Bienaventurados
Homilía para el Domingo IV del Tiempo Ordinario (Ciclo A)
Jesús, como un nuevo Moisés, expone la nueva ley de su Reino en el llamado “Sermón de la montaña”, que se abre con las bienaventuranzas, para indicarnos los caminos que conducen al Reino de los cielos (cf Catecismo 1724).
Jesús, al ver el gentío, se sintió movido a predicar. Podemos adivinar que el motor que lo impulsa es su amor, la generosidad de su Corazón. Acogiendo su palabra, los hombres pueden entrar en su Reino.
Sube a la montaña para hablar, no de las cosas terrenas, sino de las cosas del cielo. Este ascenso manifiesta, decía el Pseudo-Crisóstomo, “que todo el que quiera conocer los misterios de la verdad debe subir al monte de la Iglesia, de quien el profeta dice: ‘El monte del Señor es un monte rico’ (Sal 67,16)”.
Se sentó y se acercaron a él sus discípulos. El Señor manifiesta con esa postura, el estar sentado, su dignidad de Maestro. Rábano interpreta, en sentido místico, este pasaje aludiendo a la Encarnación: “el acto de sentarse del Salvador representa su Encarnación, porque si Dios no se hubiese encarnado, el género humano no hubiese podido subir hasta Él”.
“Se puso a hablar enseñándoles”. El cauce de la enseñanza es su propia voz. En su hablar humano resuena la misma Palabra divina, la Palabra que Él es en persona. Así, como comenta el Papa, “la Palabra no sólo se puede oír, no sólo tiene una voz, sino que tiene un rostro que podemos ver: Jesús de Nazaret” (Verbum Domini, 12).
La primera de las bienaventuranzas: “Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5,3), en cierto sentido las compendia todas. Los pobres en el espíritu son aquellos que lo dejan todo para seguir e imitar a Cristo. La humildad era, ya en el Antiguo Testamento, la característica fundamental del “resto de Israel” que había de acoger al Mesías: “Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor”, dice Dios por medio del profeta Sofonías (cf So 2,3;3,12-13).