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1.02.16

¿Ecumenismo? ¿A cualquier precio?

En la Iglesia Católica se está pretendiendo imponer, por parte de algunos sectores representantes de la progrez eclesial, un “nuevo” ecumenismo, dado que el que se puso sobre la mesa a partir del Vaticano II, ha dado unos resultados más bien escasos.

La verdad es que, con palabras del papa emérito Benedicto XVI -al que nadie podrá acusar de tibieza en este horizonte-, no podía darlos muchos mejores, porque el Ecumenismo en sí mismo, y especialmente su fin específico, que es la unidad de la Iglesia, “es cosa de Dios".

Con estas palabras tan clarificadoras, que ponen las cosas es su sitio y en sus justos términos, la progrez no está de acuerdo. “Esto va a ser cosa nuestra", y está dispuestos a todo: incluso a celebrar con los luteranos lo de Lutero, que ya es celebrar.

Es lo mismo que si los españoles pretendiéramos invitar a los turcos a conmemorar la batalla de Lepanto, que supuso el fin de la hegemonía turca en el Mediterráneo. No me extrañaría que nos declarasen la guerra por provocadores o por imbéciles. O por las dos cosas.

Pues eso. Ahí están algunos diciendo que no hay que derribar puentes, que hay que mantener las puertas siempre abiertas, y no sé cuántas memeces más. Incluso alguno más leído intenta “argumentar” con que Jesús alabó al buen samaritano -un “hereje” para los judíos- frente a los “buenos” oficiales u oficialistas.

Cada uno coge el rábano por donde quiere. Alabar una acción buena -una acción ficción, porque está contenida en una parábola-, de una persona que ha actuado bien en su conducta con otra, no significa alabar su herejía.

Por ejemplo: cuando Jesús habla con la samaritana -y, por cierto, no para hasta convertirla-, no alaba su “herejía"; y, además, le responde cuando la mujer le plantea dónde hay que adorar verdaderamente, y no le da la razón: le contesta por elevación, desde Él mismo, porque Él es la “solución"; y para rematar bien la faena -hasta el final-, le pone el dedo donde le escocía, a modo como para curarnos, a veces, tienen que hacernos “daño": “anda, tráeme a tu marido". Y no se corta -Jesús- a la hora de recordarle la colección que llevaba como curriculum.

Lo mismo hace el padre -que representa a Dios Padre-, con el hijo menor que le pide la herencia para largarse a dilapidarla: se la da. Supongo que, si fuese un caso real, le haría sus recomendaciones para que no se fuese, le haría ver los peligros a los que se exponía, lo que tenía en su casa, el cariño de padre y hermano…: pero se la da, y le deja irse.

Por cierto: no se va detrás de él. Ni, cuando pasa el tiempo, se va en su busca. Espera y, supongo que si fuese un caso real, nadie le ganaría en rezar por aquél hijo. Pero se queda en su casa.

Eso sí: cuando el hijo vuelve, y empieza a desgranar aquel precioso y dolido acto de contrición, su padre -Dios mismo- se le echa al cuello, y se lo come a besos. Y monta una fiesta como no se conocía: “porque este hijo esta muerto y ha resucitado; estaba perdido y ha sido hallado”.

Esto es “la" Misericordia: la divina, la que anida en el corazón de Dios Padre. Es la que hemos de ejercer en la Iglesia. Y hemos de reprimir la tentación -lo digo de propósito: ¡tentación! porque no viene de Diios-, en el ecumenismo y en la pastoral, de pretender ser más “dios” que Dios mismo. Como no se puede ser más “cristo” que Jesucristo.

Amén.