Sobre el amor del Corazón de Cristo. Una meditación

1. La fuerte conexión
En su primer documento extenso, la exhortación apostólica “Dilexi te” – “Te he amado”-, el papa León XIV expresa, en continuidad con su predecesor en la sede romana, el deseo “de que todos los cristianos puedan percibir la fuerte conexión que existe entre el amor de Cristo y su llamada a acercarnos a los pobres”. La esencia del cristianismo – el amor de Cristo – es indisociable de esa proximidad a los más necesitados. Ambas dimensiones brotan de la misma fuente, el amor divino y humano del Corazón de Cristo, temática abordada por el papa Francisco en su última encíclica, “Dilexit nos” – “Nos amó” -.
Tal concentración en lo principal, en lo sustancial, nos sitúa, más allá de la mera beneficencia, en el horizonte de la revelación divina. No se trata solo de hacer el bien a los demás, sino de entrar en la lógica de la manifestación y comunicación que Dios hace de sí mismo a los hombres, una comunicación que llega su plenitud en Jesucristo, el Verbo encarnado, el Hijo de Dios hecho hombre. Una tentación que ronda a cualquier cristiano es la de subvertir la originalidad del Evangelio para acomodarlo a lo mundano, a los cálculos de este mundo y de este tiempo, a expectativas acerca de lo útil que no siempre dejan espacio a la generosidad y a la apertura a los demás.
Dios ha apostado por los últimos, por los pobres. Ha hecho una “opción preferencial” por ellos. Más aun, en Jesucristo, Dios mismo, siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza, como dirá san Pablo. La pobreza de Jesús expresa de modo visible su confianza en el Padre y su abandono en su providencia. La Iglesia continúa este estilo de Cristo y, en palabras del Concilio Vaticano II, “reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente”. La caridad hacia los necesitados es más que una virtud moral; es una expresión de fe y el criterio del verdadero culto tributado a Dios. La comunión eclesial, como supo ver san Agustín, se expresa concretamente también en la comunión de bienes.
La fe no olvida al Cristo pobre, despojado en Belén y en el Calvario. No desconoce la pobreza paradójica de la Cruz, que impulsó a trinitarios y mercedarios al rescate de los cautivos, entendido este, dice el papa, como “un acto casi litúrgico, una ofrenda sacramental de sí mismos”. No han faltado, en la ya larga historia del discipulado, iniciativas en favor de aquellos más indefensos, como las llevadas a cabo por santa Francisca Cabrini, italiana de nacimiento y ciudadana de los EEUU, la primera estadounidense en ser canonizada, que fue proclamada por Pío XII patrona de todos los migrantes. No se trataba de activistas, sino de hombres y de mujeres profundamente enraizados en la oración y en la contemplación de Cristo.
Así ha sido y así tiene que seguir siendo en una historia que continúa, iluminado este transitar por nuestra época por el magisterio reciente de papas y de obispos, por la denuncia de “estructuras de pecado” que llevan a ignorar a los pobres, a hacer como si no existieran a fin de enmascarar la falta de piedad de un modelo “existista” y “privatista” de vida. La Iglesia no pone límites al amor y es capaz de imaginar un mundo algo diferente, en el que cabe incluso - ¡oh escándalo! - la limosna.
Como escribe León XIV: “El amor cristiano supera cualquier barrera, acerca a los lejanos, reúne a los extraños, familiariza a los enemigos, atraviesa abismos humanamente insuperables, penetra en los rincones más ocultos de la sociedad. Por su naturaleza, el amor cristiano es profético, hace milagros, no tiene límites: es para lo imposible. El amor es ante todo un modo de concebir la vida, un modo de vivirla. Pues bien, una Iglesia que no pone límites al amor, que no conoce enemigos a los que combatir, sino sólo hombres y mujeres a los que amar, es la Iglesia que el mundo necesita hoy”.
2. Volver al Corazón. Sobre la encíclica “Dilexit nos”
Con fecha del veinticuatro de octubre de 2024 el papa Francisco publicó su cuarta encíclica, titulada “Dilexit nos” – “Nos amó” –, sobre el amor humano y divino del Corazón de Jesucristo. No se aparta el pontífice de la entraña del cristianismo, el amor de Cristo, ni de las actuales necesidades del hombre, que busca sentido y orientación para su existencia, que precisa retornar a su interior para no perder su propio centro.
Hay que realizar la síntesis de todas las dimensiones que nos constituyen: los deseos, la inteligencia, la voluntad, la imaginación y los sentimientos. “Necesitamos que todas las acciones se pongan bajo el «dominio político» del corazón”, dejándose moderar por su latido. Solo el corazón, lo más profundo de nosotros mismos, es capaz también de unir los fragmentos, superando la dispersión del individualismo. La urgencia de esta tarea, recuperar el corazón, es patente, “viendo cómo se suceden nuevas guerras, con la complicidad, tolerancia o indiferencia de otros países, o con meras luchas de poder en torno a intereses parciales”.
