LV. La reconciliación, la salvación y la vida eterna

Reconciliación con Dios[1]

Además de la liberación del pecado, del diablo y de la pena del pecado, tratadas en los tres primeros artículos de la cuestión de los efectos de la pasión de Cristo, Santo Tomás, en los siguientes, se ocupa de otros dos. El primero de ellos es el de la reconciliación con Dios. Indica quesobre ella «escribe el Apóstol a los romanos: «Hemos sido reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rom 5, 10)»[2].

Explica seguidamente que: «La pasión de Cristo es causa de nuestra reconciliación con Dios, de dos maneras. Primera, en cuanto que quita el pecado, por el que los hombres se constituyen en enemigos de Dios, según se dice en el libro de la Sabiduría: «Igualmente son odiosos a Dios el impío y su impiedad» (Sab 14, 9)».

La segunda manera de la reconciliación con Dios por Cristo es «en cuanto que la pasión de Cristo es un sacrificio aceptísimo a Dios». La razón es porque: «El efecto propio del sacrificio es el de aplacar a Dios, como acontece con el hombre que, en atención a un obsequio que se le hace, perdona la ofensa cometida contra él. Por esto se dice en la Escritura: «Si es el Señor quien te excita contra mí, que Él reciba el olor de una ofrenda» (1 Sam 26, 19). Pues fue tan grande el bien de padecer Cristo voluntariamente que, en atención a este bien, que Dios halló en la naturaleza humana, se aplacó de todas las ofensas del género humano en cuanto a aquellos que se unen a Cristo paciente»[3].

Parece, no obstante, que la pasión de Cristo no era necesaria para que el hombre se reconciliara con Dios, porque: «Dios siempre nos amó, según se dice en Sabiduría: «Amas todas las cosas y no aborreces nada de cuanto hiciste» (Sab 11, 25)»[4].

Esta argumentación no es valida, porque, advierte Santo Tomás, la pasión de Cristo nos reconcilió con Dios, porque: «Dios ama a todos los hombres por razón de la naturaleza, que El mismo hizo; .pero los aborrece por razón de la culpa, que cometen contra Él, según la sentencia del Eclesiástico: «Siente odio el Altísimo por los pecadores» (Eclo 12, 3)»[5].

Por la reconciliación por Cristo, sin embargo, dejamos de ser enemigos de Dios. Debe tenerse en cuenta que: «de dos modos se dice que el hombre es enemigo de Dios. De uno, porque ejerce enemistad contra Dios, oponiéndose a sus mandatos «Corrió contra Él erguido el cuello» (Job 15, 26). Del otro modo por el odio que Dios les tiene a los hombres, no por lo que él mismo hizo (…) sino en cuanto a lo que ha hecho en el ser humano el enemigo del hombre, esto es, el diablo, en cuanto al pecado. «A Dios le son igualmente aborrecibles el impío y su impiedad» (Sab 14, 9). Y «El Altísimo aborrece a los pecadores» (Eclo 23, 3)). Suprimida la causa de la enemistad, o sea, del pecado, por Cristo, se sigue la reconciliación por Él mismo. «En Cristo estaba Dios, reconciliando consigo al mundo» (2 Cor 5, 19). Y nuestro pecado ha sido suprimido por la muerte de su Hijo»[6].

Nunca dejó Dios de amar al hombre. Por ello: «no se dice que la pasión de Cristo nos haya reconciliado con Dios como si éste comenzase a amarnos de nuevo, puesto que está escrito: «Con amor eterno te amo.»(Jer 31,3), sino porque,mediante la pasión de Cristo, fue suprimidala causa del odio, sea por la supresión del pecado, sea por la recompensación de un bien más aceptable»[7].

Tampoco imposibilita la reconciliación el que: «fuesen hombres los que ejecutaran la pasión de Cristo y le dieran muerte, y así con esto ofendieran gravemente a Dios», y que parezca, por tanto, que: «la pasión de Cristo más fuese causa de indignación que de reconciliación»[8].

