Lo que nació "muerto" no puede "resucitar"
Se oyen voces, más bien gritos destemplados, que propugnan “resucitar” el Concilio Vaticano II; como si se le hubiese “matado” al traicionar tanto su letra como su espíritu, según estos lamentos fuera de lugar: auténticas “lágrimas de cocodrilo". Nada más lejos de la realidad de lo que fue el CV II, y de lo que supuso el postconcilio: esto último sí está rebrotando. Y ahí están los resultados: netos, rotundos.
En la gestión del Concilio, y especialmente del postconcilio, se pone de manifiesto la historia -real- de una continua y continuada traición de una minoría. De una traición a la Iglesia Católica, a la única Iglesia de Cristo.
Fue traicionado desde dentro y ya en sus mismos inicios: de hecho, todo el trabajo preparatorio de la Comisión correspondiente -como sucede con todo concilio y con todo sínodo que se precie, hay una Comisión Preparatoria-, fue abandonado en su mismo comienzo por un acto de autoridad del Papa: las votaciones, que se hicieron, no daban para echar abajo ese trabajo; pues se echó, por decreto y mando. Y se comenzó, no de cero, sino desde lo que se traía preparado por parte de un buen número de padres y sobre todo de los peritos, ya dentro del Concilio. Todo como correspondía a la “nueva hermenéutica", al “nuevo espíritu", a la “nueva finalidad", y hasta con el “nuevo lenguaje” como expresión del “nuevo lugar” de la Iglesia en relación al mundo: que era lo que se quiso ventilar y resolver. Borrón y cuenta nueva. Esta fue la “primera gran traición”.