La esencia del Cristianismo. Joseph Ratzinger (2). Creo en Dios Padre, Todopoderoso, Creador

En Jesús se revela a los hombres el nombre de Dios: “El nombre ya no es solo una palabra, sino una persona: Jesús. Toda la cristología, es decir, la fe en Jesús se convierte en una explicación del nombre de Dios y de todo lo que en él se enuncia”[1].

La fe cristiana optó, ya desde sus comienzos, por el Dios de los filósofos frente a los dioses de las religiones; por la verdad del ser frente al mito de la costumbre[2]. No obstante, el Evangelio y la idea cristiana de Dios corrigen a la filosofía. La fe cristiana, frente a “un Dios que cada vez se reducía más a lo matemático, vivió la experiencia de la zarza y comprendió que Dios, eterna geometría del universo, solo puede serlo porque es amor creador, porque es zarza ardiente de donde nace un nombre que le introduce en el mundo de los hombres”[3]. El amor es más grande que el puro pensar: “El pensar absoluto es un amor, no una idea insensible, sino creadora, porque es amor”[4].

El Dios de la fe se caracteriza por la relación; el suyo es un poder que crea, sostiene y ama todas las cosas. Dios es identidad original de verdad y amor[5]. En esta comprensión de Dios como relación y como amor encuentra su punto de partida la confesión de fe en el Dios uno y trino. Dios es “Padre”, porque es amor absoluto y es “soberano”, porque es poder absoluto. La palabra “Padre” une el primer artículo del credo con el segundo y apunta ya a la cristología: su omnipotencia y su soberanía se manifestarán en el pesebre y en la cruz[6].

Frente al primado de la pura materia, la fe cristiana apuesta por el Logos, por la conciencia, por la idea, por la libertad y el amor. Su opción de fondo es en favor de la verdad, ya que el ser es verdad y está dotado de comprensibilidad y sentido[7]. Esta opción incluye la fe en la creación. Dios es un ser personal; es libertad, amor creador y persona[8]: “El Logos de todo ser, el ser que todo lo sostiene y todo lo comprende, es, pues, conciencia, libertad y amor”[9].

Lo que tiene la primacía no es lo general, sino lo particular; no la necesidad, sino la libertad: “En un mundo que en último término no es matemática, sino amor, lo minimum es maximum, lo más pequeño que puedo amar es lo más grande, lo particular es más que lo general, la persona, lo único y lo irrepetible es también lo definitivo y lo supremo”[10].

La unidad no es ni lo único ni lo último. La lógica interna de la fe cristiana en Dios supera el puro monoteísmo y nos lleva a la fe en el Dios trino. La doctrina trinitaria revela el modo en que Dios, que siempre es el misterio mismo, se comunica en la historia[11].

Joseph Ratzinger subraya el carácter alusivo de las fórmulas de la fe trinitaria: La paradoja de “una esencia en tres personas” tiene que ver con el problema del sentido primordial de la unidad y de la multiplicidad[12]. La divinidad trasciende nuestras categorías de lo uno y de lo múltiple. La suprema unidad no es monotonía: “la forma suprema y normativa de la unidad es la que suscita el amor. La unidad de muchos creada por el amor es unidad más radical y verdadera que la del átomo”[13].

La paradoja “una esencia, tres personas” está en función del concepto de persona y ha de entenderse como una íntima implicación del mismo[14]. Dios es persona, conocimiento, palabra y amor. Confesarlo como persona implica confesarlo como relación, comunicabilidad, fecundidad. El concepto de persona trasciende lo singular.

La paradoja “una esencia, tres personas” tiene que ver con el problema de lo absoluto y de lo relativo y manifiesta el carácter absoluto de lo relativo, de la relación[15]: “en el Dios uno e indivisible se da el fenómeno del diálogo, de la relación entre palabra y amor”[16]. La existencia cristiana está presidida por la categoría de relación[17].

Guillermo JUAN-MORADO.

 



[1] Cf. Raztinger, Introducción, 112. Cf. J. Prades, “El Dios de Jesucristo en Joseph Ratzinger”: Revista Española de Teología 69 (2009) 625-642; P. Blanco Sarto, “El pensamiento teológico de Joseph Ratzinger”: Scripta Theologica 44 (2012) 273-303.

[2] Cf. Ratzinger, Introducción, 121.

[3] Ibid., 122.

[4] Ibid., 125.

[5] Ibid., 126.

[6] Ibid., 127.

[7] Cf. ibid., 130.

[8] Ibid., 135.

[9] Ibid., 136.

[10] Ibid., 136.

[11] Cf. ibid., 144.

[12] Cf. ibid., 151.

[13] Ibid., 152.

[14] Cf. ibid., 153.

[15] Cf ibid., 153.

[16] Ibid., 155.

[17] Ibid., 158.

Los comentarios están cerrados para esta publicación.