8.06.08

La envidia, la vanidad y sus hijas

Parece que el Cardenal Martini, arzobispo emérito de Milán, señaló, en unos ejercicios espirituales predicados por él, que la envidia es el vicio clerical por excelencia y que otros pecados presentes en los miembros de la Iglesia son la vanidad y la calumnia. Vamos a dejar la calumnia, y a reflexionar un poco sobre la envidia y la vanidad. Nos ayuda, como siempre, el Diccionario, que define la envidia como “tristeza o pesar del bien ajeno” y la vanidad como “arrogancia, presunción, envanecimiento”.

Santo Tomás de Aquino, en la Suma de Teología – un texto del que siempre se aprende mucho – , dedica a la envidia la cuestión 36 de la Secunda secundae. Y, al respecto, formula cuatro preguntas: ¿Qué es la envidia?, ¿es pecado?, ¿es pecado mortal?, y si es pecado capital y sobre sus hijas. A la vanidad, o, para ser más exactos, a la “vanagloria”, dedica el Aquinate la cuestión 132 de la misma parte de la Suma. Y plantea, al respecto, cinco problemas; entre ellos se pregunta también cuáles son las hijas de la vanagloria.

¿Cuáles son las hijas de la envidia? Citando a San Gregorio, Santo Tomás señala cinco hijas: el odio, la murmuración, la detracción, la alegría en la adversidad del prójimo y la aflicción por su prosperidad. Cada una de estas “hijas” corresponde al proceso de la envidia: “Al principio, en efecto, hay un esfuerzo por disminuir la gloria ajena, bien sea ocultamente, y esto da lugar a la murmuración, bien sea a las claras, y esto produce la difamación. Luego quien tiene el proyecto de disminuir la gloria ajena, o puede lograrlo, y entonces se da la alegría en la adversidad, o no puede, y en ese caso se produce la aflicción en la prosperidad. El final se remata con el odio, pues así como el bien deleitable causa el amor, la tristeza causa el odio”.

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¿Por qué no, señora ministra?

ReL se hace eco de una entrevista concedida por Dña. Cristina Garmendia, ministra de Investigación y Desarrollo. En sus labios ponen esta afirmación: “La Iglesia católica tiene un papel muy potente en la sociedad española, pero el debate religioso no debe influir en la política de investigación”.

Casi parece una afirmación contradictoria: Si una realidad tienen un papel “muy potente” en la sociedad española, se seguiría en buena lógica que ese papel ha tener algún tipo de influencia en un ámbito tan fronterizo con las cuestiones éticas y morales – y, yendo al fondo de las cosas, religiosas – como lo es el campo de la investigación científica. ¿O acaso la política de investigación ha de dar la espalda a la sociedad? ¿Vale, en este terreno, el lema del despotismo ilustrado: “Todo por el pueblo, pero sin el pueblo”?

Si lo que la Sra. Ministra quiere decir es que el espacio de la política de investigación tiene su propia autonomía y que no depende de consignas eclesiásticas, no se podría más que estar de acuerdo con ella. Las realidades terrenas, el mundo de la política, de la cultura, de la ciencia, cuenta, en efecto, con una relativa autonomía. Pero autonomía no es independencia. Todo está, se reconozca o no, bajo el señorío de Dios.

No en las cuestiones estrictamente científicas, pero sí en la discusión sobre los presupuestos epistemológicos de la ciencia y, sobre todo, sobre sus implicaciones éticas, privarse del debate religioso equivaldría a empobrecer, sic et simpliciter, todo debate. Basta recordar que el mismo concepto de “persona” nace en el seno del cristianismo y de la teología cristiana. Nuestra concepción de los “derechos humanos” es inexplicable sin esa base y fundamento. Si la investigación científica afecta a la persona humana, ¿qué tipo de miopía aconsejaría excluir, a priori, de la comunidad del discurso a quienes, a partir de la religión, pueden aportar una palabra serena y razonable sobre las consecuencias de la ciencia?

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6.06.08

La Iglesia y la hecatombe de 1936

No soy historiador; por consiguiente, que no se tome este comentario como la reseña de un especialista, sino, en todo caso, como la de un lector interesado por la historia. También por ese turbulento período de la historia de España que comprende la Segunda República y la Guerra Civil.