La razón es porque ciertamente: «fueron hombres los que mataron a Cristo, como fue hombre Cristo, que sufrió la muerte. Pero la caridad de Cristo paciente fue mayor que la iniquidad de quienes le dieron muerte. Y así la pasión de Cristo tuvo más poder para reconciliar con Dios a todo el género humano con Dios que para provocarle la ira»[9].

Apertura del cielo

El último efecto de la pasión de Cristo fue que, con ella, nos abrió las puertas del cielo, que por los pecados del hombre estaban cerradas. «Dice San Pablo que: «Tenemos plena confianza para entrar en el santuario», es decir, en el cielo, «en virtud de la sangre de Cristo» (Heb 10, 19)»[10], ya que «ésta es la sangre del nuevo testamento, esto es, de la nueva promesa de las cosas celestes»[11].

Nota Santo Tomás, en primer lugar que: «La clausura de las puertas es un obstáculo que impide al hombre la entrada. Y los hombres no tenían acceso al reino de los cielos por causa del pecado, porque, como se dice en la Escritura, «aquella vía se llamará santa, y lo manchado no pasará por ella» (Is 35, 8)».

Además: «el pecado que impedía entrar en el reino de los cielos era doble. Uno, el común a toda la naturaleza humana, que era el pecado del primer padre. Y tal pecado impedía al hombre la entrada en el reino de los cielos; por lo cual se lee en la Escritura que, después del pecado del primer hombre, «Dios puso un querubín, con una espada de llama vibrante, para guardar el camino del árbol de la vida» (Gen 3, 24). Otro pecado es el pecado especial de cada persona, que comete con sus propios actos personales».

Sin embargo: «por la pasión de Cristo hemos sido librados no sólo del pecado común a toda la naturaleza humana, lo mismo cuanto a la culpa que cuanto al reato de la pena, puesto que Él pago el precio por nosotros, sino también de los pecados propios de los que comunican con su pasión por la fe y la caridad y por los sacramentos de la fe».

Por consiguiente, gracias a: «la pasión de Cristo, nos fue abierta la puerta del reino celestial. Y esto es lo que dice el Apóstol: «Cristo, constituido Pontífice de los bienes futuros, entró una vez para siempre en el tabernáculo mejor y más perfecto (…), realizada la redención eterna» (Heb 9,11-12). Esto se encuentra figurado en los Números, donde se dice que: «el homicida permanecerá allí, esto es, en la ciudad de refugio, hasta la muerte del sumo sacerdote, que fue ungido con el óleo santo» (Núm 35, 25ss); muerto aquél, podrá regresar a su casa»[12].

Las llamadas ciudades de castigo, como Siquem, Hebrón y Golán entre otras, protegían con su derecho al asilo a los homicidas involuntarios de la venganza de los familiares. Después de la muerte del sumo sacerdote recibían la amnistía y terminaba el peligro. Esta situación era figura de los pecadores y la muerte de Cristo.

Podría parecer que la apertura de los cielos no es efecto de la pasión de Cristo, porque, como: «se lee en el evangelio de San Mateo, una vez que Cristo fue bautizado, «se le abrieron los cielos»(Mt 3, 16). Por consiguiente, si «el bautismo precedió a la pasión»[13], no fue esta última la que abrió la puerta del cielo.

No fue así, sostiene Santo Tomás, porque: «cuando Cristo fue bautizado, se abrieron los cielos, no para el mismo Cristo, para quien siempre estuvieron abiertos, sino para significar que el cielo se abre para los bautizados con el bautismo de Cristo, el cual recibe su eficacia de la pasión»[14].

También: «se lee en el profeta Miqueas «subirá delante de ellos, el que les abrirá el camino»(Miq 2, 13). Ycomo noparece que abrir el camino del cielo seadistinto de abrir las puertas del mismo, da la impresión de que las puertas del cielo nos fueron abiertas no por la pasión de Cristo, sino por su ascensión»[15].

La dificultad desaparece si se tiene en cuenta que: «Cristo nos mereció con su pasión la entrada en el reino del cielo, y apartó el obstáculo; pero con su ascensión vino como a darnos la posesión del reino del cielo. Y por eso se dice que. «subirá delante de ellos, el que les abrirá el camino»[16].

