La boda y los invitados

Jesús nos invita a entrar al banquete del Reino; a ese banquete de bodas que describe el proyecto divino de la salvación. Dios quiere que los hombres participen de su vida reuniéndolos, en la Iglesia, en torno a su Hijo Jesucristo. Cristo es el “corazón mismo de esta reunión de los hombres como ‘familia de Dios’ ” (Catecismo, 542). Él es el Reino de Dios en persona. Entrar en el Reino es vivir con Cristo y en Cristo.

¿Cómo se realiza esta convocatoria para entrar en el Reino? Ante todo, por la predicación de la palabra de Dios. Como ha recordado Benedicto XVI, “sólo la Palabra de Dios puede cambiar en profundidad el corazón del hombre”. Por ello, es importante que cada uno de los creyentes, y también las comunidades cristianas, entren en una intimidad siempre creciente con esa Palabra (cf “Homilía”, 5 de octubre de 2008). Debemos preguntarnos sobre nuestra asiduidad en la escucha y en la lectura de la Palabra. ¿Escuchamos, cada domingo, cada día, las lecturas bíblicas que se proclaman en la Liturgia como lo que son en verdad, palabra de Dios dirigida a nosotros, los creyentes? ¿Reservamos algún tiempo, diariamente, para la lectura personal de la Biblia? ¿Confrontamos nuestra vida con esa Palabra para que, así, Dios vaya transformando nuestro corazón?

La convocatoria de Dios, su invitación a entrar en el banquete de bodas de su Reino, exige una respuesta. En el Evangelio de la Santa Misa (cf Mt 22, 1-14) constatamos como muchos de los primeros invitados no quisieron ir al banquete, no haciendo caso de la llamada. La parábola describe el rechazo de las autoridades de Jerusalén a aceptar a Jesús, a abrirse a la salvación que Dios ofrece en su Hijo. Pero esta llamada se extiende a otros invitados, a aquellos que los enviados del rey encontraron en los cruces de los caminos, hasta que la sala del banquete se llenó de comensales.

También nosotros debemos considerar si nos mostramos dignos de la elección. Hemos nacido en un nación en la que, tempranamente, se ha predicado el Evangelio. Nos han traído a la Iglesia, cuando éramos muy pequeños, para recibir el Bautismo. Hemos crecido en la cercanía de las iglesias y hemos tenido, y seguimos teniendo, muchas ocasiones para escuchar la llamada de Dios y, por consiguiente, para responder a ella. ¿Está nuestra respuesta a la altura de los privilegios recibidos? El Papa Benedicto XVI se refería a “naciones un tiempo ricas de fe y de vocaciones que ahora van perdiendo la propia identidad, bajo la influencia deletérea y destructiva de una cierta cultura moderna?” (“Homilía”, 5 de octubre de 2008).

¿No es acaso España una de estas naciones? ¿No estamos dando, de manera clamorosa, la espalda a Dios, optando por lo que parece una apostasía generalizada? ¿Será una España atea un país más feliz, más próspero, mejor para sus ciudadanos? Todo parece indicar que no. Cuando Dios estorba en la vida de una colectividad humana, lo que llega no es la felicidad, sino una soledad cada vez mayor y una mayor división y confusión en las familias, en las escuelas y en el conjunto de la sociedad.

No debemos desanimarnos, pero sí revestirnos cada uno de nosotros con el “traje de bodas”. Y ese traje de bodas es la caridad. El amor a Dios es la base firme que nos permitirá, en medio de esta nación parece querer olvidar a Dios, testimoniar la belleza y la alegría del Evangelio. Qué por intercesión de Nuestra Señora del Pilar, Dios nos conceda “fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor”. Amén.

Guillermo Juan Morado.

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