"Filioque" y ecumenismo

Esquema trinitarioEn esta nota sobre el Cardenal Koch se informa que se está reuniendo una Comisión Teológica Mixta con los cristianos “ortodoxos” para estudiar el tema del “Filioque” y la infalibilidad papal.

Sobre el tema del “Filioque” queremos hacer algunas reflexiones, así como sobre el tema del ecumenismo, que forma parte también de esa nota acerca del Cardenal Koch.

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¿Por qué es importante el “Filioque”, es decir, esa parte del Credo que dice que el Espíritu Santo procede del Padre “y del Hijo” (“qui a Patre Filioque procedit”).

Es decir, la cuestión entre católicos y orientales separados es si el Espíritu Santo, además de proceder del Padre, procede también del Hijo (católicos) o no (orientales separados).

La visión teológica católica, en este sentido, es como una pirámide invertida, con el vértice hacia abajo: el Hijo procede del Padre, y de ambos procede el Espíritu Santo. La visión teológica de los orientales separados es como una pirámide con el vértice hacia arriba: del Padre proceden, paralelamente y por separado, el Hijo y el Espíritu Santo.

La superficialidad contemporánea no puede dejar de hacerse presente en este tema preguntando qué nos importan a nosotros finalmente esos detalles de la interioridad divina.

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Pues bien, lo que está en juego aquí es la misma fe trinitaria, que es la base de nuestra salvación, que consiste, precisamente, en que la Segunda Persona de la Trinidad se hizo hombre para salvarnos.

Porque la cuestión es cómo pueden distinguirse realmente entre sí las Personas divinas, si cada una de ellas es plenamente Dios, y Dios sólo es y sólo puede ser Uno.  Cada Persona divina se identifica realmente con la única Esencia o Naturaleza divina, y se distingue realmente de las otras Personas divinas ¿no es esto una contradicción?

No es el mismo caso de los seres humanos, en el que tres seres humanos realmente distintos entre sí tienen la misma naturaleza humana, pero porque tiene cada uno de ellos una realización individual distinta de la naturaleza humana, de modo que son tres hombres. En Dios las tres Personas divinas se identifican realmente con la única Naturaleza divina concretamente existente, de modo que no son tres dioses, sino un solo Dios.

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La solución teológica clásica de este problema arranca con los Padres de la Iglesia, entre ellos los Capadocios: San Basilio Magno, San Gregorio Nazianceno y San Gregorio de Nisa, sigue notablemente con San Agustín, y culmina, como es lógico, en Santo Tomás de Aquino.

De hecho, todo lo que decimos en este “post” no es más que una pobre transcripción de lo que enseña Santo Tomás en Ia., q. 36, a. 2 y a. 3. Leyendo estos textos del Aquinate a uno le da ganas de decir que toda interpretación de la Suma Teológica que no sea admirativa es falsa.

Esa solución entonces, decíamos, consiste en notar que la pluralidad de Personas en Dios se debe a que entre las Personas divinas hay relaciones de origen, es decir, que las Personas divinas o proceden de otra Persona o de otras Personas divinas (el Hijo y el Espíritu Santo) o son origen de la procesión de otras Personas divinas (el Padre y el Hijo).

Es claro que la procedencia implica distinción real, nada puede proceder realmente de sí mismo.

Pero aquí se plantea justamente el problema: ¿Cómo esa distinción real deja subsistir la purísima y absoluta Unidad de Dios? ¿Cómo no son tres dioses, sino un solo Dios verdadero?

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Y aquí es clave el tema de las relaciones de origen que a su vez implican esas procedencias intradivinas. Cuando A procede de B, hay en ellos una relación que tiene a A por sujeto y a B por término, y otra que tiene a B por sujeto y a A por término.

Recordemos, en efecto, que las relaciones no son como ese jinete de los circos que va sobre dos caballos, con un pie puesto en cada uno de ellos. Las relaciones, en lo creado al menos, que es nuestro punto de partida para conocerlas, son accidentes, que están en un sujeto, y lo ordenan a un término.

Así, entre nosotros, la paternidad es un accidente que está en el padre y lo ordena al hijo, y la filiación es otro accidente, que está en el hijo y lo ordena al padre.

La amistad, por ejemplo, implica dos relaciones: una que tiene por sujeto al amigo A, y como término al amigo B, y otra que tiene como sujeto al amigo B, y como término, al amigo A.

Sólo que en Dios no puede haber accidentes, porque no puede haber en Él nada imperfecto, y el accidente, al que le compete existir en otro, es menos perfecto que la sustancia, a la que le compete existir en sí.

