Cierre (de la Parroquia) por Navidad

Ha salido en algunos medios de comunicación que un párroco de Génova, en protesta por la política sobre inmigración del Gobierno de Italia, que a él – al párroco – no parece agradarle, ha resuelto, como quien decide hacer una huelga de hambre, o un ayuno, cerrar su parroquia durante el tiempo de Navidad. “Para signo profético, el mío”, me imagino que habrá pensado “Il Reverendo”.

Bueno, realmente tanto ese párroco como esa parroquia lo son de derecho, pero no de hecho. Se trata de un “párroco” y de una “parroquia” llamados así por razones históricas, heredadas de los privilegios de una familia noble italiana. A día de hoy, es una parroquia tan singular que no tiene ni territorio ni parroquianos. Con lo cual es una entidad cuasi de razón, como son cuasi de razón muchas otras entidades (también eclesiásticas, a veces, aunque no exclusivamente).

O sea, que Il Reverendo cierre o no la iglesia durante la Navidad se acerca, de hecho, hasta casi tocarlo, al límite de lo irrelevante. No sé cuantas iglesias hay en Génova, pero conociendo un poco mi admirada Italia, supongo que habrá muchísimas.

Estoy estos días disfrutando en mis ratos libres – mientras no me decida yo también a cerrar mi parroquia, como Il Reverendo acaba de anunciar con respecto a la suya – con la lectura de una biografía de Leonardo da Vinci. Cuando este genio de las ciencias y de las artes vivía en Florencia, esa hermosa ciudad tenía unos cuarenta mil habitantes y ciento ocho iglesias.

Génova seguro que tiene, hoy, más habitantes y no menos iglesias. O sea, que da igual que ese párroco cuasi potencial cierre o no la que regenta. En mi fuero interno, creo que lo mejor es que cierre, pero no solo en Navidad, sino todo el año. Y no solo este año, sino todos los que Dios le conceda de vida.

Muchas veces lo más caritativo y sensato que se puede hacer es cerrar el “chiringuito”, si ya no se trata de la Iglesia sino de lo que uno entiende por tal, y jubilarse de una vez. No hay que aspirar, en la mayoría de los casos, a dejar más vestigio que humo en la tierra o “en el agua espuma” (Dante).

Pero de derecho no es tan banal. Más bien es sintomático de que algo no funciona bien, al menos a la hora de optar por “signos proféticos” que, a mi modo de ver, solo son proféticos en la imaginación de quien los diseña.

¿Por qué creo – o sospecho – que no tiene nada de “profético” cerrar esa iglesia por Navidad?

En primer lugar, porque, con políticas migratorias gratas o ingratas, muchos cristianos no pueden celebrar libremente la Navidad. No dependen del capricho de un párroco diletante, no. Muchas veces, lo tienen prohibido y se juegan mucho si van más allá de esa prohibición.

En segundo lugar, porque un párroco es servidor y no dueño. Aunque se comprende perfectamente que un párroco sin territorio ni parroquianos no haya de consultar a nadie más que a sí mismo. Pero, si es así, que no se titule párroco, aunque sea una cuasi ficción real, sino que ponga solamente su nombre y apellidos. Quizá ese nombre y esos apellidos no signifiquen nada; pero eso somos, menos que humo y que espuma. ¿Su obispo es también, hoy, solo humo y espuma?

Y, en tercer lugar, y es la razón más importante, si para celebrar la Navidad hay que esperar que el mundo y la historia – marcada por el pecado – sean ya el paraíso, no habría, en absoluto, Navidad. Dios viene a nosotros, se acerca a nuestro mundo y a nuestra historia, a pesar de tantas cosas, a pesar, incluso, del pecado.

Pero también es verdad que, para llegar a nosotros, Dios quiso necesitar de una parcela de santidad, de un principio que anticipase lo que sería también el fin. Quiso contar con María, la Inmaculada. Y, con esa alianza, debida a su gracia, Dios no cerró su voluntad de salvación, sino que dio el paso de ofrecernos su amistad.

Dispuso así, no cerrar, sino abrir una dimensión nueva que permite albergar la esperanza y darnos la fuerza para que todos, transeúntes por este mundo, podamos ser recibidos en la patria del cielo, ayudando a nuestros compañeros de travesía tanto como podamos.

Dios no cierra las puertas. Las abre y nos permite a nosotros abrirlas, sin declinar de la sensatez y de la responsabilidad. Nos permite imaginar lo que parece imposible, que poco a poco, todos podamos vivir como hermanos.

Sin cerrar nada. Tampoco la parroquia – si es que fuese “parroquia” -  . Sin proscribir la Navidad, que no es nuestra, sino de Dios.

Guillermo Juan Morado.

Los comentarios están cerrados para esta publicación.