19.08.09

¿Debe el Obispo ser simpático?

El más famoso blogger católico de nuestro país, Francisco José Fernández de la Cigoña, plantea en un post titulado “Una asignatura pendiente en la Iglesia”, la necesidad, o la conveniencia, de que los obispos sean simpáticos. A la hora de ponderar las cualidades de un futuro obispo “también debería tenerse en cuenta la simpatía del candidato”, nos dice.

No voy a ser yo quien replique a una Cigüeña tan agudamente oteadora, pero sí me voy a permitir una amigable discrepancia; al menos, parcial discrepancia. Que estoy seguro que él aceptará con grandeza de ánimo.

En cualquier controversia se debe conceder, si es posible, algo al “adversario” – se entiende que adversario sólo en el plano dialéctico - . Un obispo, como un sacerdote, y en definitiva, como toda persona de bien, no puede ser un “bicho”, una persona intratable, aviesa o de malas intenciones. El decreto “Presbyterorum Ordinis” del Concilio Vaticano II aclara que mucho ayuda al ministerio de los sacerdotes – y, sin duda, al de los obispos – contar con “las virtudes que con razón se aprecian en el trato social, como son la bondad de corazón, la sinceridad, la fortaleza de alma y la constancia, la asidua preocupación de la justicia, la urbanidad y otras cualidades que recomienda el apóstol Pablo cuando escribe: “Pensad en cuanto hay de verdadero, de puro, de justo, de santo, de amable, de laudable, de virtuoso, de digno de alabanza” (Fil., 4, 8)” (PO 3).

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18.08.09

Las iglesias no son el metro de Tokio

No deja de sorprenderme la preocupación de tantos por la seguridad y la asepsia de las iglesias de cara a evitar la propagación de la “gripe A”. Leyendo ciertas cosas, uno podría pensar que un humilde templo parroquial es algo parecido al metro de Tokio en hora punta; es decir, una especie de lata de sardinas de última generación donde los viajeros apenas pueden respirar de tan pegados que están los unos a los otros. Basta una visita a la parroquia más próxima para comprobar que, en la mayoría de los casos, no es así.

La densidad de feligreses por metro cuadrado de templo es de las más bajas del planeta, sin mucho que envidiar a Nueva Zelanda. Salvo que el virus en cuestión sea experto en realizar grandes saltos, capaces de cruzar el espacio que separa a un católico practicante de otro, resulta poco menos que imposible que, por mucho que se estornude, una sola gotita de saliva o un microscópico fragmento de secreción nasal aterrice en las manos o en los pulmones del vecino. Según estadísticas muy de fiar, es mucho más probable morir por insolación durante un eclipse que de contagio por proximidad en una parroquia.

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16.08.09

Cosmética

Según el “Diccionario de la Real Academia”, la “cosmética” hace referencia a los productos que se utilizan para la higiene o la belleza del cuerpo, especialmente del rostro. La cosmética es, de un algún modo, un índice de la singularidad humana. No nos basta con comer o beber; necesitamos sentirnos a gusto con nosotros mismo, ser conscientes de estar limpios, de no oler mal; en definitiva, necesitamos sentirnos humanos, a la altura de nuestra dignidad, y percibirnos como tales.

Las exageraciones en este campo no prueban nada en contra de la verdad de estos asertos. Los excesos son malos; pero son malos por ser excesos. Que el propio cuarto de baño parezca una planta de perfumería de unos grandes almacenes sería, posiblemente, un síntoma de exceso. Antes se atribuía la afición por los afeites a las mujeres. Hoy, ya no. Al menos, no en exclusiva. Jabón, gel, champú, pasta de dientes, desodorante, espuma de afeitar, quizá alguna loción para después del afeitado, colonia o perfume son, en la práctica, productos básicos. Y luego están las variadas ofertas de cremas: hidratantes, reafirmantes… Y la lista puede incrementarse hasta casi el infinito.

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Difícilmente se podría exagerar el realismo de estas palabras

La Sabiduría construye su casa y prepara el banquete: “Venid a comer mi pan y a beber mi vino que he mezclado”, nos dice el libro de los Proverbios. Dios se comunica con el hombre mediante el signo del banquete, de la comida, de la comunión. Si el inexperto y falto de juicio quiere compartir la sabiduría de Dios, ha de acudir a ese banquete, para seguir el camino de la prudencia.

Podemos ver esa Sabiduría como una anticipación de Jesucristo. Él es, en persona, la Sabiduría de Dios, que resplandece en la paradoja de la Cruz (cf 1 Corintios 1, 24-25). Él ha venido a su casa, ha acampado entre nosotros (cf Juan 1, 11.14), para prepararnos el banquete de la vida. Lo recuerda San Pablo en la primera carta a los Corintios: “el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó un pan, y pronunciando la acción de Gracias, lo partió y dijo: ‘Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía’. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: ‘Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que bebáis, en memoria mía’ ” (1 Corintios 11, 23-25).

La Eucaristía no es un puro símbolo de la entrega de Jesucristo; es mucho más, es el memorial de su vida, de su muerte, de su resurrección, de su intercesión ante el Padre (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1341). Participar en su banquete es permitir que Él siga siendo para nosotros el Pan de la vida: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida” (Juan 6, 55). Difícilmente se podría exagerar el realismo de estas palabras, en las que el Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle, a acrecentar nuestra unión con Él, la Palabra encarnada, la Sabiduría que tiene cuerpo y sangre, rostro crucificado y glorificado.

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14.08.09

Coronada de gloria y esplendor

En el misterio de su Asunción contemplamos a María “coronada de gloria y esplendor”. Ella es la mujer vestida de sol con la luna bajo sus pies, rodeada de doce estrellas, de la que habla el Apocalipsis (11-12). La gloria y el esplendor, la majestad y brillo que la envuelven totalmente, es la gloria y el esplendor de Dios. María, circundada por la comunión de los santos y vencedora de la mortalidad y de la muerte, “vive totalmente en Dios, rodeada y penetrada por la luz de Dios” (Benedicto XVI).

La gloria de Dios es nuestro origen y nuestra meta. Para comunicar su gloria, Dios ha creado todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, las visibles y las invisibles. En todo el universo, decía Santo Tomás de Aquino, está reflejada, por cierta imitación, la bondad divina. Particularmente en el hombre, creado “a imagen de Dios”. La belleza de la creación resplandece en Cristo, el Verbo encarnado, porque “todo fue creado por él y para él” y “todo tiene en él su consistencia” (cf Col 1,16-17).

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