Los sentidos de la Escritura
La Biblia es una referencia imprescindible para cualquier cristiano. Los Libros Santos tienen, así lo reconocen los creyentes, una naturaleza humana y divina. Humana, porque han sido escritos por hombres elegidos para esta misión, y divina, porque estos autores han consignado en los textos, por inspiración del Espíritu Santo, lo que Dios ha querido comunicar en orden a la salvación. Si uno desea encontrar orientación en la travesía de la existencia puede acercarse a la Sagrada Escritura con la certeza de que siempre encontrará una guía saludable y una fuente de esperanza y de consuelo: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero”, dice el Salmo 119. Pero no solo ayuda a descifrar el misterio de la propia vida, sino que además nos permite leer las grandes claves que conforman nuestra cultura. Baste, a modo de ejemplo, pensar en el arte. Si uno visita, pongamos por caso, la catedral de Santiago de Compostela o el Museo del Prado, todo o gran parte de lo que podrá observar resultaría ininteligible al margen de la Escritura.
La hermenéutica de los textos, el arte de su interpretación, ha surgido, en buena medida, del esfuerzo de comprender la Escritura. Frente a las pretensiones del fundamentalismo, que apuesta por una lectura exclusivamente literalista, la Biblia “precisa de la interpretación, y precisa de la comunidad en la que se ha formado y en la que es vivida”, recordaba Benedicto XVI en un encuentro con el mundo de la cultura celebrado en París en 2008. La Biblia es un texto que halla su contexto en la vida, en la tradición, de la Iglesia. Los Libros Santos poseen una unidad, desde la que se despliega el sentido que aúna el todo. “Mediante la creciente percepción de las diversas dimensiones del sentido, la Palabra no queda devaluada, sino que aparece incluso con toda su grandeza y dignidad”, añadía también el papa Ratzinger.
Los Padres de la Iglesia y otros autores de la Antigüedad cristiana, además de los teólogos medievales, no estaban limitados por un solo significado del texto, sino que permitieron que este expresara su mensaje de diversas maneras, que corresponden a diferentes niveles de significado. A estos niveles de significado se le llaman “sentidos de la Escritura”. Se suele distinguir entre el sentido literal y el sentido espiritual. El sentido literal, que es el fundamento de los demás niveles, es el de las palabras de la Escritura consideradas en sí mismas; es aquello que ha sido expresado directamente por los autores humanos inspirados. El sentido espiritual no se reduce simplemente al texto de la Escritura, sino que considera como signos las realidades y los acontecimientos de los que habla el texto. En la exégesis medieval, se distinguían tres sentidos espirituales: el alegórico, que incluía la tipología; el sentido tropológico o moral; y el sentido anagógico o futuro.

La elección del nombre “León” por parte del actual pontífice hace pensar en su homónimo predecesor más próximo, el papa León XIII, Joaquín Pecci (Carpineto 1810-Roma 1903), cuya vida se extendió por casi todo el siglo XIX; una centuria marcada, sobre todo, por el ideal de progreso en las diferentes áreas de la existencia humana: la ciencia, la política, la economía, la cultura…
El grupo editorial Fonte, en su colección de poesía espiritual, ha publicado – en una edición preparada por Pablo Cervera Barranco -
El concilio de Calcedonia, celebrado en el 451, ayudó a precisar la fe de la Iglesia afirmando la unidad de Jesucristo – un único sujeto, una única persona e “hipóstasis” - en la distinción de las dos naturalezas, la divina y la humana: “Confesamos a uno y el mismo Cristo…, que subsiste en dos naturalezas, sin mezcla, sin cambio, sin separación ni división”. A esta clarificación doctrinal contribuyó el papa san León I Magno con una carta dogmática dirigida en 449 al patriarca Flaviano de Constantinopla en la que distinguía, en Cristo, entre “naturaleza” y “persona”: “Quedando, pues, a salvo la propiedad de una y otra naturaleza y uniéndose ambas en una sola persona…”. Este escrito se leyó en Calcedonia en medio de los aplausos de los obispos que participaban en el concilio: “¡Esta es la fe de los padres, esta es la fe de los apóstoles! ¡Todos creemos así!… ¡Pedro ha hablado por León!”.