Por tanto, las Relaciones divinas no son accidentes que inhieren en un sujeto, sino que son ellas mismas los sujetos. No es que las Personas divinas tengan relaciones, es que son esas mismas relaciones. El Padre es la Paternidad, el Hijo es la Filiación, el Espíritu Santo es la “espiración pasiva”, nombre que tuvieron que inventar los teólogos.

Y esas relaciones son Personas divinas, porque se identifican realmente con la única Esencia o Naturaleza divina subsistente y absoluta.

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Pero de nuevo se nos dirá ¿y cómo entonces pueden distinguirse realmente entre sí esas relaciones divinas? Y la respuesta es que se distinguen realmente sólo y precisamente en la medida en que, como relaciones, se oponen entre sí.

Dos relaciones se oponen entre sí cuando el sujeto de cada una de ellas es el término de la otra. Como nada puede relacionarse realmente consigo mismo, porque es de la esencia de la relación el ser “a otro” (“esse ad”) eso quiere decir que las relaciones opuestas, si son reales, se distinguen realmente entre sí.

De lo contrario, lo mismo sería a la vez sujeto y término de la misma relación real (porque la relación A, digamos, que tiene por sujeto a Juan y como término a Pedro, sería idéntica a la relación B, que tiene como sujeto a Pedro y como término a Juan, y entonces Juan sería a la vez sujeto y término de la misma relación).

Y eso quiere decir, y aquí está la clave del asunto, que esa distinción real se da solamente a nivel de las Relaciones, no de la Esencia divina absoluta y subsistente, que es absolutamente Una.

Por eso esas mismas Relaciones divinas, a la vez que se distinguen realmente entre sí, se identifican realmente con la única Esencia divina (es decir, cada Persona divina es Dios), porque no tienen oposición relativa con la Esencia divina misma.

Ni entre sí mismas se distinguen realmente las Personas divinas en todo aquello en lo que no tengan entre sí oposición relativa. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo Dios, tienen una sola Naturaleza divina, una sola Inteligencia, una sola Voluntad, etc.

Por eso son relaciones subsistentes: no en tanto que relaciones, lo que sería absurdo, porque lo propio de la relación como tal no es subsistir, sino ser “a otro”, como se dijo, sino en tanto que realmente idénticas a la única Esencia divina subsistente y absoluta.

Eso implica, sin duda, que la identidad entre las Personas divinas y la Esencia divina es real, pero no de razón.  Si hubiese identidad de razón o “conceptual” entre ser Dios, por ejemplo, y ser Padre, entonces no podría haber en Dios ni Hijo ni Espíritu Santo, porque nada puede existir fuera de su concepto, de su “ratio”.

Alcanza con la identidad real entre las Personas divinas y la Esencia divina, obviamente, para que cada Persona sea Dios.

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Ahora bien, parece intuitivo que no puede haber otra solución que ésta al problema que plantea el dogma trinitario, si tenemos en cuenta que es necesario salvaguardar la absoluta Unidad de Dios.

Pero esto tiene una consecuencia directa para el tema del “Filioque”, a saber, que entre dos Personas divinas sólo puede haber distinción real si entre ellas hay relaciones de origen.

Porque, como dice el Concilio Lateranense IV y lo retoma el Concilio de Florencia: “En Dios todo es uno donde no obsta la oposición de relaciones”.

Por tanto, si entre el Hijo y el Espíritu Santo hay, como hay, sin duda, distinción real, es porque entre ellos hay relaciones de origen.

Y eso quiere decir que, o bien el Hijo procede del Espíritu Santo, cosa absurda y que nadie que yo sepa ha sostenido nunca, o bien el Espíritu Santo procede del Hijo, que es lo que dice el “Filioque”.

Por tanto, no se trata de una mera cuestión de palabras, ni de discusiones ociosas entre teólogos, sino de si podemos mantener coherentemente que Dios es Uno, y que en Dios hay tres Personas divinas realmente distintas entre sí: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

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En diálogos ecuménicos previos con los orientales separados, algunos han intentado un camino que consiste, por el contrario, en fijarse en las palabras y no en las cosas significadas por las palabras.

Así señalan que en griego para decir “procesión” se dice “ekporéuesis”, mientras que en latín se dice “processio”, y que ambas cosas no significan lo mismo: los griegos con “ekporéuesis” quieren decir “proceder como de la fuente primera”, y por eso, lo aplican solamente a lo que procede del Padre, mientras que para los latinos “processio” significa simplemente “proceder de”, y entonces, lo aplican también a lo que procede del Hijo.

