Rezar la Liturgia de las Horas con el pueblo
La doctrina cristiana ve en el rezo de la Liturgia de las Horas un modo de participar en la alabanza de Cristo al Padre, así como en su intercesión a favor de todos los hombres. El Vaticano II enseña que “cuando los fieles oran junto con el sacerdote en la forma establecida, entonces es en verdad la voz de la misma Esposa que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo, con su Cuerpo, al Padre” (SC 84).
Es muy deseable que todos los fieles, y no sólo los sacerdotes o los religiosos, recen el Oficio Divino. Es más, el último Concilio exhorta a los pastores a procurar que “las Horas principales, especialmente las Vísperas, se celebren comunitariamente en la Iglesia los domingos y fiestas más solemnes” (SC 100).
Yo no veo que esta petición haya tenido la debida acogida entre nosotros. Recuerdo, sin embargo, la belleza y solemnidad de las Vísperas del domingo en la basílica de San Pedro: el esplendor del canto litúrgico, sobre todo de los himnos, el cuidado de todos los aspectos celebrativos y la participación muy numerosa de los fieles. En las solemnidades especialmente destacadas – aunque todo domingo es solemnidad – presidía las Vísperas el entonces Cardenal Arcipreste de la Basílica, Virgilio Noé. A pocos he visto celebrar mejor. Su compostura, la elección de los ornamentos litúrgicos, el cuidado de la homilía… Todo era perfecto.

No deja de sorprenderme la preocupación de tantos por la seguridad y la asepsia de las iglesias de cara a evitar la propagación de la “gripe A”. Leyendo ciertas cosas, uno podría pensar que un humilde templo parroquial es algo parecido al metro de Tokio en hora punta; es decir, una especie de lata de sardinas de última generación donde los viajeros apenas pueden respirar de tan pegados que están los unos a los otros. Basta una visita a la parroquia más próxima para comprobar que, en la mayoría de los casos, no es así.






