InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: 2018

26.03.18

El perfume y el exceso

La liturgia de la Iglesia nos sumerge, en la Semana Santa, en el drama de la Pascua del Señor, de su paso de la muerte a la vida, de este mundo al Padre. Los pasajes del Evangelio que se proclaman en la Santa Misa adquieren, en este marco, su contexto adecuado y vivo de comprensión.

Uno de estos pasajes es el de la unción en Betania (Jn 12,1-11), perícopa que sigue a la de la resurrección de Lázaro y a la de la condena a muerte de Jesús por el Sanedrín y que precede, en el cuarto evangelio, a la de la entrada de Jesús en Jerusalén.

Es un texto muy bello que contrapone el derroche del amor a la cicatería del egoísmo y de la codicia. Por una parte está María, la hermana de Lázaro. Por la otra, en un mundo espiritual muy diferente, está Judas Iscariote, el que iba a traicionar a Jesús.

María manifiesta, en lo que le resulta posible, el agradecimiento y el amor hacia Jesús. Ella y sus hermanos eran amigos de Jesús. Pero esa amistad, si cabe, se había reforzado al ser Lázaro uno de los destinatarios de un gran milagro, de una gran señal por parte de Jesús, que rescató a Lázaro de la podredumbre del sepulcro y lo devolvió a la vida. El que ya olía mal porque estaba muerto – Lázaro- había regresado a la vida.

¡Qué poco podría calcular María el modo de agradecer esa señal! O quizá, más bien, su cálculo era el más exacto, por ser el más ajustado a la realidad. Al exceso de un don – devolver la vida a un muerto – no se puede corresponder, hasta en justicia, más que con un don aparentemente excesivo, aunque nosotros jamás podremos excedernos, ir más allá de lo justo, con relación a Dios.

María opta por un perfume “auténtico y costoso”. No era un simulacro de perfume, sino un verdadero perfume que aparentaba ser lo que era: muy costoso. Y le ofrece eso que es mucho – aunque sea muy poco – a Jesús: “Le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera”. Era mucho, porque era lo que ella mejor podía ofrecerle. Era poco, porque Jesús, que es Dios, lo merece todo.

Esa fragancia es la del amor, la de la gratitud, y también es la del deseo y de la esperanza. Ungir a Jesús con el perfume es expresión, en cierto modo, de la voluntad de hacer todo lo posible para preservar a quienes amamos de la muerte y de la corrupción; es expresión de no querer ver la muerte de Jesús, ya presentida como próxima. Es un anhelo muy humano: ¿Quién dudaría a la hora de ungir con un bálsamo protector a las personas amadas para evitar su pérdida, su deterioro y su destrucción? Seguramente nadie.

El signo del amor, de la gratitud y del deseo es un perfume, una fragancia que preserva de la muerte y que inunda de buen olor la casa y el mundo. En realidad, el primero que eligió el perfume como signo de amor y de exceso no fue María, fue Dios mismo. Dios, que es amor, no puede excederse en nada más que en amor. Su exceso es su misericordia. Y esa misericordia es fragante. Lo dice San Pablo, en la Carta a los Efesios: “Vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor” (Ef 5,2). Jesús es un perfume auténtico – Él es la oblación – y costoso – Él es la víctima -. Y su fragancia es agradable y suave.

El “suave olor” es el olor de la santidad, el “buen olor de Cristo”: “Somos incienso de Cristo ofrecido a Dios” (2 Cor 2,15). Él, Cristo, difunde por medio de nosotros la fragancia de su conocimiento.

El perfume no es un complemento exterior, sino que es un elemento que se adhiere a la persona que lo incorpora a sí misma. El que “huele a Cristo” está vinculado a Él –en el doble sentido de la palabra “oler”: el que atisba a Cristo, y en cierto modo lo “huele”, y el que expande, por haberla incorporado a sí, la fragancia de Cristo - .

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22.03.18

El sabroso saber: “Gustad y ved”

El gusto es, en general, un contacto entre el sujeto y lo real que se caracteriza – ese contacto – por la inmediatez entre subjetividad y realidad. La distancia se supera y el objeto, en cierto modo, pasa a ser – al gustarlo – algo “mío”, algo que ingresa en mi mundo, en mi yo. En el gusto, el sabor es inmediato, contiguo, cercano.

El sabor se asimila al saber y la revalorización del gusto reivindica una sabiduría integral, que apuesta no solo por el ámbito de las ideas, sino también por el del cuerpo y el del mundo. El sabor y el saber establecen una especie de comunión entre el que saborea y lo saboreado.

Leer un libro que nos agrada equivale a saber nuevas cosas que no sabíamos, y a adquirir ese conocimiento con satisfacción, con deleite, disfrutando de su sabor. Con deleite o con sufrimiento, pero nunca con indiferencia. Nada es tan inhumano, y tan cerril, como la indiferencia.