El merecimiento sacramental

Igualmente podría argumentarse, contra la tesis de la apertura de los cielos como efecto de la pasión de Cristo que: «En la Escritura se dice: «El que siembra justicia, ése tendrá segura recompensa»(Prov 11,18). Pero la recompensade la justicia es la entrada en el reinodel cielo. Parece, por consiguiente, quelos santos padres, que vivieron en la justicia, consiguieron mediante su fe la entradaen el reino del cielo, aún sin lapasión de Cristo»[17].

Replica Santo Tomás que es cierto que: «los santos padres, obrando la justicia, merecieron la entrada en el reino de los cielos», pero hace dos precisiones. La primera es que tal merecimiento era «por la fe en la pasión de Cristo, según lo que se dice en la Escritura: «Los santos, por la fe, vencieron los reinos, obraron la justicia» (Heb 11,33); por la cual, cada uno se purificó del pecado en lo que tocaba a su propia persona»[18].

En el período de la ley natural, que va desde Set, hijo de Adán, hasta Moisés, todos los patriarcas y los que fielmente servían a Dios, sin caer en los males del paganismo como el resto de hombres, se salvaban por medio de unos sacramentos. Asimismo en el período de la ley escrita, desde Moisés hasta Cristo, hubieron sacramentos y de mayor eficacia.

También había indicado Santo Tomás que: «Antes de la ley escrita algunos sacramentos eran necesarios, como el sacramento de la fe, que estaba ordenado a borrar el pecado original; la penitencia, que estaba ordenada a borrar el pecado actual; el matrimonio, que se ordenaba a la multiplicación del género humano»[19].

Se desconoce en que consistía el primero, el sacramento de la fe, porque: «en el estado de ley natural, sin necesidad de un precepto externo, los hombres se movían a dar culto a Dios por un instinto interior, y en virtud del mismo determinaban las cosas que se debían emplear en el culto divino»[20]. Los tres eran sacramentos, porque manifestaban de alguna manera externa la fe en un salvador en el futuro.

En un segundo momento de este primer período, a partir del patriarca Abraham, con el nacimiento del pueblo escogido existió el nuevo sacramento de la circuncisión, que era parecido a los otros sacramentos, porque: «así como antes de haberse instituido la circuncisión era la fe en Cristo, que había de venir, la que justificaba, tanto a los niños como a los adultos, así también ocurría lo mismo una vez instituida la circuncisión».

No obstante, había una importante diferencia, porque: «antes de la implantación de este rito no se exigía un signo exterior manifestativo de esa fe, porque los fieles aún no habían comenzado a formar comunidad separadamente de los infieles para el culto del único Dios. Sin embargo, es probable que los padres fieles dirigiesen a Dios algunas plegarias y empleasen alguna bendición con sus hijos, sobre todo en peligro de muerte, esas oraciones y bendiciones eran una especie de «testimonio de su fe». Por su parte, también los adultos ofrecían oraciones y sacrificios en favor de sí mismos»[21].

Hasta Abraham, las personas mayores con actos religiosos podían unirse al futuro redentor y también podían hacerlo en substitución de sus hijos. Conla circuncisión, impuesta por el mismo Dios, ahora los allegados a Dios, constituían un pueblo elegido, el del linaje de Abraham, padre de este pueblo y al que se promete que uno de sus descendientes será el Redentor.

La circuncisión era la señal del pacto y el inicio de la promesa de Dios, el signo distintivo del pueblo de Israel y la señal que le recordaba que no debían seguir las malas inclinaciones, heredadas de Adán, sino obedecer al mandato de «circuncidad vuestros corazones»[22]. Evocaba, por tanto, la obligación de tener un alma pura, procurar obedecer lo que le dijo Dios a Abraham: «camina en mi presencia y sé perfecto»[23].