¿Todos felices? Todavía no, porque falta saber si los orientales separados aceptarían entonces que el Espíritu Santo procede del Hijo, no en el sentido de la “ekporéuesis”, sino en el sentido de la “processio”. Y la respuesta del lado oriental separado es clara: no.

Ellos no aceptan que el Espíritu Santo reciba nada del Hijo. Cuando a lo sumo llegan a aceptar que el Espíritu Santo procede del Padre “a través del Hijo”, al Hijo lo ven simplemente como un canal por el que pasa el Espíritu Santo, no como algo que de algún modo contribuya positivamente al ser mismo del Espíritu Santo.

Pero en el dogma trinitario, los orígenes de las Personas divinas significan que una Persona divina recibe de otra o de otras todo lo que es. El Padre comunica al Hijo la única Naturaleza divina, y con ella, la plenitud absoluta del ser. Y lo mismo hace el Padre respecto del Espíritu Santo. Si, por tanto, la distinción real entre el Hijo y el Espíritu Santo exige, como vimos, que el Espíritu Santo proceda del Hijo, quiere decir que también el Hijo ha de comunicar al Espíritu Santo la Naturaleza divina, y con ella, la plenitud del ser.

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Los orientales separados objetan que entonces se pone dos principios distintos, el Padre y el Hijo, para la misma cosa, para comunicar al Espíritu Santo la plenitud del Ser. Eso, por un lado, afecta, dicen, la Monarquía del Padre, y por otro lado, se podría pensar, es imposible, porque si el Padre comunica al Espíritu Santo la plenitud del ser, ya no queda otra plenitud del ser distinta para que el Hijo también se la comunique al Espíritu Santo.

Pero aquí justamente se ve el maravilloso acierto de la teología trinitaria occidental: entre el Padre y el Hijo, en lo que tiene que ver con comunicar al Espíritu Santo la única Naturaleza divina y con ella la plenitud del ser, no hay oposición relativa. Se oponen solamente en ser uno Padre y el otro Hijo, y ahí se distinguen realmente. En todo lo demás son absolutamente Uno (“Yo y el Padre somos Uno”), de modo que el Espíritu Santo procede de ellos como de un solo principio y recibe de ellos una sola comunicación de la Naturaleza divina, y con ella, de la plenitud del ser.

¿Y qué pasa entonces con la Monarquía del Padre? Sólo pasa que hay que entenderla rectamente, y que consiste en esto: en que el Hijo recibe del Padre, junto con la Naturaleza divina, el poder de “espirar activamente” (otro término que tuvieron que inventar los teólogos), como un solo principio con el Padre, al Espíritu Santo.

Ése es el sentido correcto de la fórmula que dice que el Espíritu Santo procede “del Padre por el Hijo”. El Padre es la única fuente última del Espíritu Santo, pero no porque el Hijo no sea fuente de la totalidad de lo que el Espíritu Santo es, sino porque eso mismo el Hijo lo recibe del Padre.

De modo que el Espíritu Santo procede del Padre, finalmente, de dos maneras distintas: directamente, y por medio del Hijo.

Porque tampoco se trata de que el Padre “haya confiado” al Hijo en exclusiva la capacidad de “espirar” al Espíritu Santo, sino que el Espíritu Santo procede de ambos, el Padre y el Hijo, como de un solo principio, con la diferencia de que el Padre no ha recibido de nadie el ser principio del Espíritu Santo, mientras que el Hijo recibe eso mismo del Padre.

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¿Qué pasa entonces con el ecumenismo?

El ser humano tiene una debilidad muy grande, y es que, como somos seres temporales, razonamos, y el razonamiento consiste en tres pasos (premisa mayor, premisa menor, conclusión) temporalmente sucesivos. Además, en la mayoría de los temas no alcanza con un solo silogismo, sino que hay que encadenar varios, como hemos venido haciendo en este mismo texto.

La conclusión de ello es que podemos fácilmente olvidar el punto de partida del razonamiento cuando llegamos a su conclusión, y entonces, puede pasar que haya habido un error a lo largo del razonamiento, que hayamos llegado por tanto a una conclusión falsa, y que no nos demos cuenta de que esa conclusión contradice el punto de partida del razonamiento.

Veamos si algo así ha sucedido en el tema del ecumenismo. El punto de partida es el escándalo de la división entre las distintas confesiones cristianas y el deseo de lograr la unidad de los cristianos.

