogo es sólo por la debilidad de la inteligencia humana, que no puede ver intuitivamente, o de un solo golpe, lo que en las verdades reveladas está realmente incluido. Afirma Santo Tomás de la Doctrina Sagrada o Teología que: «Esta ciencia puede tomar algo de las disciplinas filosóficas, y no por necesidad, sino para explicar mejor lo que esta ciencia trata. Pues no toma sus principios de otras ciencias, sino directamente de Dios por revelación. Y aun cuando tome algo de las otras ciencias, no lo hace porque sean superiores, sino que las utiliza como inferiores y serviles, como la arquitectura tiene proveedores, o como lo civil tiene lo militar. La ciencia sagrada lo hace no por defecto o incapacidad, sino por la fragilidad de nuestro entendimiento, pues, a partir de lo que conoce por la razón natural (de la que proceden las otras ciencias) es conducido, como llevado de la mano, hasta lo que supera la razón humana y que se trata en la ciencia sagrada»[2].

Leer más... »

17.10.16

LI. La salvación y la Iglesia

La fe antes de la Encarnación

En todos los contenidos de la fe necesarios para la salvación, tanto los conocidos por los gentiles o por los distintos creyentes, sostiene Santo Tomás que se encuentra afirmado, por lo menos implícitamente, el misterio de Cristo. Argumenta: «Pertenece al objeto propio y principal de la fe aquello por lo que consigue el hombre la bienaventuranza. Más el camino por el que llegue el hombre a la bienaventuranza es el misterio de la encarnación y de la pasión de Cristo, según este testimonio: «No hay en el cielo otro nombredado a los hombres por el que nosotros debamossalvarnos» (Act 4,12). Por eso ha sido necesario en todo tiempo y para todos ser creído el misterio de la encarnación de Cristo si bien de modos diversos según los distintos tiempos y personas». Se ha conocido la Encarnación de dos maneras: de modo implícito y de modo explícito, y en este último en varios grados.

Por todos los creyentes, fue conocida la Encarnación de manera explícita, pero en distintos niveles. Primero, en el estado de inocencia o de justicia original, se conoció explícitamente, pero sólo en parte, porque: «Antes del pecado tuvo el hombre fe explícita en la encarnación de Cristo en cuanto que iba ordenada a la consumación de la gloria, mas no en cuanto ordenada a la liberación del pecado por la pasión y la resurrección, pues el hombre no podía conocer con antelación su futura caída en el pecado. Parece, sin embargo, que tuvo presciencia de la encarnación de Cristo por las palabras que dijo: «Por eso dejará el hombre a su padre ya su madre, y se adherirá a su mujer, y vendrána ser los dos una sola carne»(Gn 2,24); palabras que comenta así San Pablo: «Granmisterio es éste, lo digo respecto a Cristo y ala Iglesia»(Ef 5,32); y no es creíble que este sacramento fuera ignorado por el primer hombre».

Perdido el estado de inocencia y ya en el estado de naturaleza caída, se continuó este conocimiento explícito. Sin embargo de manera completa, porque: «Después del pecado fue creído explícitamente el misterio de Cristo no sólo en cuanto a su encarnación, sino además en cuanto a su pasión y resurrección, por las que es liberado el género humano del pecado y de la muerte. De otra forma no se hubiera podido prefigurar la pasión de Cristo con ciertos sacrificios antes de la ley y bajo la ley».

Precisa Santo Tomás que este conocimiento no llegaba a todos. Las distintas personas, los adultos y los niños, no la conocían por igual, porque: «El significado de estos sacrificios era conocido por los mayores explícitamente. Los menores conocían algo bajo el velo de tales sacrificios, creyendo que habían sido dispuestos divinamente en orden al Cristo que habría de venir».

Sobre el grado de plenitud del conocimiento de los hombres del misterio de Cristo, antes de su venida, indica además que: «cuantos más cercanos a Cristo, más distintamente conocían lo concerniente a sus misterios»[1]. La razón que da es la siguiente: «La consumación última de la gracia fue realizada por Cristo. Por eso el tiempo de Cristo es llamado «plenitud de los tiempos». De ahí que los más cercanos a Cristo, sean anteriores, como Juan Bautista; sean posteriores, como los apóstoles, conocieron más plenamente los misterios de la fe. Es lo que ocurre también en el hombre: su perfección está en la juventud, y cuanto más cercano, bien por razón de procedencia o de posterioridad, se halle a la juventud más perfecto será su estado»[2].