En un segundo período, el de la ley escrita, que empieza con Moisés permanecieron estos sacramentos y se añadieron otros, como el cordero pascual, los panes de la proposición, que era para los sacerdotes, la consagración de estos sacerdotes, descendientes de Aarón, y los sacrificios, que eran ofrecidos para el perdón de los pecados. Esta: «ley antigua contenía preceptos de ley natural, a los cuales añadía otros particulares. Cuanto a los primeros, todos los hombres estaban obligados a su observancia, no en virtud de la ley mosaica, sino de la misma ley natural. Cuanto a los otros preceptos añadidos por la ley antigua, no obligaban sino a sólo el pueblo judío»[24].

Como la ley antigua, en cuanto incluía la ley natural, no era sólo para el pueblo judío, podría inferirse que: «mientras los demás pueblos se dejaban llevar de la idolatría, sólo el pueblo judío permaneció fiel al culto de Dios único verdadero, y, por tanto, que los otros pueblos eran indignos de recibir la ley». Sin embargo, esta conclusión de las premisas del razonamiento, declara Santo Tomás, no es admisible, porque también eran indignos de ella los judíos,: «ya que aquel pueblo, aun después de recibir la ley, se dio a la idolatría, lo que es más grave».

Debe tenerse en cuenta, además, que: «no fue por los méritos de Abrahán por los que se le hizo tal promesa, que Cristo nacería de su descendencia, sino por la gratuita elección y vocación de Dios». Por ello: «es manifiesto que por sola la gratuita elección de Dios recibieran los patriarcas la promesa, y el pueblo nacido de ellos recibió la ley»[25].

Con estos sacramentos anteriores a la Nueva Ley o ley evangélica, instituida por Cristo, se merecía la entrada al cielo, porque como, indica Santo Tomás, en esta réplica, quedaban purificados de sus pecados personales. Sin embargo: «hoy día, han perdido su simbolismo figurativo, y por esto no son ya sacramentos»[26]. La razón de esta eficacia sacramental era porque dependían de Cristo, pero no como de su causa eficiente, como los que instituyó, sino como de su causa final y meritoria.

La salvación y la gloria

La segunda precisión, que hace Santo Tomás sobre el merecimiento a la entrada en el cielo de los fieles del Antiguo testamento por la fe en Cristo, era que todavía no era efectivo. Conseguían la salvación pero no todavía la gloria. Mediante los sacramentos que disponían los hombres testimoniaban su fe en la venida futura de Cristo, y, por ella, se salvaban, quedaban liberados de sus propios pecados, y con ello de su esclavitud y de la condena.

No representaba ningún inconveniente que antes de la pasión de Cristo existieran estos sacramentos antiguos meritorios y salvadores, que fueron creados para significarla, porque eran efectos de una causa final, que lo causado no precede en el tiempo, sino sólo en la intención del que obra. Causaban la gracia «por la obra del que obra», (ex opere operantis), porque el efecto producido requería la disposición previa del que realizaba la obra o del que recibía la actuación de ella.

Como, mediante su rito externo, estos sacramentos suscitaban la fe en el Mesías que había de venir, requerían una disposición previa en el sujeto, y, por tanto, su causalidad, que era así una ocasión para que se confiriera la gracia.

En cambio, los sacramentos de Cristo son eficientes o actúan por sí mismos, «por la obra realizada» (ex opere operato), porque el efecto es producido sólo en virtud de la misma constitución de la causa, prescindiendo de las acciones subjetivas del que la administra o del que la recibe.

La segunda precisión a esta respuesta a la objeción es que: «ni la fe ni la justicia de ninguno de ellos era suficiente para apartar el obstáculo que provenía del reato de toda la naturaleza humana». La culpa y el débito de la pena del pecado original, que se encontraba en la naturaleza humana, permanecía en los santos padres y en los demás fieles del Antiguo Testamento. Todo ello «sólo fue quitado por el precio de la sangre de Cristo». Y, por este motivo: «antes de la pasión de Cristo nadie podía entrar en el reino de los cielos y alcanzar la bienaventuranza eterna, que consiste en el goce pleno de Dios»[27].