Pero este punto de partida hay que entenderlo bien. La unidad entre los cristianos sólo puede ser la unidad en la fe, y eso quiere decir, la unidad en el dogma de fe.

Porque ésa es la unidad entre los cristianos: la unidad en la fe, y por tanto, en el dogma de fe. No en si somos todos del mismo partido político o somos partidarios del mismo cuadro de fútbol, etc.

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Pero entonces podemos y debemos calcular cuáles son las formas posibles de alcanzar la unidad en la fe y en el dogma entre los cristianos actuales, dadas las distintas confesiones cristianas existentes hoy día, al menos tomando en cuenta las grandes confesiones.

Frente a esto, a veces se dice en ambientes “ecuménicos” que no debemos prejuzgar los caminos del Espíritu Santo.

Pero la Omnipotencia divina, como enseña Santo Tomás de Aquino, es la capacidad de hacer todo aquello que no implica contradicción.

Es decir, cae fuera de la misma Omnipotencia divina saltarse las leyes de la lógica, porque ello implicaría contradicción.

Y la lógica dice que hay solamente cuatro formas posibles de alcanzar la unidad doctrinal entre los integrantes de las grandes confesiones cristianas existentes hoy día en el mundo: o se hacen todos católicos, o se hacen todos protestantes, o se hacen todos “ortodoxos”, o se hacen todos X, siendo X la religión que más le guste al lector, existente o todavía por inventar, distinta tanto del catolicismo, como del protestantismo, como de la “ortodoxia”.

La quinta posibilidad, que el Card. Koch menciona también en esa nota, es que en realidad no se busque la unidad dogmática entre los cristianos y todo se reduzca a quedarnos como estamos y sonreírnos mucho unos a otros.

Curioso, ¿no? que tanto aspaviento “ecuménico” venga a dar en algunos casos en esto. Partimos de buscar a toda costa la unidad entre los cristianos, para llegar a la conclusión de que no tiene por qué haberla.

Y eso es todo. Es claro que sólo una de esas “cinco vías” es católicamente aceptable, y es la primera: se hacen católicos todos, lo cual quiere decir que todos aceptan la totalidad de los dogmas que profesa la Iglesia Católica.

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Soy de la opinión de que no todos los “ecumenistas” católicos tienen claras estas verdades absolutamente básicas y fundamentales.  Y que por eso mismo, el ecumenismo, no en sí mismo ni en su forma católica de entenderlo, pero sí tal como se lo ha practicado en una gran cantidad de casos, ha sido una de las principales raíces de la catástrofe posterior al Concilio Vaticano II, en la cual seguimos obviamente inmersos.

Porque muchos “ecumenistas” se han dedicado a hacer borrosos los contornos de la doctrina católica, para lograr el “acuerdo” con los protestantes o con los “ortodoxos”. Así tuvimos, por ejemplo, y por nombrar algo, nada más, la “transignificación” eucarística queriendo suplantar a la transustanciación, el cuestionamiento al primado de jurisdicción del Papa, o a la infalibilidad del Papa, el minimalismo mariológico cuya última expresión resonante ha sido “Mater populi fidelis”, etc.

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En definitiva, parece claro que en la práctica al menos, ha habido en esto del ecumenismo mucho voluntarismo moralista.

El moralismo es el error que pone el Bien por encima de la Verdad.

El voluntarismo es el error que pone a la voluntad por encima del ser.

Obviamente, están relacionados, porque la verdad es, justamente, la adecuación entre la inteligencia y el ser, y el bien es el objeto de la voluntad.

En la práctica, entonces, el moralista-voluntarista tratará de hacer algo que él ve como bueno, sin importarle en definitiva ni la realidad ni la verdad.

Y justamente, ante el mal claro, evidente y doloroso que es la existencia de cristianos que no están en plena comunión con la Iglesia de Cristo, que es la Iglesia Católica, muchos han concebido un deseo muy grande del bien contrario, a saber, la unidad de los cristianos.

Pero en el camino, a algunos “ecumenistas” católicos parece que se les ha olvidado el punto de partida del razonamiento, que sólo puede ser buscar la unidad en la fe católica. Y entonces ahora están, o bien buscando una unidad doctrinal que no es católica (¿?) o bien buscando una unidad que no es doctrinal, sino solamente de “trabajar juntos” y de buenas maneras.

Y si pensamos que esa gran bolsa de nada ha sido una de las principales fuentes de los problemas post-conciliares…

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