XV. El anuncio del nacimiento de Cristo

Las manifestaciones de Cristo[1]

Al escribir sobre la natividad de Cristo, en el tratado de la Vida de Cristo, de la Suma teológica, después de ocuparse Santo Tomás de su natividad en si misma, en la siguiente cuestión trata de la manifestación del nacimiento de Cristo a los hombres. Comienza preguntándose si debió ser manifestado a todos ellos.

Hay tres razones que parecen apoyar la respuesta afirmativa.

La primera, porque:

«El cumplimiento de una promesa debe corresponder a la misma promesa. Pero sobre la promesa del nacimiento de Cristo se dice en un salmo: «Dios vendrá manifiestamente» (Sal 49,3). Y como vino por su nacimiento terrenal, su nacimiento debió ser manifestado a todo el mundo»[2].

La segunda razón es porque: «dice San Pablo que «Cristo vino a este mundo para salvar a los pecadores» (1 Tim 1,15). Y esto no se cumple más que en cuanto se les manifiesta la gracia de Cristo, según aquellas palabras también de San Pablo: «Apareió la gracia de nuestro Salvador, Dios, a todos los hombres, enseñándonos a renunciar a la impiedad y a las deseos mundanos, para que vivamos sobria, piadosa y justamente en este mundo» (Tit 2,11-12)»[3].

La tercera y última razón por la que el nacimiento de Cristo parece que debió ser informado a todos es porque: «Dios es inclinado a la misericordia, según lo que se dice en salmo: «Sus misericordias están sobre todas sus obras» (Sal 74,3). Pero, en su segunda venida, en la que revelará su justicia, vendrá a todos manifiesto, según el texto de San Mateo «Como un relámpago, que corre de oriente a occidente así será la venida del Hijo del hombre» (Mt 24,27). Por consiguiente: mucho más el primer nacimiento en carne debió ser a todos manifiesto»[4].

Sostiene Santo Tomás que estas tres razones no son concluyentes de la universal manifestación de la natividad. La primera, porque respecto a la venida de Cristo, que será manifiesta a todos: «esa sentencia se entiende de la venida de Cristo para juzgar»[5],

En cuanto a la segunda, debe entenderse con una precisión relativa al conocimiento de la gracia, porque: «sobre la gracia de Dios Salvador, necesaria para la salvación, debían de ser instruidos todos los hombres, no al principio de su nacimiento, sino después, andando el tiempo, luego que«obró la salvación en medio de la tierra» (Sal 73,12). Por lo que, después de su pasión y resurrección, dijo el Señor a sus discípulos: «Id y enseñad a todas las gentes» (Mt 28,19)»[6].

Finalmente debe advertirse que, en la tercera razón, si se equiparan las dos venidas de Cristo sus finalidades son distintas y, por tanto, también sus manifestaciones. «La primera venida fue para la salvación de todos, que se realiza por medio de la fe, la cual recae en las cosas que no se ven. Y, por este motivo, la primera venida de Cristo debió ser ocultada». En cambio, como: «para el juicio es necesario que se conozca la autoridad del juez, por eso es necesario que la venida de Cristo para juzgar sea manifiesta»[7].

Manifestación general del nacimiento de Cristo

Asegura Santo Tomás que no fue conveniente que el nacimiento de Cristo fuera manifestado a todos en general. Hay tres motivos para ello. «Primero, porque esto hubiera impedido la redención humana, que se debía consumar en la cruz, pues, como dice San Pablo: «si le hubieran conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria» (1 Cor 2,8)»[8].

Al comentar este texto paulino, explica el Aquinate, en otro lugar, que: «tuvieron por cosa averiguada los príncipes de los judíos que Cristo era el prometido en la ley, no así el pueblo, que lo ignoraba; lo que sí no sabían a ciencia cierta, sino por barruntos y conjeturas, que fuese el verdadero Hijo de Dios; pero este conocimiento a tientas entenebrecíase tanto más cuanto era la envidia que le tenían y la codicia de la propia gloria, a que veían hacerle sombra la deslumbrante excelencia de Cristo».

Algo parecido ocurría en los demonios, porque: «sabían que Él era el tantas veces prometido en la ley, por ver que los milagros’ que anunciaron los profetas tenían cabal cumplimiento en Él; lo que sí ignoraban era el misterio de su divinidad». Puede decirse que: «su conocimiento de la venida de Cristo no era cierto y seguro, sino de tanteo y por conjeturas»[9].

