28.11.18

El cauce adecuado de la transmisión de la fe

El cauce adecuado para la transmisión de la fe, eneseña el Papa, viene dado por “los sacramentos celebrados en la liturgia de la Iglesia”. El contenido de la tradición de la fe, el Evangelio que la Iglesia transmite, no es una doctrina esotérica que habite en el país de nunca jamás o en un “cielo” inaccesible, sino que está asociado a los tiempos, a los lugares y a los sentidos, e implica, por ello, a la persona como a un sujeto vivo.

La Iglesia sigue los pasos de nuestro Salvador, nacido “en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes” (Mt 2,1). Los Magos, guiados por la estrella, no encontraron un códice secreto escrito en una lengua arcana reservada a un pequeño grupo de iniciados, sino que “vieron al niño con María, su madre”. Ese encuentro les afectó de tal modo que “cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra” (Mt 2,11-12).

Los sacramentos son el medio proporcionado para la transmisión de la fe porque ellos mismos son “sacramentos de la fe”: la suponen, la fortalecen, la alimentan y la expresan con palabras y acciones, nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, citando el Concilio Vaticano II.

Expresan la fe “con palabras y acciones”, con palabras y gestos. Pero esta configuración que vincula las palabras y las acciones no afecta exclusivamente a los sacramentos, a los siete sacramentos, sino que es un rasgo que conforma todo lo cristiano. No solo los sacramentos son sacramentos de la fe, sino que la misma fe tiene una “estructura sacramental”.

Pensemos, a modo de ejemplo, en el sacramento del bautismo. El gesto de derramar tres veces agua sobre la cabeza del candidato va acompañado de unas palabras del ministro: “N., yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”.

En este sentido, los siete sacramentos no están aislados en la constelación de lo cristiano. De modo análogo a lo que sucede en la configuración de la estructura de los sacramentos, en la que intervienen palabras y gestos, así en la fe no se trata solo de una adhesión meramente interior y puramente espiritual, desgajada de la historia, sino de un acontecimiento encarnado en el que palabras y gestos impresionan a la persona en su totalidad; también al cuerpo, un cuerpo vulnerable, susceptible de ser afectado y tocado.

Los sacramentos nos salen al encuentro en lo material para darnos mucho más. Abren el acceso a Dios para hacernos llegar el exceso de su bondad: Quieren “reencontrarnos en el terreno material que comparten con nosotros. Quieren provocar en nosotros una respuesta que reconoce y experimenta su materialidad, pero también bastante más: la riqueza e incluso la plenitud que su materialidad hace posible, la gracia de Dios, la presencia de Dios, la participación en la vida divina que nos es simplemente dada a causa del amor de Dios” (A. Godzieba).

Como es sabido, el Concilio Vaticano II ha destacado la sacramentalidad de la revelación, de la manifestación que Dios hace de sí mismo a los hombres, al indicar que el “plan de la revelación se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas” (Dei Verbum 2).

Por su parte, el papa Benedicto XVI, en la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini, se refirió a la “sacramentalidad de la Palabra”: “La Palabra de Dios se hace perceptible a la fe mediante el «signo», como palabra y gesto humano. La fe, pues, reconoce el Verbo de Dios acogiendo los gestos y las palabras con las que Él mismo se nos presenta. El horizonte sacramental de la revelación indica, por tanto, la modalidad histórico salvífica con la cual el Verbo de Dios entra en el tiempo y en el espacio, convirtiéndose en interlocutor del hombre, que está llamado a acoger su don en la fe”.

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27.11.18

El sentido sacramental y la transmisión de la fe

La primera encíclica del papa Francisco, Lumen fidei - datada el 29 de junio de 2013 - ,  dedica todo un capítulo – el tercero - a abordar la cuestión de la transmisión de la fe, que justamente preocupa tanto a la Iglesia.

Debe darse una adecuación y una proporción entre lo que se comunica y el ámbito a través del cual es comunicado. Esta lógica de la proporción la comprendemos fácilmente los seres humanos: un regalo valioso no se suele envolver en papel de periódico, sino que se escoge un envoltorio adecuado a la calidad del presente.

La fe es un don precioso que recibimos de Dios y no puede ser comunicado a los demás de cualquier manera, sino en armonía con lo que significa. La fe no es un contenido meramente doctrinal, sino una realidad mucho más amplia y rica: una “luz nueva que nace del encuentro con el Dios vivo, una luz que toca a la persona en su centro, en el corazón, implicando su mente, su voluntad y su afectividad, abriéndola a relaciones vivas en la comunión con Dios y con los otros” (Lumen fidei, 40).

Es una descripción muy bella de lo que acontece al creer. El hombre se encuentra con el Dios vivo que se acerca a nosotros en la Persona de Jesucristo Resucitado para entregarnos una luz nueva: la luz de la fe. Esa luz nos envuelve y nos toca, nos afecta completamente e inaugura un mundo nuevo de relaciones.

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22.11.18

"Rufián"

Las palabras son lo que son. Sobre el uso que hagamos de ellas tenemos un poco más de responsabilidad. Pero las palabras han llegado a significar lo que, hoy, significan de hecho. Por ejemplo, “rufián”. Según el Diccionario de la RAE esta palabra – “rufián” – tiene dos acepciones: 1. “Persona sin honor, perversa, despreciable” y 2. “Hombre dedicado al tráfico de la prostitución”.

