Lo universal concreto

Lo universal es aquello que pertenece o se extiende a todo el mundo, a todos los países, a todos los tiempos. En este sentido, nada ni nadie es más universal que Cristo. La suya es la universalidad de Dios. “Todo fue creado por él y para él” y “todo se mantiene en él”, dice la Carta a los Colosenses (1,16-17).

Lo concreto es lo particular, frente a lo abstracto y general. Jesús no es un teorema matemático, no es una ecuación, sino que es alguien muy concreto, singular. Tanto que sus vecinos “se escandalizaban a causa de él” (Mt 13,57): “¿No es el hijo del carpintero? ¿No es su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas?” (Mt 13,55).

La categoría de universal concreto ayuda a comprender la catolicidad o universalidad de Cristo, del Uno que se entregó por todos; es decir, la universalidad de un acontecimiento de la historia de la humanidad – la Encarnación - que es singular e irrepetible pero que lo abarca todo.

Los diversos gnosticismos heréticos han defendido a lo largo de la historia una salvación meramente interior, privada, recluida en el sujeto, desligada de la carne y de la historia.

Una salvación entendida como un conocimiento reservado a unos pocos elegidos y alternativo a la fe común de los cristianos: “Al final, desencarnando el misterio, prefieren ‘un Dios sin Cristo, un Cristo sin Iglesia, una Iglesia sin pueblo’ ” (Papa Francisco, Gaudete et Exsultate, 37).

Frente a esta tentación de cariz gnóstico, la catolicidad cristiana ha identificado a un hombre que vive en un tiempo y en un espacio concreto – Jesús – con el sentido y la meta de la totalidad de la creación, la historia y la humanidad.

Jesucristo, mediador y plenitud de toda la revelación (tal como enseña Dei Verbum 2), testimonia que lo universal es concreto, que la eternidad es temporal y que lo absoluto es finito.

Jesús, que es un acontecimiento único e irrepetible, puede y debe ser seguido de manera única, concreta, sacramental: “la salvación que la fe nos anuncia no está relacionada solo con nuestra interioridad, sino con nuestro ser integral. Es toda la persona, de hecho, en cuerpo y alma, la que ha sido creada por el amor de Dios a su imagen y semejanza, y es llamada a vivir en comunión con Él” (Congregación para la doctrina de la Fe, Carta Placuit Deo, 7).

Al creer, el hombre no tiene que abandonar la particularidad de su ser en el mundo ni ha de adentrarse en un sendero esotérico de huida de lo real, sino que es justamente en el asentimiento concreto a Jesucristo y en la adhesión a Él, dentro del “nosotros” de la Iglesia, en lo que consiste la fe: se llega a ser cristiano “por la conformación e inserción de la singularidad propia de cada uno en la singularidad del Salvador” (K.-H. Menke).

La Iglesia es, de forma sacramental, la mano tendida del Salvador y es un “nosotros” concreto, un universal concreto sacramental, accesible en la historia, con una dimensión visible y comunitaria, y no una entidad exclusivamente espiritual.

Jesucristo, el Verbo encarnado, actúa siempre a través de una mediación histórica. Nos sale al encuentro en su humanidad (sacramento primordial) y en su Iglesia (sacramento fundamental).

La Iglesia “es una comunidad visible: en ella tocamos la carne de Jesús, en modo singular en los hermanos más pobres y sufrientes. En suma, la mediación salvífica de la Iglesia, ‘sacramento universal de salvación’, nos asegura que la salvación no consiste en la auto-realización del individuo aislado, y tampoco en su fusión interior con lo divino, sino en la incorporación a una comunión de personas, que participa en la comunión de la Trinidad” (Carta Placuit Deo, 12).

Guillermo Juan Morado.

P.S. Me gustaría poner un ejemplo de que lo universal es concreto. No solo en Cristo - que es, en Persona, el universal concreto - sino también en las creaciones humanas. Una de ellas, la poesía. La belleza de un poema puede, en principio, ser captada por todos, aunque esta belleza, en fondo y forma, se expresa en una lengua y se encarna en una cultura y en una época. 

Me referiré a Fray Luis de León, en su poema  "A Nuestra Señora”. Sirva de homenaje a la Santísima Virgen, casi en la solemnidad de la Inmaculada:

No viéramos el rostro al padre Eterno
alegre, ni en el suelo al Hijo amado
quitar la tiranía del infierno,
ni el fiero Capitán encadenado;
viviéramos en llanto sempiterno,
durara la ponzoña del bocado,
serenísima Virgen, si no hallara
tal Madre Dios en vos donde encarnara.

Que aunque el amor del hombre ya había hecho
mover al padre Eterno a que enviase
el único engendrado de su pecho,
a que encarnando en vos le reparase,
con vos se remedió nuestro derecho,
hicistes nuestro bien se acrecentase,
estuvo nuestra vida en que quisistes,
Madre digna de Dios, y ansí vencistes.

No tuvo el Padre más, Virgen, que daros,
pues quiso que de vos Cristo naciese,
ni vos tuvistes más que desearos,
siendo el deseo tal, que en vos cupiese;
habiendo de ser Madre, contentaros
pudiérades con serlo de quien fuese
menos que Dios, aunque para tal Madre,
bien estuvo ser Dios el Hijo y Padre.

Con la humildad que al cielo enriquecistes
vuestro ser sobre el cielo levantastes;
aquello que fue Dios sólo no fuistes,
y cuanto no fue Dios, atrás dejastes;
alma santa del padre concebistes,
y al Verbo en vuestro vientre le cifrastes;
que lo que cielo y tierra no abrazaron,
vuestras santas entrañas encerraron.

Y aunque sois Madre, sois Virgen entera,
hija de Adán, de culpa preservada,
y en orden de nacer vos sois primera,
y antes que fuese el cielo sois criada.
Piadosa sois, pues la seriente fiera
por vos vio su cabeza quebrantada;
a Dios de Dios bajáis del cielo al suelo,
del hombre al hombre alzáis del suelo al cielo.

Estáis agora, Virgen generosa,
con la perpetua Trinidad sentada,
do el Padre os llama Hija, el Hijo Esposa,
y el Espíritu Santo dulce Amada.
De allí con larga mano y poderosa
nos repartís la gracia, que os es dada;
allí gozáis, y aquí para mi pluma,
que en la esencia de Dios está la suma.

Fray Luis de León.

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