Quienes recibían estos sacramentos se salvaban, pero sólo en cuanto a sus pecados propios no, en cambio, el de la naturaleza humana, porque: «todo pecado impide entrar en el reino los cielos»[28]. El sacramento: «borraba el pecado original por lo que se refiere a sus consecuencias individuales; más para entrar en el reino de los cielos persistía el obstáculo de toda la naturaleza, el cual fue quitado por la pasión de Cristo»[29]

Con estos sacramentos: «se transmitía la gracia en cuanto a sus efectos, aunque de distinto modo a como sucede» en uno cualquiera de los sacramentos de Cristo, que: «confiere la gracia por la virtud de que está enriquecido al ser instrumento de la pasión de Cristo, que ya se ha realizado». Además, «confiere más abundante gracia que la circuncisión», porque «una realidad presente es siempre más eficaz que una simple esperanza».

En cambio, en los sacramentos antiguos se «confería la gracia en cuanto era signo de la futura pasión de Cristo, de tal forma que el que la recibía hacía profesión de esta fe; los adultos profesaban dicha fe por sí mismos, y los niños mediante otros»[30]. Por ello, la recepción del efecto positivo de la entrada en gloria no estaba a su disposición hasta la pasión de Cristo.

Todas las almas de los difuntos, privadas aún de la gloria, se encontraban en un lugar especial, el llamado limbo de los patriarcas o seno de Abraham. Nadie podía entrar en el cielo y gozar de la visión beatífica de Dios,. Aunque: «antes de la pasión de Cristo fue Elías arrebatado al cielo según se dice en la Escritura (Cf. 2 Re 2, 11)»[31], no por ello se le abrieron las puertas de los cielos, porque: «fue arrebatado al cielo aéreo, no al cielo empíreo, que es el lugar de los santos. Y asimismo Enoc fue arrebatado al paraíso terrestre, donde se cree que vive hasta la venida del anticristo en compañía de Elías (Cf. Gn 5, 24; Apoc 11, 2)»[32].

 

Eudaldo Forment

 

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[1] La burla de Cristo (1596), Annibale Carracci

[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 49, a. 4, sed c.

[3] Ibíd., III, q. 49, a. 4, in c.

[4] Ibid, III, q. 49, a. 4, ob. 1.

[5] Ibíd., III, q. 49, a. 4, ad 1.

[6] ÍDEM, Comentario a la Epístola de San Pablo a los romanos, c. 5, lec. 2.

[7] Ibíd., III, q. 49, a. 4, ad 2.

[8] Ibíd., III, q. 49, a. 4, ob. 3.

[9] Ibíd., III, q. 49, a. 4, ad 3.

[10] Ibíd., III, q. 49, a. 5, sed c.

[11] ÍDEM, Comentario a la epístola de San Pablo a los hebreos, c. 10, lec 2.

[12] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 49, a. 5, in c.

[13] Ibíd., III, q. 49, a. 5, ob. 3.

[14] Ibíd., III, q.  49, a. 5, ad. 3.

[15] Ibíd., III, q. 49, a. 5,  ob. 4.

[16] Ibíd., III, q. 49, a. 5, ad 4.

[17] Ibíd., III, q. 49, a. 5, ob .1.

[18] Ibid., III, q. 49, a. 5, ad 1.

[19] ÍDEM, Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, IV, d. 1, q. 1, a. 2, q, 3, ad 2.

[20] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 6o, a. 5, ad 3.

[21] Ibíd., III, q, 70, a. 4, ad 2.

[22] Dt 10, 16.

[23] Gn 17, 1.

[24] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, I-II, q. 98, a. 5, in c.

[25] Ibíd. I-II, q. 98, a. 4, in c.

[26] Ibíd., III, q. 65, a. 1, ad 7.

[27] Ibíd., III, q. 49, a. 5, ad 1.

[28] Ibíd., III, q. 70, a. 5, ob. 4.

[29] Ibíd., III, q. 70, a. 5, ad 4.

[30] Ibíd., III, q. 70, a. 4, in c.

[31] Ibíd., III, q. 49, a. 5, ob. 2

[32] Ibíd., III, q. 49, a. 5, ad  2..

 

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