13.10.08

La homilía

De entre las tareas que tenemos los sacerdotes pocas son más arduas, más difíciles, que la homilía. Cada domingo, como parte de la liturgia y como alimento de la vida cristiana, hay que predicar. Y hay que intentar hacerlo bien. Este ministerio nos obliga a una revisión constante, a un continuo ejercicio de “ensayo y error”, a un sostenido esfuerzo por acertar y por avanzar. Quizá más que nunca el que predica está sometido a la crítica, pocas veces indulgente, de los oyentes. Apenas se oye elogiar una buena homilía. Es más frecuente lo contrario, la queja, más o menos fundada o infundada.

Al predicar se anuncia y se explica el misterio cristiano, el misterio de la Pascua de Cristo, para que los fieles lo acojan en su corazón y lo testimonien en su vida. Predicar no es hablar por hablar. El tema – o los temas – viene dado. Ante todo, por la palabra divina que se proclama y, también, por los textos eucológicos de la liturgia. El anuncio del mensaje, la exposición de la doctrina, la exhortación moral, la defensa de la fe son motivos que se entrelazan en una predicación; con mayor o menos acento, según ocasiones, en uno o en otro de estos elementos.

Predicar, más que una ciencia, es un arte; una virtud, una disposición, una habilidad. No hay una correlación estricta entre conocimientos y predicación. Un sabio puede predicar mal, aunque es difícil, o imposible, que un ignorante lo haga bien. El saber como condición necesaria no es, sin más, una condición suficiente. La homilía es un puente, una mediación, entre la Palabra de Dios y la asamblea que la escucha. Y vale en la medida en que sea puente. Si no lo logra, entonces estorba y, en lugar de ser un canal para la comunicación, se convierte en mero ruido, en interferencia desagradable.

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12.10.08

La increencia y el rechazo de la fe

Siempre me ha preocupado el tema de la increencia. En el vocabulario clásico, más que de “increencia” se hablaba de “incredulidad”; es decir, de repugnancia o de dificultad para creer, de falta de fe y de creencia religiosa. Y es un tema que me preocupa porque lo siento como muy cercano a mí. Personas muy allegadas no creen. Es más, yo mismo puedo pensarme como no creyente. Recuerdo un libro de un jesuita - que fue en su día profesor mío - que, a propósito de la increencia, titulaba uno de los capítulos de su obra con una frase provocadora: “Celebrar Misa como un ateo”.

La increencia no está sólo en el otro. Puede estar, solapada o discretamente, en uno mismo, como un reclamo para estar alerta, como un recordatorio permanente de la inmerecida gracia de la fe. Una gracia fuerte y sólida, porque proviene de Dios, pero, paradójicamente, aquejada de la debilidad de todo lo humano, en la medida en que somos nosotros, hombres al fin y al cabo, los que estamos llamados a creer, a fiarnos de Dios, a optar por Él como fundamento estable de la propia vida.

En mi experiencia personal, y en mi experiencia ministerial, me encuentro cada día con el asedio de la increencia. Se manifiesta de muchos modos este ataque sutil. Y un denominador común caracteriza al frente enemigo: la siembra de la desconfianza, la apelación a una supuesta falta de “evidencia” humana que pruebe la conveniencia de adherirse incondicionalmente a Dios y a su Palabra.

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11.10.08

Nuestra Señora del Rosario

“En octubre diré quién soy y lo que quiero”, había anunciado la Virgen María a los videntes de Fátima. Y este anuncio se cumple en la aparición del día 13 de octubre de 1917: “Soy Nuestra Señora del Rosario”; quiero “que continúen siempre rezando el Rosario todos los días”. Las revelaciones privadas, entre las cuales debemos contar las apariciones de Fátima, nos ayudan a vivir más plenamente la revelación definitiva de Cristo en una época de la historia (cf Catecismo 67). ¿En qué medida puede ayudarnos a vivir la fe en nuestro tiempo saber que María se llama a sí misma “Nuestra Señora del Rosario” y saber que Ella nos pide que recemos el Rosario todos los días?

El Papa San Pío V instituyó la fiesta de Nuestra Señora la Virgen del Rosario el 7 de Octubre de 1571, con el nombre de Nuestra Señora de la Victoria, en acción de gracias por la victoria de Lepanto. En 1716, el Papa Clemente XI extendió esta fiesta a toda la Iglesia. El nombre de María está, pues, íntimamente asociado al nombre del “Rosario”. Y esta asociación no es extraña, si tenemos en cuenta que el Rosario es un piadoso ejercicio que ha sido llamado “compendio de todo el Evangelio”. Es decir, María nos lleva al Evangelio, nos ayuda a descubrirlo, a entrar en su misterio, que no es otro que el Misterio de Cristo.

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9.10.08

La boda y los invitados

Jesús nos invita a entrar al banquete del Reino; a ese banquete de bodas que describe el proyecto divino de la salvación. Dios quiere que los hombres participen de su vida reuniéndolos, en la Iglesia, en torno a su Hijo Jesucristo. Cristo es el “corazón mismo de esta reunión de los hombres como ‘familia de Dios’ ” (Catecismo, 542). Él es el Reino de Dios en persona. Entrar en el Reino es vivir con Cristo y en Cristo.

¿Cómo se realiza esta convocatoria para entrar en el Reino? Ante todo, por la predicación de la palabra de Dios. Como ha recordado Benedicto XVI, “sólo la Palabra de Dios puede cambiar en profundidad el corazón del hombre”. Por ello, es importante que cada uno de los creyentes, y también las comunidades cristianas, entren en una intimidad siempre creciente con esa Palabra (cf “Homilía”, 5 de octubre de 2008). Debemos preguntarnos sobre nuestra asiduidad en la escucha y en la lectura de la Palabra. ¿Escuchamos, cada domingo, cada día, las lecturas bíblicas que se proclaman en la Liturgia como lo que son en verdad, palabra de Dios dirigida a nosotros, los creyentes? ¿Reservamos algún tiempo, diariamente, para la lectura personal de la Biblia? ¿Confrontamos nuestra vida con esa Palabra para que, así, Dios vaya transformando nuestro corazón?

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5.10.08

La Apologética: la defensa de la fe

La Apologética se ocupa de la “apología” de la fe cristiana. Y la “apología”, si acudimos al Diccionario, es un discurso, de palabra o por escrito, en defensa o alabanza de algo o de alguien. Podemos pensar, por ejemplo, en la célebre obra de Newman “Apologia pro Vita Sua”, un texto en el que el futuro Cardenal se defiende de acusaciones injustas, motivadas por su conversión al Catolicismo.

En los primeros siglos del cristianismo, la apologética se esfuerza por presentar el hecho cristiano; defendiendo tanto la praxis de los seguidores de Jesús como su enseñanza. Frente a los errores y a las calumnias, había que defender la fe, que ampararla, que librarla de falsas acusaciones.

En la Edad Media, hace falta hablar a los no cristianos. Los no cristianos conocidos eran, únicamente, los judíos y los sarracenos o musulmanes. Se sabía, por otra parte, que algunas verdades eran accesibles a la razón y otras, sin embargo, sólo cognoscibles a la luz de la fe.

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