El cauce adecuado de la transmisión de la fe

El cauce adecuado para la transmisión de la fe, eneseña el Papa, viene dado por “los sacramentos celebrados en la liturgia de la Iglesia”. El contenido de la tradición de la fe, el Evangelio que la Iglesia transmite, no es una doctrina esotérica que habite en el país de nunca jamás o en un “cielo” inaccesible, sino que está asociado a los tiempos, a los lugares y a los sentidos, e implica, por ello, a la persona como a un sujeto vivo.

La Iglesia sigue los pasos de nuestro Salvador, nacido “en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes” (Mt 2,1). Los Magos, guiados por la estrella, no encontraron un códice secreto escrito en una lengua arcana reservada a un pequeño grupo de iniciados, sino que “vieron al niño con María, su madre”. Ese encuentro les afectó de tal modo que “cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra” (Mt 2,11-12).

Los sacramentos son el medio proporcionado para la transmisión de la fe porque ellos mismos son “sacramentos de la fe”: la suponen, la fortalecen, la alimentan y la expresan con palabras y acciones, nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, citando el Concilio Vaticano II.

Expresan la fe “con palabras y acciones”, con palabras y gestos. Pero esta configuración que vincula las palabras y las acciones no afecta exclusivamente a los sacramentos, a los siete sacramentos, sino que es un rasgo que conforma todo lo cristiano. No solo los sacramentos son sacramentos de la fe, sino que la misma fe tiene una “estructura sacramental”.

Pensemos, a modo de ejemplo, en el sacramento del bautismo. El gesto de derramar tres veces agua sobre la cabeza del candidato va acompañado de unas palabras del ministro: “N., yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”.

En este sentido, los siete sacramentos no están aislados en la constelación de lo cristiano. De modo análogo a lo que sucede en la configuración de la estructura de los sacramentos, en la que intervienen palabras y gestos, así en la fe no se trata solo de una adhesión meramente interior y puramente espiritual, desgajada de la historia, sino de un acontecimiento encarnado en el que palabras y gestos impresionan a la persona en su totalidad; también al cuerpo, un cuerpo vulnerable, susceptible de ser afectado y tocado.

Los sacramentos nos salen al encuentro en lo material para darnos mucho más. Abren el acceso a Dios para hacernos llegar el exceso de su bondad: Quieren “reencontrarnos en el terreno material que comparten con nosotros. Quieren provocar en nosotros una respuesta que reconoce y experimenta su materialidad, pero también bastante más: la riqueza e incluso la plenitud que su materialidad hace posible, la gracia de Dios, la presencia de Dios, la participación en la vida divina que nos es simplemente dada a causa del amor de Dios” (A. Godzieba).

Como es sabido, el Concilio Vaticano II ha destacado la sacramentalidad de la revelación, de la manifestación que Dios hace de sí mismo a los hombres, al indicar que el “plan de la revelación se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas” (Dei Verbum 2).

Por su parte, el papa Benedicto XVI, en la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini, se refirió a la “sacramentalidad de la Palabra”: “La Palabra de Dios se hace perceptible a la fe mediante el «signo», como palabra y gesto humano. La fe, pues, reconoce el Verbo de Dios acogiendo los gestos y las palabras con las que Él mismo se nos presenta. El horizonte sacramental de la revelación indica, por tanto, la modalidad histórico salvífica con la cual el Verbo de Dios entra en el tiempo y en el espacio, convirtiéndose en interlocutor del hombre, que está llamado a acoger su don en la fe”.

La Palabra de Dios, su Verbo, se hizo hombre, sin dejar de ser Dios. Se hizo carne, sensibilidad, para poder llegar hasta nosotros, que no somos puros espíritus, sino espíritus encarnados, dotados de sensibilidad. Él habló y actuó para que los hombres pudiesen escuchar sus palabras y ver sus obras.

En esta misma lógica, que no es otra sino la de la Encarnación, se sitúa el papa Francisco al afirmar la estructura sacramental, encarnada, de la fe, que se expresa en el bautismo y de modo máximo en la eucaristía: “En la eucaristía aprendemos a ver la profundidad de la realidad. El pan y el vino se transforman en el Cuerpo y Sangre de Cristo, que se hace presente en su camino pascual hacia el Padre: este movimiento nos introduce, en cuerpo y alma, en el movimiento de toda la creación hacia su plenitud en Dios” (Lumen fidei, 44).

En definitiva, el despertar de la fe pasa por el despertar de un sentido sacramental de la existencia cristiana “en el que lo visible y material está abierto al misterio de lo eterno” de modo que, como decía San Ignacio de Loyola, podemos buscar a Dios nuestro Señor en todas las cosas.

Merece la pena evocar, a este respecto,  la atracción que ejerció en el pensamiento del beato J. H. Newman el “principio místico o sacramental” de Clemente de Alejandría y de Orígenes; es decir, la visión del mundo visible, físico o histórico, como una manifestación sensible de realidades mayores.

 

Guillermo Juan Morado

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