La esencia del Cristianismo. Joseph Ratzinger (3). Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor

En la segunda parte del credo encontramos propiamente el “escándalo” de lo cristiano: “la fe dice que Jesús, un hombre que murió crucificado en Palestina hacia el año 30, es el Cristo (Ungido, Elegido) de Dios, el Hijo de Dios, el centro de la historia humana y el punto en el que esta se divide”[1]. En este segundo artículo se relaciona el Logos con la sarx, la inteligencia con un individuo histórico, que abarca y sostiene la historia, que ha entrado en ella y que forma parte de ella. Esta unión entre el Logos y la sarx, entre la fe y la historia, es tan decisiva para la configuración de la fe cristiana como la que tuvo lugar entre el Dios de la fe y el Dios de los filósofos.

¿Cómo acceder a la historia? Basados en el método histórico-crítico, solo sería histórico lo “auténtico”, es decir, lo que se averigua por los métodos históricos, pero “la historia como relato de los hechos (Historie) no solo descubre la historia que realmente acontece (Geschichte), sino que también la oculta. Es, pues, evidente que la historia (Historie) puede ver en Jesús a un hombre, pero es difícil que pueda ver en él a Cristo que, como verdad de la historia (Geschichte), escapa a la posibilidad de comprobación de lo puramente auténtico”[2].

Lo meramente “histórico” (historisch) se limita al fenómeno, a lo comprobable, y, en consecuencia, no puede originar la fe, de modo análogo a como la física no puede llegar al conocimiento de Dios. En vista de ello, algunos optan por abandonar la historia por considerarla superflua para la fe. La teología moderna ha oscilado entre ir de Cristo a Jesús, de la idea a la historia (Harnack), e ir de Jesús a Cristo, abandonando la historia para centrarse en la idea (Bultmann)[3].

La solución a esta alternativa se encuentra si se opta por no separar historia y fe: “no puede haber uno (Jesús) sin el otro (Cristo)”[4]. Jesús no existe sino como Cristo, y Cristo no existe sino en Jesús. Para avanzar, hay que intentar comprender qué nos dice la actualidad de la fe sobre Jesús.

El símbolo, la expresión más representativa de la fe, confiesa del siguiente modo su fe en Jesús: “Creo en Cristo Jesús”, en “Jesucristo”. La unión entre título y nombre, entre oficio y persona, “muestra el núcleo de la comprensión de la figura de Jesús realizada por la fe”: “la persona es el oficio y el oficio es la persona”[5]. Para la autocomprensión de la fe, la obra de Jesús, su palabra, es inseparable de su yo: él es palabra; su obra es el don de sí mismo. La fe cristiana, la fe en Jesús como Cristo, es verdadera “fe personal”: “La fe no consiste en aceptar un sistema, sino en aceptar a una persona que es su palabra. La fe es aceptar la palabra como persona y la persona como palabra”[6].

El origen de la fe en Jesús como Cristo, de la fe cristiana, está en la cruz. Jesús es Cristo, es rey en cuanto crucificado: “su realeza es el don de sí mismo a los hombres, es la identidad de palabra, misión y existencia justamente en la renuncia a su existencia; su existencia es pues su palabra. Él es palabra porque es amor”[7]. Jesús es siempre lo que dice, por ello san Juan afirmó que Jesucristo es “palabra”; el Logos es persona.

El lazo que une a Jesús y al Cristo, la unidad e inseparabilidad entre ambos, entre la persona y la obra, es el vínculo de unión entre amor y fe. Su persona es “identidad de Logos (verdad) y de amor; así convierte el amor en Logos, en verdad del ser humano. Por tanto, la fe que exige una cristología así es entrega a la apertura universal de un amor sin condiciones”[8]. El amor es el contenido de la fe; el amor es fe. Una fe que no sea amor no es verdadera fe cristiana, sino un sucedáneo[9].

La fe cristiana no se refiere a ideas, sino a una persona, a un yo que es palabra e hijo, que es apertura total[10]. El desarrollo cristológico del dogma “afirma que la mesianidad radical de Jesús exige la filiación y que la filiación incluye la divinidad”[11]. Siendo Dios, Jesús es, en su servicialidad, “lo más humano del hombre”[12]. Los dogmas de Nicea y Calcedonia quisieron expresar esta identidad entre servicio y ser, entre ser y acto, entre Jesús y su obra[13].

