10.12.18

Los riesgos de olvidar la naturaleza sacramental de la fe

Por el acto de creer, el hombre se abre, a través de lo visible y de lo material, al misterio de lo eterno. De esta manera, la fe se convierte en una protesta frente a la desacralización y en una apuesta a favor del reconocimiento del sentido y la significatividad de los espacios y tiempos consagrados a Dios; espacios y tiempos que suponen y que preservan el valor simbólico de lo real.

Entre estos espacios consagrados, reservados a Dios, están los templos, las iglesias. Son lugares que apuntan hacia lo alto y que, con su potencial simbólico, nos recuerdan que “no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4).

La iglesia visible “simboliza la casa paterna hacia la cual el pueblo de Dios está en marcha y donde el Padre ‘enjugará toda lágrima de sus ojos’ (Ap 21,4). Por eso también la Iglesia es la casa de todos los hijos de Dios, ampliamente abierta y acogedora” (Catecismo, 1186).

Entre los tiempos consagrados, merece especial mención el domingo, día que constituye el centro mismo de la vida cristiana: “El descubrimiento de este día es una gracia que se ha de pedir, no sólo para vivir en plenitud las exigencias propias de la fe, sino también para dar una respuesta concreta a los anhelos íntimos y auténticos de cada ser humano. El tiempo ofrecido a Cristo nunca es un tiempo perdido, sino más bien ganado para la humanización profunda de nuestras relaciones y de nuestra vida” (S. Juan Pablo II).

Un mundo desacralizado es un mundo que cierra las puertas a lo nuevo, que solo puede provenir de Dios, y que se auto-clausura en una especie de eterno retorno de lo mismo.

La naturaleza sacramental de la fe constituye también un antídoto frente a la reducción de la hondura de lo real a la que aboca el funcionalismo, una mentalidad que ya no sea asombra ante lo que las cosas o las personas son, sino que ve todo desde la perspectiva utilitaria. Las cosas ya no serían, desde esta perspectiva, valiosas en sí mismas, sino que lo serían en la medida en que resultasen útiles, funcionales, para mí.

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7.12.18

Cierre (de la Parroquia) por Navidad

Ha salido en algunos medios de comunicación que un párroco de Génova, en protesta por la política sobre inmigración del Gobierno de Italia, que a él – al párroco – no parece agradarle, ha resuelto, como quien decide hacer una huelga de hambre, o un ayuno, cerrar su parroquia durante el tiempo de Navidad. “Para signo profético, el mío”, me imagino que habrá pensado “Il Reverendo”.

Bueno, realmente tanto ese párroco como esa parroquia lo son de derecho, pero no de hecho. Se trata de un “párroco” y de una “parroquia” llamados así por razones históricas, heredadas de los privilegios de una familia noble italiana. A día de hoy, es una parroquia tan singular que no tiene ni territorio ni parroquianos. Con lo cual es una entidad cuasi de razón, como son cuasi de razón muchas otras entidades (también eclesiásticas, a veces, aunque no exclusivamente).

O sea, que Il Reverendo cierre o no la iglesia durante la Navidad se acerca, de hecho, hasta casi tocarlo, al límite de lo irrelevante. No sé cuantas iglesias hay en Génova, pero conociendo un poco mi admirada Italia, supongo que habrá muchísimas.

Estoy estos días disfrutando en mis ratos libres – mientras no me decida yo también a cerrar mi parroquia, como Il Reverendo acaba de anunciar con respecto a la suya – con la lectura de una biografía de Leonardo da Vinci. Cuando este genio de las ciencias y de las artes vivía en Florencia, esa hermosa ciudad tenía unos cuarenta mil habitantes y ciento ocho iglesias.

Génova seguro que tiene, hoy, más habitantes y no menos iglesias. O sea, que da igual que ese párroco cuasi potencial cierre o no la que regenta. En mi fuero interno, creo que lo mejor es que cierre, pero no solo en Navidad, sino todo el año. Y no solo este año, sino todos los que Dios le conceda de vida.

Muchas veces lo más caritativo y sensato que se puede hacer es cerrar el “chiringuito”, si ya no se trata de la Iglesia sino de lo que uno entiende por tal, y jubilarse de una vez. No hay que aspirar, en la mayoría de los casos, a dejar más vestigio que humo en la tierra o “en el agua espuma” (Dante).

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6.12.18

Lo universal concreto

Lo universal es aquello que pertenece o se extiende a todo el mundo, a todos los países, a todos los tiempos. En este sentido, nada ni nadie es más universal que Cristo. La suya es la universalidad de Dios. “Todo fue creado por él y para él” y “todo se mantiene en él”, dice la Carta a los Colosenses (1,16-17).

Lo concreto es lo particular, frente a lo abstracto y general. Jesús no es un teorema matemático, no es una ecuación, sino que es alguien muy concreto, singular. Tanto que sus vecinos “se escandalizaban a causa de él” (Mt 13,57): “¿No es el hijo del carpintero? ¿No es su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas?” (Mt 13,55).