Leer más... »

3.10.16

L. La unicidad de la fe en la Historia humana

La fe en Cristo

Al comenzar a comentar el capítulo quinto de la Epístola a los romanos, en su comentario a este escrito de San Pablo, Santo Tomás indica que: «Habiendo mostrado el Apóstol la necesidad de la gracia de Cristo, porque sin ella ni el conocimiento de la verdad les sirvió a los gentiles, ni la circuncisión y la ley a los judíos para la salvación, aquí empieza a encarecer la virtud de la gracia»[1].

Como en el primer versículo de este capítulo de la Epístola se lee: «Justificados, pues, por la fe, estemos en paz con Dios por nuestro Señor Jesucristo»[2], el Aquinate escribe: «Así es que primero dice: tenemos dicho que se les reputa a justicia la fe a todos los que creen en la resurrección de Cristo, la cual es la causa de nuestra justificación. «Justificados, pues, por la fe», en cuanto por la fe de la resurrección participamos de su efecto», «para que estemos en paz con Dios», esto es, sujetándonosle y obedeciéndolo»[3].

En el siguiente versículo explica San Pablo que todo ello es posible por Cristo: «Por quien tenemos acceso a la virtud de la fe a esta gracia, en la cual estamos firmes y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios»[4]. Explica Santo Tomás, por: «Cristo «tenemos acceso», o sea, como por un mediador. «Mediador entre Dios y los hombres (1 Tm 2, 5). «Y así por Él unos y otros tenemos en un mismo espíritu el acceso al Padre» (Ef 2, 18). Acceso, digo «a esta gracia», esto es, al estado de gracia. «La gracia y la verdad han venido por Jesucristo» (Jn 1, 17). «En la cual» esto es, por la cual gracia no sólo resucitamos de los pecados, sino que también «estamos firmes», fijos y erectos por amor a las cosas celestiales. «Firmes estaban nuestros pies en tus atrios» (Sal 121, 2). Y todavía más: «Nosotros nos enderezamos y en pie nos mantenemos» (Sal 19, 9)».

Precisa seguidamente el Aquinate: «Y esto en virtud de la fe, por la cual obtenemos la gracia, no porque la fe preceda a la gracia, sino que más bien en virtud de la gracia viene la fe. «Gratuitamente habéis sido salvados por medio de la fe» (Ef 2, 8), esto es, porque el primer efecto de la gracia en nosotros es la fe»[5]. La gracia de Dios es la que causa la fe, que nos salva, no a la inversa, y por la fe se obtienen la gracias de la justificación y de la salvación.

La fe en Cristo es la condición necesaria y universal para la justificación. Por ello: «En El han creído no sólo los hombres que han existido después de su Encarnación sino también los que la precedieron, porque así como nosotros creemos que El nació y padeció, así también aquéllos creyeron que nacería y que padecería. Por lo tanto, una misma es nuestra fe y la de ellos. «Teniendo el mismo espíritu de fe» (2 Co 4, 13). Así es que de esta manera se prueba que la gracia de Cristo se transmite para la justificación de muchos por lo posterior, o sea, por el reino de vida»[6].

El crecimiento en la fe

Se desprende de la afirmación de la posesión del «mismo espíritu de fe»[7], en todos los hombres, que reciben la gracia de Cristo y son justificados, independientemente de que hayan vivido antes o después de su venida, que la fe es una. Santo Tomás trató directamente la cuestión de la unicidad de la fe y a la vez el problema del hecho histórico del desarrollo de la doctrina de la fe.

El crecimiento del contenido de la fe se dio primero durante el Antiguo Testamento hasta Jesucristo y los apóstoles, y seguidamente también en la Iglesia, después de Cristo y sus apóstoles. Este progreso histórico implica que los fieles anteriores de un momento determinado del desarrollo sucesivo de la fe conocían y creían una parte de ella, y los posteriores conocerán y creerán otra parte, que antes era desconocida.

En la Iglesia, hay, por tanto, definiciones dogmáticas nuevas. El problema del progreso del dogma, ya que no parece posible afirmar su unidad si se desarrolla y crece, lo presenta el Aquinate, en la Suma teológica, en la siguiente objeción: «En las ciencias elaboradas por el hombre, han sido susceptibles de aumento en el decurso de los tiempos debido al deficiente conocimiento en los que primero las inventaron. Así lo afirma Aristóteles en el libro II de la Metafísica. (c. 1, n. 1 y 3). Pero en el caso de la fe, la doctrina no ha sido invención humana, sino dada por Dios. «Es un don de Dios»(Ef 2,8), dice el Apóstol. Por lo tanto, no siendo posible en Dios defecto alguno de conocimiento, parece que el conocimiento de las verdades de fe debiera ser perfecto desde el principio, y que no haya aumentado en el transcurso del tiempo»[8].