Un segundo motivo de la no conveniencia de la manifestación del nacimiento de Cristo a todos en común es, añade Santo Tomás en esta cuestión de la Suma teológica «porque esto hubiera disminuido el mérito de la fe, por la que había venido a justificar a los hombres, según la sentencia de San Pablo: «La justicia de Dios por la fe en Jesucristo» (Rm 3,22). Si, al nacer Cristo, su nacimiento hubiera sido conocido con manifiestos indicios, se hubiera quitado entonces la razón de la fe, que es «la convicción sobre las cosas que no se ven» (Heb 11,1)».

Tercero, porque con la manifestación del nacimiento de Cristo a todos: «se hubiera inducido a dudar sobre la realidad de su humanidad. Por ello, escribe San Agustín en la Epístola a Volusiano: «Si los años no hubieran convertido al niño en adolescente, si no tomase alimento alguno, si no tomase descanso, se hubiera creído que tampoco había tomado la verdadera naturaleza humana, y obrando en todo maravillosamente, ¿no hubiera destruido la obra de la misericordia?» (Epist 137, c. 3)»[10].

Además, la tesis se encuentra confirmada por la Escritura, «que dice en Isaías: «Tú eres Dios escondido, el Santo de Israel, su Salvador» (Is 45,15). Y más adelante se dice en el mismo libro: «Su rostro está como escondido y despreciado» (Is 53, 3)»[11].

Manifestación particular del nacimiento de Cristo

Parece que podría inferirse de las pruebas de la tesis anterior de la conveniencia de la no manifestación general del nacimiento de Cristo que, por el contrario, no debía ser manifestado a nadie. Se podría argumentar también con tres razones.

La primera, porque según lo que se ha dicho: «era conveniente para la salvación de los hombres que la primera venida de Cristo fuese oculta». Además, sabemos que: «Cristo vino para salvar a todos los hombres, tal como afirma San Pablo: «El es Salvador de todos los hombres, sobre todo de los fieles» (1 Tim 4,10)». Por consiguiente: «el nacimiento de Cristo no debió ser manifestado a nadie»[12].

La segunda, porque ya: «antes del nacimiento de Cristo, fue éste revelado a la Santísima Virgen y a San José». Por tanto, parece que ya: «no era necesario que, después de nacido Cristo, fuese manifestado a otros su nacimiento»[13].

La tercera y última razón de la conveniencia de que el nacimiento de Cristo fuese manifestado está en que: «no es de sabios manifestar lo que ha de producir turbación y daño para otros». Sin embargo, sabemos que: «de la manifestación del nacimiento de Cristo, se siguió la turbación, puesto que en San Mateo se dice: «Oyendo el rey Herodes la noticia del nacimiento de Cristo, se turbó y toda Jerusalén con él» (Mt 2, 3)».

También hubo daño para otros, ya que: «con esta ocasión, Herodes «mató en Belén y en sus contornos a los niños de dos años para abajo» (Mt 2,16)»[14]. Se desprende de todo ello que no era conveniente que el nacimiento de Cristo fuese manifestado a nadie.

Santo Tomás no obtiene esta consecuencia de su tesis, porque precisa que aunque el nacimiento de Cristo no fuese manifestado a todos, si lo era que lo fuera a algunos. Por una parte, porque: «si el nacimiento de Cristo hubiera sido a todos oculto, a nadie hubiera aprovechado». En cambio: «convenía que el nacimiento de Cristo fuese provechoso; de lo contrario, hubiera nacido inútilmente». Puede así concluirse que: «parece que el nacimiento de Cristo debió ser manifestado a algunos»[15].

Por otra, porque: «como escribe San Pablo: «las cosas que provienen de Dios proceden ordenadamente» (Rom 13,1). Y pertenece al orden de la sabiduría divina que los dones de Dios y los secretos de su sabiduría no lleguen por igual a todos, sino que se lleguen inmediatamente a algunos y, por medio de ellos, se extiendan a los otros».

Claramente se advierte en el misterio de la resurrección, porque del mismo se dice en la Escritura: «Dios resucito a Cristo al tercer día y le manifestó, no a todo el pueblo, sino a los testigos elegidos de antemano por Dios» (Hch 10,40-41)».

Debe pensarse, por ello, que: «esto mismo debió observarse en su nacimiento: que Cristo no se manifestase a todos, sino a algunos, y por éstos llegase a los otros»[16].

Conveniencia de la manifestación particular de la natividad

Con esta determinación de la tesis sobre la manifestación de la natividad, quedan invalidadas las tres razones sobre la conveniencia de que no se hiciera a nadie. Respecto

a la primera, porque hay que decir que la primera venida de Cristo al mundo no tenía que quedar totalmente oculta para que se realizase el salvación de los hombres. Ciertamente: «Sería en perjuicio de la salvación humana que el nacimiento de Dios fuese de todos conocido, pero también lo sería que no lo fuese de ninguno». Sobre todo, porque: «de uno y otro modo se quita la fe, a saber: tanto si una cosa es enteramente manifiesta como si no es conocida por nadie, que pueda transmitirla a otros, «porque la fe viene por el oído» (Rm 10,17)»[17].

