7.08.09

La Madre del Hijo

La Liturgia vincula la humildad de María con su elevación a la dignidad de Madre de Cristo: “Porque te has complacido, Señor, en la humildad de tu sierva, la Virgen María, has querido elevarla a la dignidad de Madre de tu Hijo”. La Asunción de Nuestra Señora se inscribe dentro de esta lógica divina de elevación: Dios no humilla nunca, sino que ensalza a los humildes.

La maternidad de la Virgen es verdadera, pues el Hijo asumió la carne verdaderamente de María. Es una maternidad virginal, porque Cristo fue engendrado por obra del Espíritu Santo. Es, asimismo, una maternidad divina, pues María es la Madre del Verbo encarnado. Por su maternidad, María se sitúa por encima de todas las criaturas; las “aventaja con mucho a todas”, dice el Concilio Vaticano II.

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6.08.09

Soberbia y humildad

La humildad es una virtud, un hábito bueno, que nos ayuda a conocernos a nosotros mismos, a ser conscientes de nuestras limitaciones y debilidades. Toda criatura está llamada a la humildad; al reconocimiento de Dios como Creador, a la sumisión ante Él. Y este rendimiento nos enaltece. Nada nos ennoblece más que proclamar que sólo Dios es Dios.

La historia de los hombres parece, en tantas ocasiones, ser un canto a la soberbia, al envanecimiento insensato, a la presunción absurda. Ya nuestros primeros padres, Adán y Eva, cedieron a la tentación de desconfiar de Dios, de pensar, por un momento, que Dios compite con nosotros, que resta espacio a nuestra libertad.

María, en el Magnificat, no teme engrandecer al Señor, no tiene miedo a decir en voz alta que Dios es grande: “María desea que Dios sea grande en el mundo, que sea grande en su vida, que esté presente en todos nosotros […] Ella sabe que, si Dios es grande, también nosotros somos grandes. No oprime nuestra vida, sino que la eleva y la hace grande: precisamente entonces se hace grande con el esplendor de Dios” (Benedicto XVI).

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5.08.09

Preparando la solemnidad de la Asunción

La solemnidad de la Asunción de la Virgen nos recuerda su tránsito, su paso, de este mundo al Padre. Aquella que, desde el primer instante de su concepción inmaculada, es sólo de Dios entra para siempre, transcurrido el curso de su vida terrena, en Dios, en la gloria de Dios: “En el parto te conservaste Virgen, en tu tránsito no desamparaste al mundo, oh Madre de Dios. Te trasladaste a la vida porque eres Madre de la Vida, y con tu intercesión salvas de la muerte nuestras almas”.

De algún modo, el primer “tránsito” para todos nosotros es la creación. Dios, libremente, por el poder de su palabra, nos ha llamado de la nada al ser. No provenimos del azar, ni de un destino ciego, ni de una necesidad anónima, sino que nuestro origen, y nuestro destino, está en Dios, que ha querido que participásemos de su verdad, bondad y belleza.

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4.08.09

Cumpleaños

No estoy de cumpleaños, pero sí lo está una persona muy cercana a mí: mi madre. Ahora mismo ya tengo una edad que recuerdo perfectamente haber visto en ella y, desde entonces hasta ahora, no ha pasado, subjetivamente hablando, tanto tiempo. El tiempo, nos dicen, es la duración de las cosas sujetas a mudanza, a cambio, a variación. Nada tan mudable como la vida humana, como ese breve y caprichoso intervalo que se extiende desde el nacimiento a la sepultura.

El cumpleaños es el aniversario del nacimiento de una persona. La misma palabra, “aniversario”, se emplea para conmemorar la muerte; al menos, el primer año del fallecimiento.

¿Cómo resumir una vida? ¿Qué cuenta de verdad al final de ella? ¿Cuál es el criterio adecuado para hacer el balance de las cosas? Los años son una especie de mojones artificiales; signos que se colocan en el despoblado de nuestra existencia. Pasan los años, pero nosotros somos, aún somos, hasta que llegue el momento, aquí en la tierra, en el que ya no seremos. Cumpliremos el éxodo obligatorio que nos convierte en recuerdo; ese último preludio del olvido, que llegará tan pronto.

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1.08.09

El pan de vida

Jesús tiene en cuenta nuestras necesidades materiales; entre ellas, la necesidad del pan, del alimento cotidiano. El Señor refleja así la solicitud de Dios por los hombres. En el desierto, Dios envió el maná para que su pueblo pudiese continuar el camino sin pasar hambre.

Para la Iglesia y para cada uno de nosotros, cristianos, dar de comer a los hambrientos es “un imperativo ético”, como recuerda Benedicto XVI en la encíclica Caritas in veritate 27. Son muchas las personas que padecen una extrema inseguridad de vida a causa de la falta de alimentación. Para toda la sociedad, para el mundo en su conjunto, eliminar el hambre es una meta que se ha de lograr para salvaguardar la paz y la estabilidad del planeta.

Cuando rezamos el “Padrenuestro” imploramos el sustento diario: “Danos hoy nuestro pan de cada día”. Pedimos el pan “nuestro”; lo pedimos para nosotros y lo pedimos para los demás. Esta oración entraña el compromiso de hacer todo lo posible para que a nadie le falte el alimento. El Evangelio nos impulsa a salir del “yo” para alcanzar el “nosotros”; nos mueve a compartir, a ser generosos, a sentirnos concernidos por la suerte de los demás.

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