El Corazón sagrado “es el principio unificador de la realidad, porque «Cristo es el corazón del mundo; su Pascua de muerte y resurrección es el centro de la historia, que gracias a él es historia de salvación»”. En los gestos y en las palabras de Jesús se expresa la proximidad, la compasión y la ternura de Dios. Sobre todo, en el gesto supremo de la cruz, su palabra de amor más elocuente: «Me amó y se entregó por mí», dice san Pablo.
La Iglesia no deja de contemplar el misterio santo del Corazón del Señor. Citando al teólogo español Olegario González de Cardedal, el papa recuerda que, por el influjo del pensamiento griego, la teología durante mucho tiempo relegó el cuerpo y los sentimientos, pero «lo que no resolvió la teología en teoría lo resolvió la espiritualidad en la práctica. Ella y la religiosidad popular han mantenido viva la relación con los aspectos somáticos, psicológicos, históricos de Jesús. Los Vía Crucis, la devoción a sus llagas, la espiritualidad de la preciosa sangre, la devoción al corazón de Jesús, las prácticas eucarísticas […]: todo ello ha suplido los vacíos de la teología alimentando la imaginación y el corazón, el amor y la ternura para con Cristo, la esperanza y la memoria, el deseo y la nostalgia. La razón y la lógica anduvieron por otros caminos». El amor de Cristo es, sí, infinito y divino, pero es también espiritual y sensible. El avance de la secularización no aconseja alejarse de esta concreción, de la síntesis encarnada del Evangelio.
La historia de la espiritualidad cristiana se ha alimentado, desde el principio, del amor que brota del Corazón traspasado de Cristo. El papa menciona, entre muchos otros santos, a santa Gertrudis de Helfta, religiosa cisterciense que “narró un momento de oración en el cual reclinó la cabeza en el Corazón de Cristo y escuchó sus latidos. En un diálogo con san Juan Evangelista le preguntó por qué en su Evangelio él no había hablado de lo que vivió cuando tuvo esa misma experiencia. Concluye Gertrudis que «la dulzura de esos latidos se reservó para los tiempos modernos, de manera que, escuchándolos, pueda renovarse el mundo envejecido y tibio en el amor de Dios»”.
Quizá sea ya nuestro mundo ese mundo envejecido al que alude la santa, necesitado, para no morir de aburrimiento, de escuchar esos latidos de vida. Lejos de conducir a una vivencia intimista de la fe, la devoción al Sagrado Corazón se plasma en el compromiso comunitario y social, en la reparación de un mundo deformado por el odio y la violencia, así como en el compromiso misionero, en la irradiación del amor del Corazón de Cristo.
3. El corazón de Jesús, la proximidad del amor de Dios
“Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68). De esta manera conmovedora, confiesa Pedro su fe en Jesús, el Santo de Dios. Cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Adónde ir?, ¿cómo orientarnos en medio de la fragmentación que caracteriza el espacio cultural en el que estamos inmersos?, ¿en qué lugar encontrar una palabra que salve la vida?
Como Pedro, hallaremos la respuesta depositando, de modo nuevo, nuestra confianza en el Señor, acercándonos a él, descansando en él. Es lo que el mismo Jesús nos dice en otro pasaje del evangelio: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera” (Mt 11,28-30).
Quien nos invita a ir hacia él es quien, previamente, ha venido a nosotros. Son muchos los que, de un modo u otro, buscan el sentido de su vida; quienes desean saber qué cosas verdaderamente tienen peso – pondus -; qué merece la pena; cuál es nuestro fin – telos -. Las religiones y las filosofías testimonian, incluso en nuestra época post-secular, la persistencia de estos anhelos, más o menos sofocados por la incitación a satisfacer de modo inmediato los caprichos de una voluntad encerrada tantas veces en la burbuja del propio yo.
La singularidad del cristianismo, que hoy ha de resonar para quien esté dispuesto a la escucha como resonó el discurso de Pablo en el Areópago, hace concreta la afirmación de que “Dios no está lejos de ninguno de nosotros” (Hch 17,27). Dios se aproxima en su darse, en su revelación, en su advenimiento; en su encarnación. Dios se comunica tal como es: se desvela como misterio que interpela al hombre, como amor entregado. Es esta inaudita cercanía la que hace posible caminar hacia él para encontrar descanso.
En este acontecimiento central de la fe, la encarnación del Hijo de Dios, verdadero artículo stantis et cadentis Ecclesiae, es donde encuentra su fundamento la correspondencia de amor al corazón de Cristo. La divinidad, el amor trinitario, se expresa en la humanidad de Jesús, se muestra como la humanidad de Jesús. Lo invisible se hace visible en la sacramentalidad de su cuerpo, en el símbolo universalmente concreto de su corazón.
No hace falta reducir a explicación conceptual lo que, en el símbolo, puede ser captado de un modo mucho más humano, abarcando la inteligencia que está unida a los sentidos, a los afectos y a la imaginación. Dios es Jesús. El omnipotente es el Dios abreviado de Belén y de Nazaret, de la agonía del huerto y del Calvario. Es el Dios evocado por Francisco de Asís en el pesebre de Greccio y el Dios crucificado que conmueve a los poetas – “No me mueve, mi Dios, para quererte…”-.