En cuanto a la segunda razón, porque debe decirse que no era suficiente que la Santísima Virgen María y San José fueran instruidos sobre el nacimiento de Cristo. «Era natural que María y José fuesen informados del nacimiento de Cristo antes de nacer, porque a ellos tocaba el prestar reverencia al niño concebido en el seno materno, y servirle cuando naciese». Sin embargo no bastaba que ellos recibieran a noticia, porque: «su testimonio, al provenir de la familia, podría resultar sospechoso en cuanto a la grandeza de Cristo. Y así fue conveniente que se manifestase a otros extraños, cuyo testimonio estuviera por encima de toda sospecha»[18].

Por último, porque sobre la invalidez de tercera razón observa Santo Tomás que: «La turbación que se siguió de la manifestación del nacimiento de Cristo fue conveniente a tal nacimiento. Primero, porque con esto quedaba patente la dignidad celeste de Cristo. De donde dice San Gregorio Magno: «Al nacer el Rey del cielo, se turba el rey de la tierra, porque, en efecto, la grandeza terrena queda confundida cuando se revela el señorío celestial» (Hom. Evang. I, hom. 10)».

Era conveniente esta turbación, en segundo lugar, porque: «con esto se figuraba la potestad judicial de Cristo. Por lo que dice San Agustín en un sermón sobre la Epifanía’: «¿Qué será el tribunal del juez cuando la cuna del niño aterraba a los reyes soberbios?» (Serm., s. 200, c. 1).

También en tercer lugar, porque:«con esto se figuraba el abatimiento del reino del diablo, pues, como dice el papa San León Magno, en un sermón sobre la Epifanía: «no es tanto Herodes el que se turba en sí mismo cuanto el diablo en Herodes. Este le tenía por un hombre, mas el diablo lo tenía por Dios. Uno y otro temían al sucesor de su reino: el diablo, al sucesor celestial; Herodes, en cambio, al terrenal» (Pseudo-San Juan Crisóstomo, Com. S, Mateo, 2, 3, hom. 2). En vano, sin embargo, porque Cristo no había venido para tener un reino terreno en la tierra, como dice el papa San León Magno, hablando a Herodes: «Tu palacio no es capaz de hospedar a Cristo, ni el Señor del mundo puede quedar satisfecho con la estrechez del poder de tu reino» (Serm., s. 34, c. 2)»

El hecho de que también se turbaran los judíos, «cuando más bien deberían alegrarse, se debe o a que, como dice San Juan Crisóstomo: «los inicuos no podían alegrarse de la venida del justo» (Pseudo-San Juan Crisostomo, Com. S, Mateo, 2, 3, hom. 2), o a que querían lisonjear a Herodes, a quien temían, porque el pueblo halaga más de lo justo a aquellos cuya crueldad soporta».

Referente a que la manifestación particular de la natividad fuera perjudicial a los santos inocentes, indica el Aquinate que: «La muerte que los niños recibieron de Herodes no fue en detrimento de los mismos, sino en su provecho. Dice San Agustín en su sermón sobre la Epifanía: «Lejos de nosotros el pensar que Aquel que, pendiente de la Cruz, oró por los que le crucificaban, al llegar al mundo para librarlos, no hiciese nada por el premio de los que por su causa eran muertos» (Serm. s. 373, c. 3)»[19].

La lección de la manifestación de Cristo

Todavía podría hacerse otra precisión de la tesis sobre la conveniencia manifestación de Cristo. Se encuentra en la reflexión del tomista José Torras y Bages sobre el misterio del nacimiento de Cristo. Comienza por referir que, por soberbia, el emperador Augusto «manda, para gozarse en su poderío, que en todas las provincias del imperio se forme un padrón, y que cada ciudadano deba empadronarse en la que traía origen», Después, el viaje, que tuvieron que emprender la Santísima Virgen y San José para empadronarse en Belén. Seguidamente nota: «¡Cuan humildemente anda por la tierra el omnipotente Rey de ella, encerrado en las entrañas de una desconocida artesana de Nazaret! ¡Con qué mansedumbre el soberano Señor del cielo y tierra obedece las órdenes de un monarca orgulloso¡»[20].

