La muerte, la cesación o término de la vida, se nos impone como una realidad que no podemos evitar; que se nos escapa de las manos. De algún modo, la repugnancia instintiva que experimentamos hacia la muerte constituye una proclama en favor de la vida. Lo deseable, nos parece, es la vida; la vida propia y también la vida de aquellos a quienes amamos. ¿Quién prefiere la muerte de un ser querido a su vida? Si dependiese de nosotros aquellos a quienes amamos no morirían nunca.
Para un cristiano, la realidad de la muerte – como la de la vida – sólo puede comprenderse de modo adecuado desde Dios. Y, más en concreto, desde Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, que quiso asumir como suya – asumir para redimir – la muerte. La asume para vencerla, para aniquilarla, para transformarla, por el poder de Dios, en lo que nunca podría ser: en vida verdadera.
Sólo Cristo muere voluntariamente. A nosotros, en cambio, no se nos permite escoger, porque la muerte es herencia del pecado. San Pablo dice que por el pecado entró la muerte en el mundo – al menos la muerte tal como la conocemos - y “así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Rm 5, 12). Pero Jesucristo, Dios verdadero, Dios de la vida, pudo transformar por completo la muerte. Pudo transformarla en favor nuestro. Un cristiano no muere ya como Adán. Un cristiano puede morir como Cristo; es decir, puede salir de este cuerpo terreno para vivir con el Señor (2 Co 5,8). La muerte, entonces, ya no es una condena, sino una llamada que Dios nos hace para que vivamos, para siempre, con Él y en Él.
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