En la cruz, el corazón de Cristo se desgarra: “uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua” (Jn 19,34). Su corazón ha llegado hasta más allá del extremo, una vez derramado el último aliento: “Es fuerte el amor como la muerte”, dice la amada del Cantar de los cantares (8,6). Su corazón se para, se sumerge, sostenido solo por la divinidad, en la distancia infinita de los muertos. Deja de latir el corazón del Príncipe de la vida. Humanamente, sigue percibiéndose su eco en el corazón de su madre, en la soledad del Sábado Santo.
Jesús muere y está muerto para rescatar los corazones muertos, endurecidos, secos, que hacen del mundo un calvario y un infierno. Es el suyo el corazón que, como el grano de trigo, cae en tierra y muere para dar mucho fruto. Desde más lejos que del sepulcro, desde la lejanía inimaginable de los corazones secos, emerge la vida: “Tú eres la luz, del cielo el camino. La verdad y la vida y el amor”. La luz de la resurrección no borra las tinieblas, no cancela su influjo en la historia, sino que las supera con el fulgor del Viviente.
“Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Jesús nos da la posibilidad de que nuestro corazón sea semejante al suyo, de que nuestro amor prolongue su amor: “también vosotros debéis lavaros los pies los unos a los otros” (Jn 13,14). La víspera de su muerte, en un signo, la eucaristía, condensa su entrega, su servicio y su sacrificio, que se iba a consumar en la cruz. El pan y el vino serán transustanciados en su cuerpo entregado y en su sangre derramada, en sacramento de comunión que nos da la fuerza para amar como él, en viático para que en nuestro peculiar itinerarium mentis in Christum encontremos el descanso del Tabor, antes de descender al valle de lo cotidiano.
Los sacerdotes somos servidores de esta proximidad cordial y eucarística de Dios, rezando y trabajando, amando sus espinas y su cruz, para alumbrar al mundo con la Luz de Cristo, con su belleza de último Adán, triunfante del sepulcro para nunca más morir. Hans Urs von Balthasar escribió que “lo bello retornará solo cuando entre la salvación trascendente, teológica, y el mundo perdido en el positivismo y en la frialdad despiadada, la fuerza del corazón cristiano sea tan grande para experimentar el cosmos como revelación de un abismo de gracia y de incomprensible amor absoluto”.
Algo así supieron experimentar los santos, como san Juan Enrique Newman con su inspirador lema Cor ad cor loquitur. En esa íntima comunión con el corazón de Jesús queremos entrar para encontrar el peso de lo auténtico – pondus meum, amor meus – y el telos de una vida lograda, que no pierda el alma (cf. Mc 8,36).
4. El corazón habla al corazón
Ian Ker en su John Henry Newman. Una biografía, Madrid 2010, recoge un dato interesante: Una semana después de llegar a Roma, en 1879, para ser creado cardenal, Newman escribió a Birmingham para pedirle a uno de su comunidad – de Oratorianos – que averiguara si las palabras ‘cor ad cor loquitur’ (“el corazón habla al corazón”) se encontraban en la versión Vulgata de la Biblia o en Tomás de Kempis. Había olvidado, Newman, que él mismo había atribuido esas palabras, en su Idea of a University, a San Francisco de Sales.
En la página web del International Centre of Newman Friends podemos leer una glosa muy interesante sobre esta frase, que sería el lema cardenalicio del gran converso inglés. ¿Qué quiere decir que “el corazón habla al corazón”? Un primer nivel de referencia sería el diálogo intratrinitario, pero es este un diálogo que quiere expandirse y abarcarnos también a nosotros. Y este “exceso” se ha llevado a cabo con la Encarnación del Verbo.
Dios es un Dios personal que no deja de comunicarse, en Jesucristo, “de corazón a corazón” con cada uno de nosotros. Y esta comunicación se expande a otros hombres; hace posible el hablar “de corazón” al otro.
No valen solo las argumentaciones para atraer a alguien a Cristo; hace falta algo más: hace falta el testimonio, el compromiso de la propia vida. Hace falta la santidad. La verdad de Dios se transmite de corazón a corazón, como una candela enciende otra. “Pocos hombres grandes – nos dice Newman – bastarán para salvar al mundo por siglos”.
El “corazón que habla al corazón” es un buen símbolo del hombre que habla con Dios: “cor ad cor”. Nada se interpone entre la propia alma y su Creador: “Solus cum solo”.
En la Eucaristía encuentra su mejor expresión el diálogo de “corazón a corazón” de Dios con nosotros y, asimismo, la unión de cada uno con los demás: “Cuando Tú vienes a mí en la Santa Comunión y pones en mí tu morada, haces que mi corazón lata al unísono con el tuyo”, rezaba Newman.
Guillermo Juan-Morado.
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