Asimismo que inconcebiblemente: «el Niño de Belén es el Rey del mundo, y su trono es un tosco pesebre». Se puede comprender, si se tiene en cuenta que: «la soberbia es la más profunda llaga entre las muchas que tiene nuestra corrompida naturaleza, y por esto el divino Remediador quiso ya desde su nacimiento darle la medicina, enseñándonos la humildad».

Cristo: «nacido en el menosprecio del mundo, no apetece ninguna de sus grandezas; y Él, que quiso nacer de padres pobres, y en un establo, busca por amigos los sencillos e ignorados. Bien demuestra, ya a los principios, aquella doctrina que después en su predicación explicará con divina elocuencia: la verdadera sabiduría queda oculta a los sabios y prudentes del siglo, y es revelada a los pequeñuelos»[21]

Esta precisión sobre a los que se manifestó revela que: «el nacimiento de Cristo fue una vivísima protesta de Díos contra la vida sensual del hombre; cuando con el diluvio borró el linaje humano embrutecido de la faz de la tierra, y en el incendio de Sodoma y demás ciudades nefandas extirpó una nación carnal. Dios dio una elocuente lección a sus criaturas de que la carne es su principal enemiga, y que por lo tanto ha de ser tratada con dureza. Pero aquellas catástrofes cruentísimas, si bien fueron una lección cruel, no fueron empero una lección tan eficaz como la que Jesús, Señor nuestro, nos enseña en la pobreza, en el frío, en el abandono de su santo pesebre (…) éste es el verdadero camino de la felicidad, y que debe ser despreciado todo goce que no emane del espíritu»[22].

De esta manera vino al mundo: «Aquél que en los cielos no tiene principio, y cuyo nombre es el Eterno. María que había concebido a su Hijo sin deleite, lo parió sin dolor; y la que le recibió en sus entrañas sin quiebra de su limpísima virginidad, lo dio a luz sin menoscabo de su integridad corporal. Toma en sus castas manos aquella preciosa prenda de su corazón, la envuelve en pobres pañales, y la coloca en el pesebre»[23].

De la contemplación del misterio de la primera manifestación de Cristo, se desprende que: «Dios se complace en manifestarse a los humildes y sencillos». Si se quiere ver a Dios y sentirle, hay que empezar por hacerte pequeño. Él mismo se hace así. «Jesucristo es Dios que se pone por ejemplo a los hombres, y si Él se empequeñece es porque quiere que todos dejemos la soberbia y abracemos la humildad y sencillez, que es prenda infalible de grandeza futura»[24].

 

Eudaldo Forment

 



[1] Anunciación a los pastores (segunda mitad del siglo XII), San Isidoro de León.

[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 36, a. 1, ob. 1.

[3] Ibíd., III, q. 36, a. 1, ob. 2.

[4] Ibíd., III, q. 36, a. 1, ob. 3.

[5] Ibíd., III, q. 36, a. 1, ad  1.

[6] Ibíd., III, q. 36, a. 1, ad  2.

[7] Ibíd., III, q. 36, a. 1, ad  3.

[8] Ibíd., III, q. 36, a. 1, in c.

[9] ÍDEM, Comentario a la primera epístola a los corintios, c. 2, lec. 2.

[10] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 36, a. 1, in c.

[11] Ibíd., III, q. 36, a. 1, sed c.

[12] Ibíd., III, q. 36, a. 2, ob. 1.

[13] Ibíd., III, q. 36, a. 2, ob. 2.

[14] Ibíd. III, q, 36, a. 2, ob. 3.

[15] Ibíd., III, q. 36, a. 2, sed c.

[16] Ibíd., III, q. 36, a. 2, in c.

[17] Ibíd., III, q. 36, a. 2, ad 1.

[18] Ibíd., III, q. 36, a. 2, ad 2.

[19] Ibíd., III, q. 36, a. 2, ad 3.

[20] JOSEP TORRAS I BAGES,  El rosario y su mística filosofía,   en ÍDEM, Obres completes, vol. I-VIII, Barcelona, Editorial Ibérica, 1913-1915, Barcelona, Foment de Pietat, 1925 y 1927, vol. VII, pp. 143-276, pp. 227-228.

[21] Ibíd., p. 230.

[22] Ibíd., pp 229.

[23] Ibíd., p. 228.

[24] Ibíd., p. 230.

1 comentario

  
Jorge
Es un poco difícil creer que el nacimiento, muerte y resurrección de nuestro Señor, Hijo de Dios, no haya producido una impresión en cada momento, en cada criatura, ni en la Creación entera.

Cada alma en ese momento debió haber sido informada del nacimiento del Hijo de Dios, aunque no lo entendiera.
02/09/22 2:43 AM

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