Hablando claro sobre el aborto

Abortar es interrumpir el desarrollo del feto durante el embarazo. El aborto puede ser natural o provocado. Si es provocado, interviene la voluntad de alguien que, por medios farmacológicos o quirúrgicos, mata al feto para expulsarlo del útero materno antes del nacimiento.

Si quien está embarazada es una mujer, el embrión o feto es un embrión o feto humano; es decir, un ser humano en sus primeras fases de desarrollo. Si es un ser humano, un individuo de la especie humana, es también una persona, única e irrepetible, poseedora de una dignidad innata, que merece ser reconocida y tratada como tal.

El mismo hecho de que exista un debate en torno al aborto muestra claramente que lo que está en juego es la vida de un ser humano en sus primeras, o no tan primeras, etapas de desarrollo. Si en vez de un ser humano, se tratase de un mosquito, pongamos por caso, o de una planta, o de un animal cualquiera – salvo que estuviese en peligro de extinción – , no habría motivo para tal contienda.

Cuando se protege a un animal perteneciente a una especie en peligro de extinción no se protege a ese ejemplar concreto, por ser lo que es, sino exclusivamente en tanto que pertenece a una especie amenazada. Cuando se protege a una persona, se le protege por sí misma, sin que sea necesario que la especie humana corra el riesgo de desaparecer. Se pueden comprar o vender cachorros de perro, pero no se pueden comprar o vender bebés humanos. Las personas tienen dignidad, no precio.

Intentar disfrazar el aborto de lo que no es resulta engañoso y absurdo. Abortar es matar a un ser humano. Y punto. Los abortistas creen que ese homicidio está justificado porque no se puede obligar a una mujer a ser madre en contra de su voluntad. Como el feto necesita necesariamente alojarse en el seno de su madre para desarrollarse del todo, depende de que esa “habitación” esté disponible, de que quieran prestarle ese espacio fundamental para sobrevivir.

Es verdad que un embrión no irrumpe por casualidad en un útero materno. Ha sido llamado a ser, de un modo o de otro; consciente o inconscientemente; de buena o de mala gana; o quizá, contra la propia voluntad de la madre, si se trata del resultado de una violación. Pero ha sido llamado. No aparece allí por generación espontánea.

Las costumbres, y las leyes, se muestran partidarias de reconocer a la mujer el “derecho de admisión” de ese nuevo inquilino, fruto de ella misma y del hombre que ha cooperado con ella para llamarlo a la existencia. La mujer, por libre iniciativa, o por presiones, puede verse tentada a expulsar a ese habitante molesto, alojado dentro de su cuerpo. Y como se valora más la unilateral voluntad de la madre, propietaria de la casa, de mantener o rescindir el “contrato de alquiler”, se autoriza expulsar al inquilino, sin que nadie lo defienda, del único modo en el que, normalmente, puede ser expulsado: matándolo (habría, de suyo, otros modos, si el feto fuese viable fuera del útero).

No hay que buscar máscaras para disimular lo obvio. La pregunta es: ¿se puede tratar de cualquier modo a un ser humano? ¿Se le puede matar si resulta molesto? Y en el caso de que alguien piense que sí se puede, ¿esa actuación nos “humaniza”, está a la altura de nuestros deberes y obligaciones con relación a nuestros semejantes?

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