Hijos

He vivido dos experiencias que tienen que ver con el sentimiento de los padres hacia sus hijos. Una de ellas, alegre; la otra, a la vez triste y esperanzada.

La primera es la noticia del nacimiento de un niño. Sus padres son muy jóvenes, un matrimonio al que, en parte en broma, le dije alguna vez que, con su sola presencia en Misa, hacían bajar la media de edad de los 90 años a los 89.

La noticia me la ha dado el abuelo: “Mi hijo ya es padre”. Luego, he podido felicitar al hijo convertido en padre. Estaba radiante y venía ya, a los dos o tres días del nacimiento de su bebé, a concertar el día y la hora del Bautismo. Algo que me alegra, porque últimamente tienden, no sé por qué, a dilatar indebidamente la recepción de este sacramento. Ya han escogido el nombre, quiénes serán los padrinos… Todo. A la reciente madre no la he visto, pero sé que está bien.

La otra experiencia es la de una madre dolorida por la pérdida de su hijo. Ya hace dos años de su muerte. Hoy hemos celebrado el segundo aniversario. Yo no veía, minutos antes de la hora prevista para la Misa, a nadie en la iglesia. Bueno, sí, a una señora en un banco.

Por un momento he pensado que me había equivocado yo al anotar esa celebración en la agenda. He ido apagando los cirios y retirando los ornamentos litúrgicos y, entonces, aquella señora, a quien yo no había identificado, se me acerca y me dice: “¿No va a celebrar el funeral?”. Le expliqué que, como no veía que se hubiese reunido un grupo de gente, había pensado que se trataba de un error en la fecha. “No es un error”, me dice, “es que no tengo familia aquí”.

El oficio litúrgico se desarrolló con la solemnidad prevista. Al final, en la sacristía, al despedirse, ví que estaba llorando. No supe decirle nada, con palabras. Pero pensé, en ese momento, que ese llanto era la otra cara de la alegría. Ahora, con su hijo muerto, esa buena mujer sabía que lo mejor que podía hacer por él era ofrecer a Dios el sufragio de la Misa, aunque sólo ella, además de los sacerdotes, estuviese presente de modo visible.

La fe es como un grano de mostaza. Salgo a la calle y parece que ya no existe. Pero hechos de este estilo, con una cierta dosis de “milagro” dentro de lo cotidiano, prueban que está viva, como una semilla oculta que, por el vigor que la anima, no puede dejar de fructificar.

Guillermo Juan Morado.