Estoy estos días leyendo el libro de Vicente Cárcel Ortí, Caídos, víctimas y mártires. La Iglesia y la hecatombe de 1936 (Espasa Calpe, Madrid 2008, 519 p., 22, 90 euros). Sobre el 36, hay mucho escrito. Sobre los caídos en ambos frentes de batalla; sobre las víctimas y también sobre los mártires de la persecución religiosa. Ya el título del libro invita a distinguir, a no mezclar. Es verdad que en esa hecatombe hubo muchos muertos; pero no todos murieron por las mismas razones ni del mismo modo, aunque todos los muertos merezcan respeto.

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5.06.08

Los obispos gallegos y la EpC

De cara al próximo curso escolar, los obispos de Galicia recuerdan en un documento de ocho puntos la posición, ya conocida, de la Conferencia Episcopal Española sobre la Educación para la Ciudadanía. Cumplen así el deber que les concierne de orientar la conciencia de los católicos.

La argumentación de los obispos se basa en la defensa del derecho de los padres a elegir el tipo de formación moral y religiosa para sus hijos. Se trata de un derecho fundamental, previo a las leyes positivas, que, además, se ve reconocido por la Constitución Española. La EpC vulnera ese derecho, en la medida en que el Estado impone una formación moral al margen de la libre elección de los padres.

Pero, si se entra en los contenidos de la asignatura, tampoco queda ésta bien parada, pues “impone una concepción del hombre que contradice el ideario propio de las escuelas católicas”, comprometiendo así la libertad de educación. ¿Qué hacer? Los obispos expresan un deseo: “que se paralice la implantación de esta asignatura tal como está programada” y, subsidiariamente, que se posibilite su adaptación al ideario de los Centros.Se recuerda a los padres que, entre otros medios legítimos, pueden recurrir a la objeción de conciencia frente a la EpC.

Sin duda, las palabras de los obispos son oportunas. Pero la batalla, si hay que librarla, corresponde a los padres. Y en los Tribunales. Cabe preguntarse si merece la pena que el Gobierno se empeñe en imponer una materia que suscita, en muchos ciudadanos, un razonable rechazo.

Guillermo Juan Morado.

1.06.08

Mayo virtual: con retraso, el último día de la serie

Día 30: Puerta del Cielo

La “Escatología” es el tratado sobre lo último; sobre los “novísimos”; es decir, sobre cada una de las cuatro últimas situaciones del hombre, que son la muerte, el juicio, el infierno y la gloria. El título mariano de “Puerta del Cielo” remite a lo último, al misterio pascual de Cristo, a la coronación del plan divino de la creación y de la salvación del hombre.

La verdadera Puerta de la salvación y de la vida es Jesucristo nuestro Señor: “En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas” (Juan 10,7). Jesús es la Puerta de la vida eterna, por quien se nos abren las puertas de la Jerusalén celeste.

También a la Santísima Virgen María se le aplica la metáfora de la “puerta”. Ella es la nueva Eva, la Madre-Virgen, la que intercede sin cesar en favor de los fieles.

La Liturgia ve en María a la “Virgen humilde, que nos abrió por su fe la puerta de la vida eterna que Eva había cerrado por su incredulidad”; a la Madre virginal de Cristo que se convierte en “puerta luminosa de la vida, por la que apareció la salvación del mundo, Jesucristo, nuestro Señor”; y a la Virgen suplicante “de quien recibimos al Salvador del mundo”.

¿Qué es el Cielo? De algún modo debemos imaginarlo para poder desearlo. El Cielo es Dios, es la comunión de vida y de amor con Dios, con la Virgen María, los ángeles y los santos (cf Catecismo 1024). En el Cielo encontramos nuestro fin último, la realización de nuestras más profundas aspiraciones, el estado supremo y definitivo de dicha. Mirando a María, aspiramos al Cielo; acudiendo a Ella se nos abren sus puertas, aunque no podamos sospechar plenamente “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó”: lo que Dios preparó para los que le aman (1 Corintios 2,9).

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