Las máquinas pueden ser indiferentes. Los hombres, no, al menos en el plano del deber ser. En el plano del ser casi cualquier cosa es posible. Y no porque lo creado esté mal hecho, sino porque podemos estropearlo casi todo.

Al saber algo nuevo, el que sabe se asimila a lo conocido, a lo nuevo. Hace que lo nuevo forme ya parte de su vida. “Conocer es ser y ser lo que se conoce”, decía Maurice Blondel. Y creo que tenía razón. Lo nocional es muy importante, pero no lo es tanto como lo real, decía Newman. Y creo, asimismo, que tenía razón.

En el vocabulario de la teología y de la espiritualidad, en un territorio más transitado de lo que pensamos, ya que la doctrina de los “sentidos espirituales” – según la cual las imágenes de la experiencia de los cinco sentidos pueden ser metáforas de la experiencia de la relación del hombre con Dios – es una doctrina tradicional, el gusto se asocia, como ya hemos apuntado, al sabroso saber.

La experiencia íntima, profunda, de Dios no está lejos, según este criterio, del conocimiento experiencial de lo divino. “Gustad y ved”, dice el Salmo. La mística y los sentidos, la mística y los sacramentos, la mística y la mediación de la Iglesia no deberían, en principio, ser realidades contrapuestas.

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13.03.18

El amor es más fuerte

“Es fuerte el amor como la muerte”, dice uno de los libros más bellos de la Sagrada Escritura, el Cantar de los cantares, 8,8. El amor es duro, resistente, poderoso. Lo es, al menos, tanto como la muerte. En su potencia, la muerte nos abruma, nos desarma. El amor, que es tan fuerte como ella, nos descoloca, nos empuja a ir más allá de nosotros mismos.

“Es fuerte el amor como la muerte”. Sí y no. Si hablamos del amor de Dios, del amor de Dios que, por la Encarnación, es también amor del hombre, el amor no es tan fuerte como la muerte: lo es mucho más. El amor asume la muerte, la toma en serio en toda su crudeza, pero – ¡es el amor de Dios! – la supera, no se deja vencer ni atrapar por ella.

La noticia de la muerte de este niño, de un niño que, siempre, es un símbolo de la inocencia, se dio en un domingo de Cuaresma que se llama domingo “Laetare”, el domingo de la alegría.

Cada Misa, en la liturgia de la Iglesia, tiene una antífona de entrada. La antífona de entrada del domingo IV de Cuaresma suena del siguiente modo: “Festejad a Jerusalén, gozad con ella todos los que la amáis, alegraos de su alegría…” (cf Is 66,10-11).

“Alegraos”, no porque el mundo sea el paraíso. “Alegraos”, sobre todo, porque Dios es Dios. Ese mismo día, en el que se supo la muerte del niño, tuve noticia de la muerte del padre de un amigo. Él me decía: “Mi madre murió en el domingo ‘Gaudete’ y mi padre en el domingo ‘Laetare’”.

El domingo “Gaudete” es el III domingo de Adviento, cuya antífona de entrada es: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres” (cf Flp 4,4-5).

Ante el nacimiento y ante la muerte el mensaje de parte de Dios, testimoniado en su Escritura, es el mismo: “Alegraos”. Dios es capaz de caracterizar del mejor modo los signos de los tiempos humanos: se alegra por la vida – la Navidad – y se alegra por la Resurrección de la muerte – la Pascua - .

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7.03.18

El arzobispito laico

El arzobispo es un obispo que está al frente de una iglesia metropolitana - que es la capital de una provincia eclesiástica, que cuenta, por ello, con diócesis y obispos sufragáneos - . Por tanto, al arzobispo le corresponde una cierta primacía, al menos de modo honorífico – aunque no solo - .

Hoy veo que, como le complacía hacer a algunos emperadores de Bizancio, un líder político ha descubierto su vocación arzobispal, aunque se trate de un ejercicio laico del arzobispado. El líder político en cuestión no ha podido evitar esa irresistible tendencia metropolitana laica a guiar a los sufragáneos – ellos les llaman “barones” - , a recordarles la verdadera doctrina, a señalarles los límites entre lo permitido y lo prohibido.

Lo llevan en la sangre, o en el cargo. O se lo pide el cuerpo. No se frenan, estos arzobispos laicos, ni ante la aconfesionalidad del Estado, que ellos preconizan, llenos de razón, que ha de convertirse en un nacional-laicismo. Envidian a los arzobispos y envidian a Franco.

Y no pueden vivir sin unos ni sin el otro: Sin una jerarquía de la Iglesia a la que confieren unos poderes que esta no detenta y sin la memoria de aquel que se titulaba “Caudillo de España por la gracia de Dios”. Ellos quieren ser, estos líderes, ambas cosas: arzobispos y caudillos, si no por la gracia de Dios, al menos por la gracia del Parlamento – que se ha convertido, ya cansado de ser solo un Parlamento, en un nuevo dios, que ya no quiere ser solo el César, sino que quiere ser también Dios, la conciencia humana y hasta la suprema norma moral-.