La categoría de universal concreto ayuda a comprender la catolicidad o universalidad de Cristo, del Uno que se entregó por todos; es decir, la universalidad de un acontecimiento de la historia de la humanidad – la Encarnación - que es singular e irrepetible pero que lo abarca todo.

Los diversos gnosticismos heréticos han defendido a lo largo de la historia una salvación meramente interior, privada, recluida en el sujeto, desligada de la carne y de la historia.

Una salvación entendida como un conocimiento reservado a unos pocos elegidos y alternativo a la fe común de los cristianos: “Al final, desencarnando el misterio, prefieren ‘un Dios sin Cristo, un Cristo sin Iglesia, una Iglesia sin pueblo’ ” (Papa Francisco, Gaudete et Exsultate, 37).

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5.12.18

Lecturas: “Conversaciones con Paco Pepe”

La editorial Homo Legens acaba de publicar el libro de Gabriel Ariza, “Conversaciones con Paco Pepe. Entrevista a Francisco José Fernández de la Cigoña”, Madrid 2018, 275 páginas.

Creo que es un libro que conviene leer. Y no solo porque Paco Pepe sea un comentarista de asuntos eclesiales muy seguido en Internet, sino porque se trata de una persona - y de un personaje  - que merece la pena conocer. También por lo que comenta en su contribución Estanislao Cantero, “Paco Pepe historiador”: “Su afamado blog sobre la Iglesia actual no debe eclipsar ni hacer olvidar sus estudios históricos”, especialmente referidos al siglo XIX.

Si una palabra se repite en este libro es la palabra “amistad”. D. Francisco José Fernández de la Cigoña es hombre de muchos y buenos amigos. Y lo es porque resulta muy fácil llegar a ser amigo suyo. Basta una muestra de afecto, de cercanía, para que Paco Pepe se rinda y pase a ser amigo para siempre.

No voy a negar que de la Cigoña es, en ocasiones, un deslenguado. A veces, un poco de más. Pero quien se sienta afrentado por él lo tiene fácil para desactivar ese presunto ataque. Basta con que le ofrezca amistad. Es un cebo en el que una buena persona, en el fondo “una hermanita de la Caridad” como Pacopepe, siempre va a caer. Lean, si no me creen, lo que se cuenta en el libro sobre el mal comienzo y el buen final del encuentro y desencuentro con el cardenal Amigo.

El cardenal Amigo que, de ser menos amigo y menos buen fraile, hubiese tratado de excomulgar a Paco Pepe, le contestó, sin embargo, con una carta amable y llena de franciscana humildad. Y esa respuesta ha desarmado para siempre a de la Cigoña en sus ataques.

A mí, sin llegar a tanto, me pasó algo similar. Me enfrenté con él, por entender – yo – que se metía sin razón con quien era mi Obispo. Luego comprobé que no era así. Y, desde entonces, tan amigos.

Hoy evoco un texto que escribí, hace ya mucho tiempo (2007), a propósito de la primera vez que físicamente vi a Francisco José, en su pazo veraniego. Lo reproduzco con nostalgia y con agradecimiento:

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4.12.18

“Fascista”, o cuando las palabras terminan por no significar casi nada

“Maricón el último”, que se decía. Se decía sin querer decir nada, o casi nada. Se decía como quien dice: “Sálvese quien pueda”.

Hoy ya no se dice “maricón el último”. Estaría muy mal visto emplear esa expresión. Se evita decir eso, porque la palabra “maricón” puede resultar ofensiva, si se toma en cuenta que puede designar a un hombre homosexual. Aunque, al emplear “maricón el último”, en la mayoría de los casos no se pensase en la homosexualidad de nadie.

Es evidente que insultar a una persona por ser homosexual es absolutamente reprobable. En eso, afortunadamente, no hay – ni debe haber – vuelta atrás.

Sin embargo, se ha generalizado otro insulto: “Fascista”. Vale para un roto y para un descosido. Al igual que se empleaba, sin connotación sexual, lo de “maricón el último”, hoy se emplea, sin precisión política de ninguna clase, lo de “fascista”.

Que alguien te pide que, por la cara y sin conocerlo de nada, le des 50 euros y no se los das, ya lo sabes, eres un “fascista”. Que un político dice a los independentistas catalanes que eso de proclamar unilateralmente la independencia es como un golpe de Estado, ya puede esperar la respuesta: “Si nos dicen ‘golpistas’, nosotros les diremos ‘fascistas’”.

No se sabe bien qué es ser fascista. Sea lo que fuere, suena a ser muy malo, excesivamente autoritario, y,  ya para los muy entendidos, no solo autoritario sino también corporativista y nacionalista. Y vaya, nacionalistas hay muchos… Y muchos de ellos, ciertamente, se han inspirado en el fascismo italiano. Muchos, más de los que se suele pensar.

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