La respuesta de Santo Tomás, después de explicar en el cuerpo del artículo en que sentido progresa la fe, es la siguiente: «El progreso en el conocimiento se produce de dos maneras. Una, por parte del que enseña, el cual, sea uno solo, sean varios, avanza en el conocimiento según la sucesión del tiempo. Tal es la razón del progreso en las ciencias inventadas por la razón humana. La segunda, es por parte del que aprende. El maestro que conoce bien su oficio no lo transmite de una vez al alumno, ya que éste no podría recibirlo; se lo transmite poco a poco, adaptándose a su capacidad. Esta es la forma como progresaron los hombres en el conocimiento de la fe en el transcurso de los tiempos. Por eso compara el Apóstol la etapa del Antiguo Testamento con la de la niñez (Ga 3, 24ss; 4)»[9].

En este lugar citado de la Epístola a los Gálatas, San Pablo escribe al principio del mismo: «La ley fue nuestro pedagogo que nos condujo a Cristo, para que por la fe seamos justificado. Mas venida la fe ya no estamos bajo el pedagogo»[10].

Al comentar el capítulo de estos versículos de la Epístola escribe Santo Tomás: «La ley sirve a las promesas de Dios en general en cuanto a dos cosas. Primero, porque manifiesta los pecados. «Por la ley se nos ha dado el conocimiento del pecado» (Rm 3, 20). En seguida, porque manifiesta la humana flaqueza en cuanto no puede el hombre evitar el pecado si no es por la gracia, la cual no se daba mediante la ley. Y así como estas dos cosas, el conocimiento de la enfermedad y la impotencia del enfermo, seriamente inducen a acudir al médico, así también el conocimiento del pecado y de la propia impotencia inducen a buscar a Cristo. Por lo tanto de esta manera la ley sirvió a la gracia, en cuanto proporcionó el conocimiento del pecado y la experiencia de la propia impotencia».

Podría decirse que la ley tenía una primera función negativa, porque hacia que los hombres tuvieran conciencia de que eran pecadores, aunque, también era positiva, porque, al reconocer que eran pecadores, sabían que necesitaban la misericordia de Dios. Tenía también una segunda función totalmente positiva, porque encaminaba hacia Cristo. Sobre ella, escribe más adelante el Aquinate: «el oficio de la ley fue oficio de pedagogo. Y por eso se dice el texto de San Pablo:»la ley fue nuestro pedagogo», porque mientras el heredero no puede obtener el beneficio de la herencia, o bien por falta de edad o de alguna otra perfección necesaria, es protegido y cuidado por algún instructor, que recibe el nombre de pedagogo, de país, paidós, niño, y ago, conducir».

Antes de la venida de Cristo, la ley conducía hacia la gracia, «porque aquella gracia podría librar de los pecados, y tal gracia es por la fe en Jesucristo». Era necesaria esta función de tutela: «porque los judíos, como niños sin razón, gracias a la Ley se apartaban del mal, por temor a la pena, y se movían al bien por el deseo y la promesa de los bienes temporales. Pues a los judíos les estaba prometida la bendición del futuro descendiente que obtendría la herencia, pero aún no llegaba el tiempo de la consecución de esa herencia. Por lo cual era necesario que se conservaran hasta el tiempo del futuro descendiente y se apartaran de las cosas ilícitas, cosa que se lograba por la ley».

Con la metáfora del pedagogo, San Pablo quiere mostrar que: «por el hecho de que bajo la ley estábamos guardados, la ley fue nuestro pedagogo, o sea, que nos dirigió y guardó para Cristo, en el camino hacia Cristo. Y esto para que fuéramos justificados por la fe de Cristo. «Era Israel un niño, yo le amé» (Os, 11, 1). «Me castigaste, Señor, y yo he aprendido (Jr 31, 18). «Concluimos que es justificado el hombre por la fe, sin las obras de la ley» (Rm 3, 28)».

La ley no realizaba la tarea pedagógica de manera perfecta, porque, en primer lugar: «aunque la ley fuera nuestro pedagogo, sin embargo, no conducía a la perfecta herencia, porque, como se dice en Hb 7, 19: «La ley no condujo ninguna cosa a perfección».

En segundo lugar, por ello: «Su oficio cesó al venir «la fe». Y esto lo dice así: «más venida la fe», la de Cristo, «ya no estamos bajo el pedagogo», o sea, bajo coacción, la cual no es necesaria para el libre. «Cuando yo era niño, hablaba como niño; sentía como niño, pensaba como niño; al hacerme hombre, dejé de lado las cosas de niño» (1 Co 13, 11) «Si alguno vive en Cristo. Es una criatura nueva; lo viejo pasó. Y he aquí que todo es nuevo» (2 Co 5, 17)»[11].

Leer más... »