Dice nuestro arzobispito, ejercitando su magisterio laico, que criticar la ideología de género es atacar a las mujeres. Esta reducción es absurda. La defensa de los derechos humanos, que obviamente son los derechos de los hombres y de las mujeres, es perfectamente compatible con la crítica a las exageraciones de la llamada “ideología de género”.

Dice también el arzobispito, ejercitando su magisterio laico, civilizado, moderno, secularizado, humanista, renacentista, ilustrado, democrático, leído y demás letanía – menos mal que no añade a su curriculum la humildad – que “la ética es privada”. Hombre, sorprende que quien pretende, desde el Parlamento, legislar sobre todos y sobre todo – sexo, vida, muerte, creencias, impuestos, matrimonio… - argumente que la “ética es privada”. La ética no es privada, es lo más público que hay.

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2.03.18

"Placuit Deo" y la centralidad de la Encarnación

Hace pocos días, caminando por las calles de mi ciudad, me llamó la atención un cartel que anunciaba un ciclo de conferencias públicas – casi como si se tratase de unas “conferencias cuaresmales”, que de cuaresmales no parecían tener nada – con el sugestivo título de “Los tres mundos que vivimos. Psicología del Autoconocimiento”.

Con más detalle, se enunciaba la temática de cada una de las tres charlas: El mundo de las formas, el mundo del fondo, el mundo del trasfondo… Poco después, otro anuncio en otra calle: “Acupuntura, Reflexología, Reiki” y un número de teléfono al que llamar para beneficiarse de esas supuestas terapias.

Evoco este recuerdo al leer la carta “Placuit Deo” de la Congregación para la Doctrina de la Fe a los obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la salvación cristiana. Un documento magisterial, aprobado explícitamente por el Papa, que tiene como objetivo “resaltar, en el surco de la gran tradición de la fe y con particular referencia a la enseñanza del papa Francisco, algunos aspectos de la salvación cristiana que hoy pueden ser difíciles de comprender debido a las recientes transformaciones culturales”.

El Cristianismo nunca ha sido entendido por todos. Ni siquiera cuando fue explicado de modo inmejorable por Jesucristo. Muchos se asombraban de su enseñanza, porque hablaba con autoridad. No obstante, también muchos desconfiaban de él y trataban de acallarlo. Hasta el punto de condenarlo a la muerte de Cruz.

Los hombres, y las culturas en tanto que creaciones humanas, son realidades ambiguas, capaces de lo mejor y de lo peor. El Cristianismo toma en serio esta ambigüedad, típica del hombre marcado por el pecado, aunque no completamente corrompido por el mismo, ya que el poder de Dios es más fuerte que el poder del pecado. Por eso el proceso de inculturación de la fe – que tiene como finalidad hacer próximo a cada cultura el mensaje del Evangelio – ha de ir acompañado de un proceso correlativo de evangelización de las culturas, sanando lo menos conforme con la dignidad humana y promoviendo aquello que realmente merezca ser destacado.

El cardenal Newman parafraseaba a Lutero diciendo que la doctrina de la Encarnación – no la de la justificación, en la peculiar visión del monje alemán -  era el “articulus stantis aut cadentis Ecclesiae”, el artículo del que depende que la Iglesia se sostenga o caiga. Newman tenía, como casi siempre, razón. El Cristianismo es la religión de la Encarnación, del Verbo encarnado, del Hijo de Dios hecho hombre. En la Encarnación, Dios y el hombre se unen de un modo absolutamente imprevisible. Y esta unión – que es hipostática, ya que la naturaleza humana de Cristo está unida a la naturaleza divina en la Persona divina del Hijo de Dios – hace justicia a Dios y no humilla al hombre. Ni en Cristo ni en nosotros.

La carta “Placuit Deo”, que toma las palabras de su título del número 2 de la constitución sobre la divina revelación del concilio Vaticano II, “Dei Verbum”, es una reflexión sobre la Encarnación en la que la doctrina sobre Cristo, la Cristología, y la doctrina sobre la salvación, la Soteriología, son contempladas en su relación mutua.

La cultura actual nos empuja, quizá, al individualismo y a una comprensión de la interioridad personal despojada de los lazos que nos unen a los demás, al mundo y a Dios. El Cristianismo, religión de la Encarnación, afirma que el hombre no es una mónada aislada. Es un ser en relación y es un ser que depende de vínculos constitutivos: Con Dios, en primer lugar, pero también con los demás y con el mundo.

Dependemos, sobre todo, de Dios y también de los otros. No nos hemos dado la vida a nosotros mismos ni podemos salvarnos con nuestras solas fuerzas. Ni la salvación, el bien definitivo del hombre, es algo puramente interior – una vez liberado de la forma, del fondo y hasta del trasfondo - .

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