El amor es más fuerte

“Es fuerte el amor como la muerte”, dice uno de los libros más bellos de la Sagrada Escritura, el Cantar de los cantares, 8,8. El amor es duro, resistente, poderoso. Lo es, al menos, tanto como la muerte. En su potencia, la muerte nos abruma, nos desarma. El amor, que es tan fuerte como ella, nos descoloca, nos empuja a ir más allá de nosotros mismos.

“Es fuerte el amor como la muerte”. Sí y no. Si hablamos del amor de Dios, del amor de Dios que, por la Encarnación, es también amor del hombre, el amor no es tan fuerte como la muerte: lo es mucho más. El amor asume la muerte, la toma en serio en toda su crudeza, pero – ¡es el amor de Dios! – la supera, no se deja vencer ni atrapar por ella.

La noticia de la muerte de este niño, de un niño que, siempre, es un símbolo de la inocencia, se dio en un domingo de Cuaresma que se llama domingo “Laetare”, el domingo de la alegría.

Cada Misa, en la liturgia de la Iglesia, tiene una antífona de entrada. La antífona de entrada del domingo IV de Cuaresma suena del siguiente modo: “Festejad a Jerusalén, gozad con ella todos los que la amáis, alegraos de su alegría…” (cf Is 66,10-11).

“Alegraos”, no porque el mundo sea el paraíso. “Alegraos”, sobre todo, porque Dios es Dios. Ese mismo día, en el que se supo la muerte del niño, tuve noticia de la muerte del padre de un amigo. Él me decía: “Mi madre murió en el domingo ‘Gaudete’ y mi padre en el domingo ‘Laetare’”.

El domingo “Gaudete” es el III domingo de Adviento, cuya antífona de entrada es: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres” (cf Flp 4,4-5).

Ante el nacimiento y ante la muerte el mensaje de parte de Dios, testimoniado en su Escritura, es el mismo: “Alegraos”. Dios es capaz de caracterizar del mejor modo los signos de los tiempos humanos: se alegra por la vida – la Navidad – y se alegra por la Resurrección de la muerte – la Pascua - .

 

Justamente, en estos dos extremos, nacimiento y muerte, los humanos tendemos a enmendar la plana al Creador. A pensar: mejor, si este no nace, o si este otro muere un poco antes o un poco después. Sentirse dueños de la vida de los semejantes es una injusticia ante ellos, y es una injusticia ante Dios: un acto de idolatría.

No debemos pretender suplantar a Dios. Debemos, más bien, seguir los proyectos de Dios. Él da la vida y Él, solo Él, rescata de la muerte dando vida. Por eso la alegría viene de Dios. Él es el amor no solo tan fuerte como la muerte, sino, literalmente, más fuerte que la muerte.

La madre de ese pobre niño asesinado – y no es, él solo, el único asesinado – es una señal que llama a la puerta de nuestro corazón. Ella dice a su modo que, por encima de nuestros cálculos, de nuestros amores y de nuestra justicia, está el amor sobreabundante de Dios. Y quiere, como buena madre quiere lo mejor, que el recuerdo de su hijo se asocie a la memoria del amor más fuerte y no al recuerdo de la ignominia.

Es un noble deseo. Ella sabe que la gracia supone y perfecciona la naturaleza. El amor supone y perfecciona la justicia. Sería una caricatura del amor que, quien quebró la vida de su pequeño hijo, pasase de largo ante la justicia de los hombres. No lo hará. La madre recuerda, sobre la presunta asesina: “Ella tendrá lo suyo”.

Pero, por encima de todo, está la estela del bien, la estela del amor de Dios, la estela del paso de un inocente por este mundo. No equivale, respetar esta estela, a la apuesta por la impunidad de lo peor, ya que la justicia nunca ofende al bien. Equivale, esta apuesta, a caminar de lo bueno a lo mejor.

El pez era, en la antigüedad cristiana, una señal de Jesucristo. Y Tertuliano decía que los bautizados eran “pececitos”, pequeños peces, nacidos en el agua del Bautismo.

 

Guillermo Juan Morado.

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