La misma fuente indica que quizá el término proceda del italiano “ruffiano”, y este del latín, “rufus” (rubio o pelirrojo). Parece que las meretrices romanas, para distinguirse como tales, se adornaban con pelucas rubias. Las meretrices romanas tenían, según esta explicación, la virtud de querer aparentar lo que realmente eran. Una coherencia que uno no puede dejar de alabar.

Lo rubio y lo pelirrojo no siempre ha gozado de buena fama. Se cuenta que, en una disputa entre un jesuita y un mercedario (este último, rubio), el primero replicó airadamente al segundo: “Rubicundus erat Iudas”. El mercedario, rápido de reflejos, contestó diciendo: “Et e societate Iesu”. El cine, en su día, proclamó que “Los caballeros las prefieren rubias”. Quizá – quién lo sabe – jugando con algunos sentidos históricos del adjetivo “rubias”.

Uno no es responsable de su apellido. Un ejercicio muy pedagógico consiste en “traducir” al español apellidos extranjeros. Esa simple traslación es suficiente para que el glamur, el encanto que fascina, decaiga en el intento. No es lo mismo llamarse, digamos, “Carlo Cipolla” que Carlos Cebolla. O “Cosimo Pirolla” que a saber cómo. Algo similar sucede en otras lenguas. Tal vez por ello, cuando anuncian perfumes o productos de lujo, pronuncian con un deje norteamericano – y antes, francés – unas palabras apenas ininteligibles. Tanto más glamurosas cuanto más impronunciables.

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7.11.18

¿Discursos en las exequias?

El “Ritual de Exequias” prevé que, en las exequias, alguna persona cercana al difunto tome la palabra para dirigirse a la asamblea. En teoría, no está mal esa posibilidad. En la práctica, depende.

Hace muy poco, un amigo sacerdote me explicó el mal rato que tuvo que pasar al decirle a los familiares de un difunto que el texto que tenía preparado ¿la nieta? – o alguien de la familia del finado – era completamente inadecuado. Por cursi, por ridículo. Por excesivamente sentimental y carente de contenido objetivo.

Claro que estos juicios, en una cultura del “porque yo lo valgo”, se ven en ocasiones como una imposición, como una muestra de fanatismo o como una falta de sensibilidad y de empatía.

Yo, hasta la fecha, no he tenido problemas con esas “palabras” del final. Sí tuve una experiencia un poco extraña en una ocasión. La difunta era una melómana, y sus familiares querían que, a lo largo de la Misa exequial, sonasen, gracias a un CD, piezas de ópera y de música culta que le gustaban mucho a la difunta.

No se podía no alabar el buen gusto musical de ella y de su familia, pero yo no veía de ningún modo cómo encajar ese repertorio en la celebración de la Misa.

Se me ocurrió una solución: Calculen, les dije, el tiempo que necesitan para que se oigan esas secuencias musicales, con los comentarios y moniciones que quieran hacer. Cuando esa parte musical acabe, yo comenzaré la Santa Misa, que tiene su “partitura” propia, indisponible.

Esas personas no pusieron ninguna objeción. Así se hizo. Se dedicó un tiempo a las audiciones con los comentarios. Y luego, se celebró la Santa Misa, también con música, pero ya no con los “CD”.

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4.11.18

Rezar por los (sacerdotes) difuntos

Hoy hemos tenido, en la catedral de Tui, el funeral, que cada año organiza el Cabildo, por los sacerdotes difuntos de la Diócesis. Lo ha presidido el Sr. Obispo, D. Luis Quinteiro, que, gracias a Dios, se hace presente continuamente en todas las iniciativas de la Diócesis, siempre con una palabra de aliento y de ánimo.

Al comenzar la celebración, un diácono leyó la lista de los sacerdotes difuntos desde Noviembre del año pasado hasta Noviembre de este año. Si no me equivoco, eran seis los fallecidos. Y sí comenté, luego, a alguno de los seminaristas, que ayudaban en la Santa Misa: “En nada, se mencionará mi nombre”.

Y es verdad. No sé lo que puede abarcar ese “en nada”, pero ya no mucho. Cuando uno cumple cincuenta, y más de cincuenta, como es mi caso, no está en la mitad de la vida. No. Está ya con un pie en la otra vida. Decir lo contrario sería engañarse.

Pero ese pie en la otra vida no equivale a una tragedia. Próspero de Aquitania acuñó una máxima de enorme relevancia: “Lex orandi, lex credendi”. Hay una correspondencia entre la ley de la oración y la ley de la fe. O, dicho de otro modo, la Iglesia ora en conformidad con lo que cree.

Antes de que se formulase de modo explícito la creencia en el purgatorio, la Iglesia ya oraba por los difuntos. Una práctica, orar por los difuntos, consistentemente reflejada en el Antiguo Testamento: “Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado” (2 M 12,46).

Desde el comienzo, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos, ofreciendo en su favor, sobre todo, la Santa Misa. San Juan Crisóstomo decía: “No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos”.

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