En el curso de la historia de la fe se han desarrollado dos líneas que se han ido separando progresivamente: la teología de la encarnación y la teología de la cruz. La primera habla del ser y gira en torno al hecho de que un hombre es Dios y que, por ello, Dios es hombre. La segunda, la teología de la cruz, prefiere hablar de acontecimiento, de la acción de Dios en la cruz y en la resurrección[14]. Hay una vía de convergencia entre ambas líneas:

 

“el ser de Cristo (teología de la encarnación) es actualitas, salida, éxodo de sí mismo. No es un ser que descansa en sí mismo, sino el acto de la misión, de la filiación, del servicio. Es decir, ese hacer no es puro hacer, sino que llega hasta lo más profundo del ser y se identifica con él. Ese ser es éxodo, cambio. Por eso una cristología del ser y de la encarnación rectamente entendida debiera transformarse en teología de la cruz e identificarse con ella. Y viceversa: una teología de la cruz, apreciada en su justa medida, debería convertirse en cristología del hijo y en cristología del ser”[15].

 

Una segunda antítesis se desarrolló a lo largo de la historia: entre “cristología” – doctrina sobre el ser de Jesús - y “soteriología” – doctrina sobre la redención -. En realidad, ambas cuestiones solo pueden ser entendidas juntas. En Jesús no hay ninguna obra separada de su persona. Cristo es el “último hombre” (1 Cor 15,45), “el hombre definitivo, el que lleva al hombre a su futuro, que consiste en ser uno con Dios, y no en ser un simple hombre”[16].

En síntesis, la fe cristiana ve en Jesús de Nazaret el hombre ejemplar, el “último hombre”. Por ello, supera los límites del ser humano: “El hombre está orientado al otro, al verdaderamente otro, a Dios, y cuanto más está en el totalmente otro, es decir, en Dios, tanto más está en sí mismo […] Cristo es el que se transciende por completo a sí mismo y por eso es el que llega verdaderamente a sí mismo”[17]. Lo que constituye al hombre es la apertura al todo, al infinito.

La fe contempla en Jesús “al hombre en quien la humanidad palpa su futuro y se transforma extraordinariamente en sí misma, porque a través de él palpa a Dios y participa de él, alcanzando así su máxima posibilidad”[18]. Como hombre futuro, Cristo no es el hombre para sí, sino esencialmente el hombre para los demás; en cuanto hombre abierto es el hombre del futuro; es un “ser-para”. Se confirma, de nuevo, el sentido de la filiación y de la doctrina de las tres personas divinas[19].

El costado traspasado por la lanza (Jn 19,34) es la señal de que la existencia de Jesús es radical apertura; radical ser “para”. Jesús es el Adán, de cuyo costado nace Eva, la nueva humanidad. Del costado brotan el agua y la sangre, símbolos del bautismo y de la eucaristía, de los que nace la Iglesia.

El cristianismo cree en el primado del Logos, en la inteligencia creadora, que está en el principio y origen de todo, pero que también es el fin, el futuro y lo venidero. La fe cristiana es, sobre todo, “mirar hacia adelante, tantear con esperanza”[20].

En los artículos cristológicos del credo se desarrolla la confesión cristiana de fe. La concepción y el nacimiento virginal de Jesús nos hablan de una nueva creación. La salvación del mundo no viene de los hombres, ni de su poder; el hombre solo puede recibirla como don. El nacimiento virginal de Jesús es “teología de la gracia”, noticia de cómo nos viene la salvación[21]. Dios ha actuado en Jesús mediante su poder creador.

La cruz de Jesús es “expresión de un amor radical que se entrega por completo, el hecho en el que uno es lo que hace y hace lo que es; expresión de una vida que es ser totalmente para los demás”[22]. En la encarnación y en la cruz Dios va hacia los hombres y los reconcilia.

Desde esta perspectiva adquiere su propio perfil el culto cristiano, en el que “la adoración es, ante todo, acción de gracias por haber sido objeto de la acción salvadora de Dios. Por eso la expresión esencial del culto cristiano se llama con razón eucaristía, acción de gracias”[23]. El sacrificio cristiano consiste en dejar que Dios haga algo en nosotros; en decir “sí” a Dios en la libertad del amor. Jesús se ofreció a sí mismo. Ofreció el sacrificio de su persona, su propio yo, en un don de amor que llega hasta el final (Jn 13,1). Ese gesto es la reconciliación real del mundo.

