El santuario de Dios
El templo de Jerusalén contaba con un edificio sagrado, el santuario, y con grandes atrios. En los atrios se realizaban diferentes actividades; no así en el santuario, que era un espacio sagrado al que no todos tenían acceso. El santuario incluía dos partes: el Santo y el Santo de los Santos. En el Santo sólo podían entrar los sacerdotes, y en el Santo de los Santos sólo podía entrar el sumo sacerdote una vez al año.
A los judíos que le pedían signos que lo acreditasen, Jesús responde: “Derribad este santuario y en tres días lo reconstruiré”. San Juan anota que “hablaba del santuario de su cuerpo” (Jn 2,21). Jesús es el verdadero santuario, rechazado y destruido por los hombres, pero reconstruido por la fuerza del amor de Dios. El Señor anuncia así su misterio pascual: su pasión, muerte y resurrección.
El Señor es el Mesías crucificado; escándalo para los judíos y necedad para los griegos, pero, para todos los llamados, fuerza y sabiduría de Dios (cf 1 Cor 1,22-25). San Pablo expone así, con gran vigor, el mensaje de la cruz. En la cruz de Jesús se manifestó el amor gratuito y misericordioso de Dios. De ese árbol bendito brota para nosotros la gracia de la salvación.
Para los judíos, que ponían su esperanza en las obras y de ellas esperaban la salvación, la cruz era motivo de escándalo; constituía una trampa, una piedra de tropiezo. Dios se manifestaba, pensaban, con signos prodigiosos, no en el dolor, en el fracaso y en la aparente derrota de la cruz. Por su parte, los griegos, los paganos, veían en la cruz una afrenta a la razón y a la sabiduría humana; una locura, un insulto a la sensatez.