InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Categoría: General

17.09.08

¿Canonizar a Darwin?

El presidente del Pontificio Consejo para la Cultura, Gianfranco Ravasi, ha recordado una verdad conocida: La Iglesia nunca condenó a Darwin, ni tampoco el evolucionismo. La misma constatación la exponía, en 1997, el científico Michael Ruse, comentando, en una revista de Chicago, el posicionamiento del Papa Juan Pablo II al respecto de la evolución.

La teoría de la evolución es ciencia. Y la Iglesia no tiene, en cuanto tal, competencia directa en el ámbito de la ciencia. La Iglesia se remite a la revelación divina – cuyo testimonio principal es la Escritura unida a la Tradición - . La Iglesia nos habla de Dios y de la acción de Dios; de esa peculiar acción que se llama “creación” y “providencia”. En definitiva, la revelación nos dice que nada existe o sucede al margen de Dios. Él es el origen primero y el fin último de todo.

Si la teoría de la evolución se circunscribe a los ámbitos de la ciencia, nada, o poco, se puede decir a su favor o en su contra. Los científicos dirán, en base a las pruebas y a la capacidad explicativa de la teoría en cuestión. Claro que una cosa es la ciencia y otra la filosofía. La demarcación debería, en principio, ser todavía más nítida entre ciencia e ideología. Pero las fronteras no siempre son tan claras. Para algunos, traspasando estas fronteras, evolucionismo es lo mismo que materialismo y que ateísmo. Y ahí, basándose en la revelación, la Iglesia dice que no. Que Dios es la Causa Primera; lo cual no significa que sea la “única” causa. Dios puede actuar – y de hecho actúa – en y por las causas segundas.

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14.09.08

El Corazón de Ingrid Betancourt

En los momentos más difíciles de su cautividad, Ingrid Betancourt se encontró con un recurso cuya fuerza quizá no sospechaba: la fe, la confianza y el abandono en Dios. La fe - ha confesado - , junto con el amor a Jesús y a María, y la lectura de la Biblia, le ayudaron a no odiar a sus secuestradores.

No odiar. El odio, la antipatía, la aversión, el desearle mal a quien nos hace daño, es un sentimiento podríamos decir que natural. No hay derecho a que nos priven injustamente de la libertad, a que causen dolor a nuestra familia, a que pongan en peligro nuestra vida. No se puede reprochar al torturado que odie a sus torturadores.

La constante humillación del secuestro, la exposición a la arbitrariedad de los secuestradores, el hecho de poder palpar los extremos de vileza que puede alcanzar el ser humano… constituyen un desafío enorme. Sólo un mensaje que proviene de más allá de nosotros mismos, de la dulzura de Jesús, puede engrandecer nuestro corazón hasta el punto de hacernos rogar por quien nos hace daño.

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13.09.08

La exaltación de la Santa Cruz

La Iglesia, en esta fiesta, “exalta” la Santa Cruz; realza su mérito, la eleva a la máxima dignidad. En definitiva, hace suya la recomendación que San Pablo dirigía a los Gálatas, que recoge la antífona de entrada de la Misa: “Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo: en Él está nuestra salvación, vida y resurrección; Él nos ha salvado y libertado” (cf Ga 6, 14).

El lenguaje de la exaltación se contrapone al lenguaje de la humillación. El misterio de la Cruz se comprende enmarcado en ese dinamismo de elevación y de descenso. El que ha sido exaltado es, a la vez, el que “se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 8). En este texto de la Carta a los Filipenses, que probablemente recoge un himno utilizado por los primeros cristianos, se establece un contraste entre Adán y Cristo. Adán, siendo hombre, ambicionó ser como Dios. Jesucristo, siendo Dios, se anonadó a sí mismo, haciéndose semejante a los hombres, descendiendo hasta el extremo de morir como un condenado. También San Juan, en el Evangelio, emplea la imagen de la elevación y del descenso: “Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3,13).

Celebrar la fiesta de la Santa Cruz constituye una invitación a entrar en este movimiento, a tener “los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús”. ¿Cuáles son estos sentimientos? San Pablo los indica en unos versículos anteriores al himno al que hemos hecho referencia: la unidad basada en la humildad (cf Flp 2, 1-4). La rivalidad, el afán de ser más que los otros, y la vanagloria, la jactancia del propio valer u obrar, generan división. La humildad y la búsqueda, no del propio interés, sino del interés de los demás, crea la unión. Este dinamismo de la Cruz es capaz de transformarnos por dentro, de hacernos vencer el egoísmo, el inmoderado amor a nosotros mismos que nos lleva a prescindir de los demás.

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12.09.08

El culto y la cultura

La cultura nos permite situarnos críticamente en el mundo. La “cultura” y el “culto” están íntimamente asociados. El hombre es aquel ser terreno que crea cultura, y que se deja modelar por la misma. Es, asimismo, el ser que da culto, que tributa honor a Dios y a lo sagrado.

Cultura y culto han estado estrechamente unidos en el proyecto de vida del monacato. No es, por consiguiente, extraño que el Papa, en el discurso pronunciado en el Colegio de los Bernardinos, haya vinculado de nuevo ambos conceptos, que están en el origen de la teología occidental y, en definitiva, de la construcción de Europa.

¿A qué nos conduce el culto? El culto nos lleva a lo esencial; a lo definitivo que está detrás de lo provisional. Y lo esencial es Dios. El culto es la meta y, a la vez, la escuela de la búsqueda de Dios. San Benito hablaba del “oficio divino” para referirse a la oración litúrgica, al culto de la Iglesia. Ser monje consistía – y consiste – en aprender y ejercitar ese oficio. Y ser monje no es más, pienso yo, que un trasunto de lo humano, una representación ideal de aquello en lo que consiste ser hombre.

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Vive la France!

He seguido la retransmisión de la llegada del Papa a París y de la ceremonia de bienvenida en el palacio presidencial. Los franceses, cuando quieren, saben hacer las cosas bien. Y hoy las han hecho bien.

El discurso del presidente Sarkozy me ha parecido una pieza maestra de la oratoria, del pensamiento político y de la diplomacia. Sabe hablar ante el Papa, y sabe hablar ante el mundo. Sarkozy profiere palabras, pero se hace entender; se comunica; razona valiéndose del lenguaje. No se limita a “hablar por hablar”.

Su discurso ante el Papa ha sido ejemplar en la forma y en el fondo. Ha elogiado a un Papa que “honra a Francia” con su visita. La cultura, la democracia, la razón, la laicidad, la ética, los derechos humanos, la dignidad de la persona, el papel de las religiones y de la espiritualidad han sido contenidos que han proporcionado densidad intelectual a su reflexión. El Presidente de la más laica de las Repúblicas no ha tenido empacho en reconocer los sentimientos y las expectativas de los católicos de Francia, también ciudadanos de ese país. Ha hecho referencia a las raíces cristianas de su patria y a la vigencia que la palabra que proviene de las tradiciones religiosas tiene de cara a la resolución de graves problemas para los que una sociedad, y unos gobernantes, no tienen todas las respuestas. Apostando por la paz entre las religiones, ha manifestado – y no es usual oír esto de labios de un político – la necesidad de “reciprocidad” en el trato, particularmente en el lo que concierne a la integración de ciudadanos que profesan el Islam.

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