Se muestra de este modo cuál es la esencia del culto cristiano: “El culto cristiano se basa en el carácter absoluto del amor que solo podía ofrecer aquel en quien el amor de Dios se ha hecho amor humano; consiste en una nueva forma de representación que implica este amor, a saber, en que él se puso en lugar nuestro y en que nosotros nos dejemos poseer por él”[24] para hacernos adoradores con él y en él.

La cruz es, en síntesis, “el verdadero centro de la revelación, de una revelación que no nos dice nada desconocido, sino que nos revela quiénes somos de verdad al ponernos ante Dios y al poner a Dios en medio de nosotros”[25].

El artículo de la fe sobre el descenso a los infiernos nos recuerda que la revelación cristiana “habla del Dios de la palabra, pero también del Dios del silencio”[26]. Por el descenso de Cristo a los infiernos, a la soledad de la muerte, la puerta de la muerte está abierta; la muerte ya no conduce, entonces, a la soledad, porque el amor – Cristo – habita en ella[27].

La resurrección de Jesucristo de entre los muertos confirma que “el amor es más fuerte que la muerte” (Cant 8,6): “el amor total a los hombres que llevó a Jesús a la cruz, se realiza en el éxodo total al Padre y […] ahí es más fuerte que la muerte, porque al mismo tiempo está totalmente sostenido por él”[28]. Cristo no ha vuelto a la vida terrena, sino que ha resucitado realmente para la eternidad del amor.

La ascensión de Cristo nos permite comprender el cielo como “el futuro del hombre y de la humanidad que esta no puede darse por sí misma, que le está cerrado mientras solo espere en sí misma, y que se abrió por primera vez y básicamente en el hombre cuyo lugar existencial era Dios y mediante el cual Dios entró en el ser hombre”[29]. Dios no es prisionero de su eternidad, “pues en Jesús tiene tiempo para nosotros”[30], a él podemos acercarnos con plena confianza en todo tiempo (Heb 4,16).

La fe en el retorno de Cristo puede ser pensada como fe en la unión definitiva de lo real por el espíritu, como fe en la unión del cosmos en lo personal, una unión que incluye la responsabilidad: “Por eso el retorno del Señor no es solo salvación, no es solo la omega que todo lo arregla, sino también juicio. Ahora podemos explicar ya el sentido del juicio: el estadio final del mundo no es el resultado de un flujo natural, sino el resultado de la responsabilidad en la libertad”[31]. Vendrá “a juzgar a los vivos y a los muertos”, porque el verdadero amor es justicia desbordante, que va más allá de la justicia, aunque no la destruye[32]. El juicio es el día del retorno de nuestro Señor en el que se implican juicio y gracia.

 

Guillermo JUAN-MORADO.



[1] Ratzinger, Introducción., 165. Cf. A.F. di Ció, “La persona de Cristo en la Introducción al cristianismo de Joseph Ratzinger”, en: https://repositorio.uca.edu.ar/handle/123456789/13163 (25.4.2023).

[2] Ratzinger, Introducción, 168.

[3] Cf. ibid., 170.

[4] Ibid., 172.

[5] Ibid., 173.

[6] Ibid., 174.

[7] Ibid., 175.

[8] Ibid., 177.

[9] Ibid., 177. Este hecho puede emplearse también en contra de la secularización del amor.

[10] Cf. ibid., 178.

[11] Ibid., 179.

[12] Ibid., 179.

[13] Cf. ibid., 192.

[14] Cf. ibid., 192-193.

[15] Ibid., 193-194.

[16] Cf. ibid., 197.

[17] Ibid., 197.

[18] Ibid., 201.

[19] Cf. ibid., 201-202. Cf. P. Blanco Sarto, “Quaerite faciem eius semper. La ‘cristología espiritual’ de Joseph Ratzinger”: Teologia w Polsce 14 (2020) 5-30; G. del Pozo Abejón, “Contemplar el rostro de Dios en el rostro de Cristo: la teología existencial de Joseph Ratzinger”: Revista Española de Teología 69 (2009) 574-583, especialmente 570-572.

[20] Ratzinger, Introducción, 203.

[21] Cf. ibid., 232.

[22] Ibid., 235.

[23] Ibid., 236-237

[24] Ibid., 240.

[25] Ibid., 245.

[26] Cf. ibid., 247.

[27] Cf. ibid., 251.

[28] Ibid., 254.

[29] Ibid., 260.

[30] Ibid., 264.

[31] Ibid., 267-268.

[32] Cf. ibid., 269-270.

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